Dice Ce Santiago en su breve biografía que aprovechó
los turnos de noche en la garita de un aparcamiento
para estudiar filosofía. Que traduce con vistas al futuro, consciente de que
escribir es un deporte de fondo en el que, como mucho, uno queda segundo.
Además de su reciente traducción de Sobre
lo azul, de William H. Gass), ha revisado y corregido las ediciones de
Leonard Gardner y Rudolph Wurlitzer publicadas por Underwood. El resto del tiempo venera a su gata.
P:
Antes que nada, haznos una breve presentación de tu vida anterior a la
traducción, para que sepamos con quién nos la jugamos.
R:
Uf… procuraré no extenderme mucho… a ver: fui, claro está, camarero y pizzaiolo, y chicuco en el restaurante
del Teatro Real y en el comedor de RTVE; encargado de almacén en una
distribuidora de libros tipo manuales para activar chakras y demás canalones; también encargado (¡!) en
una, digamos, librería donde se vendían esos manuales… Luego cambié de aires y
fui rutero; esto es, subía a la furgoneta de una empresa de paquetería de cuyo
nombre no voy a acordarme (porque todas lo hacen) y conducía unos 1330
kilómetros diarios (o mejor dicho, nocturnos), de lunes a viernes. Por aquel
entonces ya había abandonado Historia por Filosofía, de la sartén al fuego: me
grababa a mí mismo en casetes recitando el temario, casetes que por la noche
iba escuchando en la furgoneta. Un rutero con pasajes de Ser y Tiempo a todo trapo cruzando La Mancha a una media de 160 km por
hora, figuraos. Cómo no iba a hacerme nietzscheano. Después mi perrita Abi y yo
fuimos kioskeros en un centro comercial; y luego aparqué coches en un garaje: turnos
rotativos (una forma de tortura moderna), cuando estaba de exámenes me pillaba
el turno de noche para poder estudiar. Más tarde acarreé libros en la típica
franquicia de centro comercial y, al borde de los ansiolíticos, me puse a dar
clases de apoyo en una academia (hasta hace unos meses). También trabajé en un
toro mecánico, en unas camas elásticas y en una pista de kars, y toqué la batería en una orquesta (pero me negué a ponerme
chaleco). Aunque esto último «es cuento largo».
Y
ahora voy y me meto a traducir. Lo que me faltaba ya.
P:
¿Por qué dar el salto a la traducción? ¿Se trata de una vieja aspiración, de
una salida profesional como otra cualquiera, de un paso natural desde la
experiencia de un lector bilingüe?
R:
En realidad nunca me lo había propuesto, aunque haya en efecto motivos: en
concreto dos. El primero es que un día me propuse traducir la entrevista que
William Gaddis concedió a la Paris Review
en el 86 para mandársela, en por entonces aún torpe agradecimiento, a mi amiga
Laura, que fue quien me presentó (o quizás lo correcto sería decir me inoculó)
a Gaddis; y el caso es que le pillé el gustillo al asunto. Así que me puse a
traducir otras entrevistas a otros autores, artículos, relatos cortos, por las
mañanas, antes de ir a la academia… y no tardé en percatarme de que en aquello
existía un segundo motivo subyacente; me gusta… bueno, más bien necesito escribir (pese a que produzca
poco o nada), pero a la vez era-soy-seré consciente de mis inmensas carencias y
taras… así que la traducción enseguida se convirtió en la mejor forma de
aprender no solo a leer mejor (porque
el modo en que uno lee cuando traduce, la inmersión y la atención que presta al
contenido y a la forma –sobre todo a la forma, en mi caso-, es incomparable a
la del solo-lector), sino también a no escribir tan mal; de manera que me lancé a traducir novelas a pecho
descubierto (alguna de ellas con anécdota incluida). De ahí que, además de como
un oficio con unas implicaciones filosóficas-ficcionales realmente excitantes
que me fascina y que de hecho no me deja dormir en paz, me lo tome como un
lento aprendizaje.
P:¿Qué
autores te atraen más como lector? Es decir, ¿de qué palo vas?
R:
Me va el jondo en general y, como a
Nietzsche, el martinete en particular; quienes experimentan con la forma,
quienes no solo no olvidan sino que insisten en que la literatura es, ante
todo, arte. Quienes me plantan uno,
dos o varios peajes en la autovía del sentido, quienes me exigen mi parte como
lector-espectador-proyector de la obra en tanto fenómeno. Bernhard me voló la
cabeza y luego lo que quedó de ella, por ejemplo. Heráclito, el maestro. Al faro de Woolf. Sontag. Manhattan Transfer. Hawkes, cómo no. Novelas
como Nog o como El padre muerto o como El
cuaderno perdido me dejan varios años rumiando con las pupilas dilatadas… otra
vez, veneración por William Gaddis. En fin, no lo voy a ocultar porque se me
notaría más de lo que ya se me nota, siento una inevitable predilección por sea
lo que sea eso que ha venido llamándose posmodernismo estadounidense. Y ahí
está el señor Gass, entre otros y otras.
P:
Tu bautismo de fuego en la traducción ha sido nada menos que William Gass, un
autor no precisamente fácil de traducir. ¿Con qué dificultades te has
encontrado durante el proceso de traducción?
R:
Ante todo, que nunca había tratado de hilar tan fino por puro respeto al autor,
sin saber yo coser muy bien. Otra, que el libro estaba cargado de usos de blue que no existen en español, y no
quería empantanar el texto con excesivas notas al pie, así que eso supuso sin
duda un obstáculo. Pero creo que se ha solventado bien. Y, más que cualquier
otra cosa, estaba el fantasma de la sobreinterpretación, que es algo que me
aterra. Incluir en el texto cosas (y me refiero a palabras, a enunciados, a
sintagmas) que no figuran en el texto
únicamente para imponer un sentido al
texto; esto es, propasarme con el
texto, en mi propio beneficio. Ampliar o reducir frases sin que se notara
demasiado con el fin de que me resultara un poco menos exigente resolverlo.
Obviamente toda traducción es una interpretación (no hay traducciones, sino
interpretaciones, podríamos tal vez parafrasear), y verter textos no conlleva
una proporción léxica 1:1, pero no toda interpretación es una
sobreinterpretación. Y cuanto más abstracta es una línea, mayor espacio se da
para que se deslice este fantasma. Eso me obsesionó.
P:
Centrándonos en Sobre lo azul, ¿cómo
definirías el libro? Es decir, si alguien por la calle te hace la famosa
pregunta: ¿y de qué va? ¿Qué le dirías?
R:
¿Por la calle? Pues a bote pronto le diría que se parece a nadar a oscuras sin
miedo a nadar a oscuras, que el libro es, ante todo, una tan bella como humilde
declaración de amor-por-el-amor al lenguaje y la palabra, a la vez que una
fenomenología de lo azul que va generándose a sí misma. Si a quien le dijera
esto enviara señales inequívocas de que sigue prestando atención, le diría que,
de hecho, por eso mismo escogí decir en el título lo azul, y no el azul porque
sustantivar el adjetivo equivalía (al menos para mí) a otorgarle sustancialidad
y, por extensión, ser propio al color.
Y lo bonito es que, en el libro, ese ser-azul
empieza en el azul antes que en el ser. En ese aspecto el libro es bastante
platónico, el propio Gass lo reconoce. También que se parece un poco a La poética del espacio pero sin espacio.
Aunque no sé si esto ayudaría a vender alguno, la verdad.
P:
En realidad el azul en este libro y la trama en la mayoría de los relatos de
Gass son una tapadera que nos cuela de contrabando para hablar de lo que
realmente le interesa, el lenguaje literario y su capacidad para ir más allá de
la mera denotación para convertirse en símbolos a priori muy alejados de ese
uso con el que se generaron.
R:
Diana. Lo del uso a priori de los símbolos me gusta porque parece que coincide
con lo de la autofenomenología que me he inventado más arriba, y porque, en
efecto, en todo símbolo parece haber un espacio para lo semántico a priori. Leí
una vez por ahí que lo dicho nunca está realmente dicho porque siempre puede
ser dicho de otra forma. Y esta forma es a veces tan impredecible como
enamorarse. Llamar la atención sobre esto y a la vez generar una obra de arte
está al alcance de muy pocas personas: Gass es sin duda una de ellas
P:
Y terminamos con nuestra pregunta de ficción: ¿qué libro o libros te hubiera
gustado traducir?
R:
Los reconocimientos (se veía venir).
No sé, miles… El ruido y la furia. La pata del escarabajo. Los versos satánicos. La amante de Wittgenstein. Y por ahí quedan
todavía bastantes que me gustaría intentar
traducir. Crucemos los dedos metales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario