Traducción del artículo original de Nick Ripatrazone para The Millions (febrero, 2017).
Si el pronóstico del tiempo anuncia nieve, prepárense para tuits sobre el relato Los muertos, de James Joyce. El ritual invernal favorito de Twitter es citar la frase final lírica de Joyce: «Su alma se desmayaba con lentitud mientras oía cómo la nieve caía débilmente a través del universo, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y los muertos».
Soy
tan culpable como el resto. ¿Y por qué no? Es una frase magnífica, solemne. Un
broche a una historia magistral; el crescendo de un párrafo funerario. La
consonancia melancólica y la inversión de Joyce casi nos obligan a pararnos
frente a una ventana fría y observar cómo la nieve blanquea las calles. Mary
Gordon lo ha llamado «un triunfo del sonido puro… Y lo hizo todo cuando tenía
veinticinco años. El cabrón». «Nadie ha conseguido igualarle nunca», afirma
Gordon.
¿Nadie?
Tal vez nadie haya conseguido igualar la grandiosa frase final de Joyce —pero
hay una historia más grande, oscura e intensa sobre la nieve que Los muertos,
lista para ser tuiteada: El chico de Pedersen,
de William H. Gass.
Publicada
por primera vez en 1961 y posteriormente recopilada en El corazón del
corazón del país, un libro que reúne un puñado de inusuales historias
ambientadas en el Medio Oeste, El chico de Pedersen está cubierto de nieve –de manera tan
solemne como el relato de Joyce, pero de un modo más claustrofóbico. Gass
comenzó a escribir el relato para «olvidar un dolor de muelas». Esa es una
anécdota apropiada. Filósofo de formación y crítico de profesión, Gass siempre
ha estado enamorado del lenguaje. Las palabras son su Dios.
El chico de Pedersen es de lo mejor de su cosecha. A diferencia de otros
relatos —como el de Joyce— que incluyen nieve en momentos puntuales, la novela
breve de Gass está cubierta de nieve de principio a fin. Situada en Dakota del
Norte, una familia sueco-estadounidense bastante peculiar hace un horrible
descubrimiento: un niño de una granja vecina cubierto de nieve en los escalones
de su puerta principal. «El sol resplandecía sobre la nieve" mientras
metían a toda prisa al chico de Pedersen en la casa y lo ponían "sobre la
mesa de la cocina como si fuera un jamón». Le quitan la ropa tiesa por el
hielo y tratan de resucitarlo.
Resucitar
tal vez no sea la mejor palabra. El chico parece estar muerto, y ellos intentan
revivirlo gracias a una santa trinidad propia de Gass formada por whisky, masa
y friegas. El niño pasa rápidamente a un segundo plano a medida que la familia
Segren está más preocupada por entender por qué y cómo el chico ha conseguido
llegar hasta su casa en medio de una tormenta de nieve.
Gass
no habría podido crear un reparto más absurdo. Pa es un alcohólico violento a
quien no le gusta que le despierten. Big Hans, el mozo de la granja, es
impredecible y vive para antagonizar con Pa. Ma está desbordada, frustrada y
asustada. Jorge, el joven narrador, es sarcástico e impredecible: no está claro
si el chico de Pedersen está muerto, o si Jorge tan solo desea que lo esté para
poder terminar con todo ese lío.
La
nieve azota el mundo fuera de la pequeña casa, y el niño está dormido arriba,
pero la familia solo desea saber cómo el chico llegó hasta allí. Sólo Big Hans
parece tener respuestas. Cuenta que el chico le dijo que un extraño irrumpió en
la granja. El testimonio del muchacho está fragmentado: «El chaquetón verde. La
gorra negra. Los guantes amarillos. El rifle». El hombre puso a la familia
Pedersen «en el sótano», así que el chico se escapó, hacia la nieve. La familia
Segren se pregunta si el extraño está en camino buscando al niño —en camino
hacia su casa.
Big
Hans y Pa discuten. ¿Deben ir a la granja de Pedersen? ¿Deben atrapar al
asesino antes de que él les tienda una emboscada? Pa mira más allá de la
ventana. Está convencido de que la nieve los ahogará y sofocará. Pa y Hans
continúan discutiendo a medida que avanzan, junto con Jorge, en la nieve.
Se
adentran en la vasta extensión de Dakota como si se tratara del escenario de
una obra de Beckett. La segunda mitad de la novela breve de Gass es una
escalofriante caminata hacia la implacable nieve. Su caballo avanza a duras
penas.
Caminan
hacia adelante, y bromean sobre una posible muerte por congelación. Cuando
llegan a la granja de los Pedersen están agotados, tienen alucinaciones, y sus
almas están congeladas.
En
casa, Ma está junto al chico de Pedersen. Ha hecho galletas, mermelada de bayas
y café. Pero lo que sucede a los hombres en la casa de los Pedersen es una
pesadilla. La última frase de Jorge es escalofriante y propia de Joyce: «El
invierno por fin les había dado alcance a todos ellos, y de verdad tenía la
esperanza de que el chico estuviera tan caliente como yo estaba ahora, caliente
por dentro y por fuera, ardiendo completamente, por dentro y por fuera, de
gozo».
El chico de Pedersen es un relato de terror salvaje y extraño sobre la nieve
que merece ser redescubierto, valorado y —en lugar del de Joyce— tuiteado,
mientras que la nieve desciende sobre los vivos y sobre los muertos.
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