viernes, 16 de septiembre de 2016

¿Sirven para algo los prólogos de los libros? Una defensa (con reservas)

Todos nos hemos saltado alguna vez un prólogo, especialmente los de las ediciones de Cátedra con prólogos monstruosos, esos artefactos negros como el tizón que te llegaban con trece o catorce años, en los que uno despreciaba como cosa banal esas cincuenta, sesenta y hasta noventa páginas de aparente cháchara academicista sobre un libro que, para más inri, te obligaban a leer. ¿Ibas a perder el tiempo leyendo esas páginas que nadie te había dicho que leyeras? ¡Ni por mientes! 


El primer prólogo del que tengo recuerdo como lector fue el de La invención de Morel. Borges no hablaba sobre la trama, tan solo decía que era perfecta. No era usual que un apelativo como aquel –perfecta–, viniese de Borges. Por aquel entonces –aún hoy– Borges era para mí como un tótem, y esa palabra me despertó un interés por la novela de Bioy con el que ya contaba –había leído algunos de sus cuentos y me habían maravillado–, pero ese brevísimo texto que no llegaba a dos páginas contribuyó a que avanzase con paso alucinado por las página de un libro que después he leído varias veces, y en todas las cuales he iniciado la lectura comenzando por ese prólogo hiperbólico de Borges que es ya casi un texto inseparable del cuerpo de la obra. Bioy, sin embargo, supo sacarle punta, pues sospechaba que ese apelativo empleado por Borges –perfecta– era un señuelo para que Bioy no advirtiese que su amigo nada decía sobre el estilo de la novela y lo jugaba todo a la trama. Bioy sabía, o creía saber, que a Borges el estilo de La invención de Morel nunca le agradó. 




Los prólogos son de una diversidad casi tan amplia como los propios libros. A diferencia de otro tipo de paratextos como la introducción o el prefacio, que se centran en aspectos más técnicos del autor o de la obra, el prólogo consiste en una invitación entusiasta a leer la obra, con escasas o nulas referencias a la trama o incluso al propio autor pero que, por unos u otros motivos, trata de hacer que el lector se sienta atraído por la obra que va a leer a continuación. Algunos editores aún se plantean si incluirlos o no en los libros que publican porque son conscientes de que en muchos casos serán páginas que apenas nadie leerá. Es como si antes de comenzar una película apareciesen en la pantalla Garci, Tarantino o Won Kar-wai a decirte que no puedes perderte esa estupenda película que vas a ver para la que, por otro lado, ya has pagado la entrada y estabas dispuesto a ver. Y es que es precisamente esto lo que nos leva a plantearnos cuál es la función del prólogo de los libros: ¿comercial? ¿didáctica? ¿académica? ¿ornamental? La respuesta puede que aúne a todas estas y algunas más. Analicemos algunas de ellas. 
  
La visión estética y pragmática. Estas dos visiones pueden fundirse en una, ya que esta era tradicionalmente la función del prólogo: servir de inicio a la obra, y comenzar a demostrar ya desde el inicio qué se iba a encontrar el lector en el texto. Los ejemplos son múltiples, pero nos quedaremos con tres que son de nuestro gusto. Comenzaremos con el bueno de Rabelais y su prólogo a Pantagruel, en el que no solo vende las bondades de su nuevo libro, sino que trata de atraer a los lectores de Gargantúa y, sobre todo, en su tono jocoso habitual, juega con el pacto de ficción que se establece entre el autor y el lector. En este prólogo ya se adivinan sus intenciones estéticas y el tono inconfundible de sus obras.

También, a fin de poner fin a este prólogo, me entrego en cuerpo y alma e intestinos, a cien mil cestadas de hermosos diablos, caso de decir una palabra mentirosa en toda esta historia. Igualmente, que el fuego de San Antón os abrase […] y como Sodoma y Gomorra ojalá que cayeseis en el azufre, en el fuego y en al abismo, si acaso no creéis firmemente cuanto os voy a contar en la presente crónica.  

Esta forma de finalizar el prologo es el modo de decir: ¿Te ha gustado lo que has leído? Pues a continuación tengo mucho más para ti. Y Rabelais lo cumple con creces. Leed a Rabelais, por el amor de Dios. 




El segundo es un prologo doble que debe aparecer –y aparece– en todos los buenos manuales de literatura, y no son otros que los prólogos a las dos partes del Quijote. Cada uno es una muestra perfecta de cómo debe escribirse un prólogo. Ambos anticipan lo que nos encontraremos en los libros. Por un lado, descubrimos su estilo y sus influencias, por otro nos anuncia cuál será el tema de las dos obras. En el primero, Cervantes comienza declarándose casi incapaz de escribir el prólogo a esa obra que le ha llevado algún tiempo componer. En el segundo, insulta, diciendo antes que no lo hará, al autor del Quijote de Avellaneda, para terminar diciendo que él ofrece la segunda parte real, con don Quijote muerto al final, para que no sea posible copiarlo más. Y tranquiliza a sus lectores advirtiéndoles de sus próximos títulos.

Y no le digas más, ni yo quiero decirte más a ti, sino advertirte que consideres que esta segunda parte de Don Quijote que te ofrezco es cortada del mismo artífice y del mesmo paño que la primera, y que en ella te doy a don Quijote dilatado, y finalmente muerto y sepultado, porque ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios, pues bastan los pasados y basta también que un hombre honrado haya dado noticia destas discretas locuras, sin querer de nuevo entrarse en ellas: que la abundancia de las cosas, aunque sean buenas, hace que no se estimen, y la carestía, aun de las malas, se estima en algo. Olvidábaseme de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y la segunda parte de Galatea.

El tercero es el que escribió Cabrera Infante para Tres tristes tigres, en el que aborda de un modo un tanto especial al lector, pues lo hace por boca del presentador de Tropicana dirigiéndose a la concurrencia. Hay en ese prólogo un ejercicio de nostalgia por la Cuba que ya no volverá a ver y por esas noches espectaculares en el mítico club habanero. También hay una muestra de esa «prosa hablada» que caracteriza a la novela. Y, al mismo tiempo, como si nos encontrásemos en un escenario, sube el telón de la obra:

Sin palabras pero con música y sana alegría y esparcimiento… Without words but with music and happiness and joy… ¡Para ustedes!… To you all! Nuestro primer gram show de la noche… ¡en Tropicana! Our first great show of the evening… in Tropicana! ¡Arriba el telón!… Curtains up!


Son también prólogos en esta línea los de Valle-Inclán para el Tirano Banderas, que inicia con un dialogo entre Tirano y la soldadesca, o los múltiples prólogos con los que comienza el Museo de la novela de la eterna, de Macedonio Fernández, en un libro que nunca termina de arrancar y que es como si quedase atrapado en prólogos que funcionan como muñecas rusas.  

La visión comercial. La función del prólogo actual ha quedado reducida en muchos casos a la de textos laudatorios de la obra en cuestión escritos por un personaje conocido. Tenemos suerte si se trata de un autor de renombre porque lo más habitual en los últimos tiempos es recurrir a personajes ajenos a la literatura para que escriban unas pocas líneas que les cuestan un mundo y que convierten ese primer texto en una sarta de tópicos y autopromoción que muchas veces en nada ayuda al libro que se pretende leer. Esta es una práctica en la que no solo caen las editoriales grandes, también algunas pequeñas usan este recurso puntualmente.

Por otro lado, la visión comercial tiene una doble vertiente: está esa primera que busca el rédito económico a toda costa, incluso, como decimos, poniendo a escribir un prólogo a alguien que jamás ha juntado dos palabras seguidas sobre un papel en su vida, y una segunda, que, aunque en el fondo busca ese rédito económico, lo primero que pretende es la visibilidad del autor. Es común que los autores noveles o poco conocidos recurran a algunos autores consagrados para que hablen de las virtudes de su libro. Otras veces, la propia editorial recurre a algún autor de renombre para dar a conocer a algún autor extranjero poco conocido. Uno de los mas recientes y mejores prólogos que he leído con esta función es el de Julián Ríos a Los hijos de Nobodaddy, de Arno Schmidt, un ejemplo de lo que debería ser un prólogo: introducción al autor, conocimiento preciso de su obra y un intento por generar interés en el lector.

La visión académica. Aquí es donde entran los famosos prólogos de Cátedra, de Castalia o de la UNESCO, esas páginas desbordadas de datos sobre el autor, la obra, sus influencias literarias y su importancia histórica. Uno no entiende por qué esos prólogos nunca fueron posfacios. Se entiende que se trata de obras de referencia destinadas más al estudio exhaustivo que a la lectura hedonista. Sin embargo, muchas de las obras publicadas por Cátedra y Castalia no están disponibles en otras ediciones, de modo que el acercamiento a esos libros es inevitable que se produzca a través de de ellas. El problema es que si leemos antes el prólogo que el texto principal podemos salir escaldados porque en muchas ocasiones desvelan la trama del libro. Un servidor es partidario de que la primera lectura debe ser un acercamiento sin referencias a la obra, a excepción de las que ya uno traiga en su mochila literaria. Pero con estas ediciones, si lees el prólogo, ya vas con el zurrón a rebosar de datos sobre el autor y su obra. 

Pero que no quede la impresión de que sentimos animadversión por esas ediciones. Si no fuera por ellas nos habríamos perdido grandes libros que no se atreven a publicar otras editoriales y, por otro lado, en muchos casos esos prólogos son magníficos y enriquecen las obras que introducen. Qué sería de nuestras bibliotecas sin esos ladrillos negros (también blancos, y de otros colores en el caso de Castalia). 

Desechemos por tanto la idea de que hay que saltarse los prólogos. Aprendamos a distinguir entre lo que es un prólogo que cumple una función estética y pragmática (a menudo los mejores son los escritos por el propio autor, por ejemplo los que escriben para cada una de las reimpresiones del libro, como los de Cela a La colmena) de esos otros que tienen una visión puramente comercial y que no buscan otra que cosa que vender un contenido, a veces ramplón ya de por sí, poniendo a escribir un prólogo a alguien más ramplón aún. 

Dadles una oportunidad, no os arrepentiréis.

1 comentario:

  1. A veces son mejores que los textos. Me ocurre con los prólogos de Rodrigo Fresán. Saludos

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