Uno de los motivos que originaron el nacimiento de la novela moderna fue el de acercar los temas que nos preocupan como seres humanos, todos esos temas que tiene que ver sobre todo con lo moral y lo espiritualidad. En aquellos tiempos esos asuntos eran expuestos en largos, complejos y tediosos tratados, fuera del alcance de personas que aun sabiendo leer no eran doctos en las materias.
Actos de caridad, de César Aira, muestra que efectivamente no hacen falta gruesos tratados para poder hablar de esos temas que nos inquietan como seres pensantes. Siguiendo una línea irónica, como la que emplea Swift en Una modesta propuesta, o Twain en Diarios de Adán y Eva, en este pequeño relato de apenas 49 páginas, Aira narra la historia de un sacerdote que llega a una zona paupérrima para hacerse cargo de una parroquia en la que debe llevar a cabo actos de caridad con su grey. Desde el inicio Aira nos introduce de lleno en controversias morales, ya que el sacerdote comienza por plantearse qué es un acto de caridad, y si querer ganarse el cielo a través de actos de caridad no es caer en la soberbia. Pero además, el sacerdote, al que se le ha asignado una casa de la zona para vivir, se cuestiona si al realizar actos de caridad esto no hará que cuando llegue su sucesor crea que ya está todo resulto para con la gente del lugar, se preocupe únicamente de su persona, se vuelque en la deteriorada casa y se olvide de seguir realizando actos de caridad.
Hasta aquí la novela nos introduce en dos temas controvertidos que se encuentran en la superficie: el de la caridad y el papel de la Iglesia. Pero lo que pasa algo más inadvertido, y que posiblemente sea el tema que subyace en el texto, es el tema de la justificación, esa acción que realizamos en muchas ocaciones para excusar algo que tal vez ni tan siquiera nos ha sido demandado. El sacerdote encuentra en su sucesor, el que aún no ha nacido, la justificación perfecta para reformar la casa antes de llevar a cabo actos de caridad:
«El sacerdote empieza tomando en cuenta que su paso por el mundo es tan fugaz como permanente es la pobreza y la necesidad. A él lo interrumpirá otro sacerdote, que se verá ante las mismas disyuntivas que él. Y entiende que el buen modo de practicar la caridad es asegurar que el futuro no la interrumpa. [...] En otras palabras, y yendo más a lo concreto, se trata de desviar hoy el dinero que podría haber ido a los pobres, para usarlo en las comodidades personales de las que gozará mañana el próximo sacerdote asignado a ese distrito, de modo tal que ese próximo sacerdote puede emplear todo su presupuesto en aliviar el hambre y el frío de los necesitados.
Impulsado por estas razones, que si bien pueden parecer un tanto insólitas se sostienen en una firme lógica, el sacerdote hace coincidir su llegada al sitio donde se lo ha destinado con el inicio de la construcción de una casa. La existente y a su disposición es vieja, estrecha, incómoda, oscura, con goteras, pisos de gris cemento alisado, ventanucos sin postigos, y la rodea un patio erial, un gallinero en ruinas y un pajonal pantanoso.»
El sacerdote continúa, en el mismo párrafo, con la necesidad no solo de justificarse ante a los demás, sino que necesita justificarse también ante sí mismo:
«Para él estaría bien. No necesita lujos, ni siquiera de los modestos. Su voto de pobreza, implícito o explícito le manda compartir con sus semejantes más desfavorecidos […] Pero dejaría el campo minado para su sucesor, lo dejaría expuesto a la tentación de ocuparse más de sí mismo que del prójimo, tanto más que podría decir: Mi antecesor hizo tanto por los demás, pensó tan poco en sí mismo, dejó la sede sacerdotal en un estado tan ruinoso, que yo bien podría ahora hacer algo por mí.»
Más adelante en el texto, el sacerdote encuentra otra justificación, una otra que en ocasiones es la que nos lleva a asumir las cosas con peligrosa quietud, con impasible dejadez: la apatía, con uno de sus perfectos esloganes para mantenerse quieto pero complacido: «Es lo que hay»:
«Lo que nota con desaliento (pero con una oposición que lo estimula y afirma) es el desdén de los artesanos y profesionales que trabajan en la casa por caridad. Ellos ven con naturalidad, y hasta consideran de plena justicia, que él construya una lujosa mansión dejando en el olvido el auxilio a los menesterosos: según la visión que detentan, éstos se merecen el estado en que viven, por falta de laboriosidad o de mera voluntad de superación; lo que se les dé, dicen, no servirá más que para prolongar su pobreza. No conocen otro estado, y por no conocerlo están satisfechos con el suyo. Aun en términos prácticos, sin necesidad de internarse en consideraciones morales, o históricas o sociológicas, es evidente que la pobreza, y a fortiori la miseria, son un estadio de la sociedad, como tal inerradicable. ¿Y qué necesidad hay de erradicarla? Ellos viven felices con su carencias, que no reconocen como tales.»
Se podría escribir un tratado acerca de la justificación, pero en este breve texto, escrito con cuidadoso detalle (las descripciones que hace el autor de cada rincón y cada complemento de la casa son minuciosas), Aira hace algo mejor que lo que podría darnos un grueso tomo sobre el justificar, y es que al leerlo nos remueve algo en nuestro interior, y nos lleva a preguntarnos cosas tales como: ¿es la justificación ante de los demás respuestas a preguntas no hechas? ¿Es la justificación ante uno mismo una forma de autocompasión?
Autora: César Aira
Editorial: Hueders
Páginas: 62
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