De nada sirve negar que el
postmodernismo ha ejercido una influencia importante en la literatura actual, al
menos en la que busca deshacerse de estereotipos, derribar alguna frontera que
otra entre géneros y temáticas, y trazar el mapa de la sociedad actual, desde
un punto de vista, sí, muy urbano, muy de clase media más o menos acomodada y
culta, pero es que eso, amigos y amigas, es lo que somos la mayoría en Occidente,
clase media más o menos acomodada (¿en comparación con quién, cabe preguntarse?,
pero esa es otra historia) sometidos a
e imbuidos en el imperio capitalista,
un mundo en el que lo contextual se desvanece y es, al mismo tiempo, la clave
para entender según qué cosas (esto ya lo sabía Gila, que estaba encantado
porque decía ser soldado y estando en guerra podía matar a gente incluso con la
policía delante), de modo que lo contemporáneo ya cada vez parece asentarse
menos sobre el pasado, y sí sobre ríos de información obsesivamente actualizada
a la que apenas podemos acceder, por mucho que creamos que ahora estamos más
informados que nunca.
Estas son algunas de la cuestiones que
se reflejan en Satin Island, de Tom
McCarthy, otro acierto de Pálido fuego (y ya van unos pocos, esto no puede ser
casualidad). En la novela, el protagonista es U., un antropólogo cultural contratado
por una gran empresa que no sabe muy bien cuál es su misión ni qué se espera de él.
Todo obedece a un Gran Proyecto del que nadie conoce apenas nada y en el que
todos suman, o aparentemente lo hacen pero sin saber muy bien cómo. ¿Tal vez la humanidad?
U. es un tipo que no cesa de plantearse
interrogantes, posibilidades y planes de actuación que se quedan en meros
bosquejos de una acción que nunca ejecuta. Por el contrario tiene una relación
con Madison, una mujer a la que conoció en Budapest y a la que trata de
sonsacar por qué estuvo en cierta ocasión en el aeropuerto de Turín. Esta aparente anécdota servirá a U., tras haber conocido la historia, que deviene en experiencia trágica, para advertir que
teoría y praxis suelen ser elementos dispares, y que lo más frecuente es que unos
teoricen mientras que otros, a menudo muy alejados o incluso desconocedores de esa teoría, sean los que
den la cara al frente de la acción.

Hay además otros dos episodios que
recorren la novela. Por un lado, un vertido de crudo del que se describe su
desarrollo y sus efectos desde un prisma diferente, irónico, que defiende lo estético del vertido, la mano del hombre
propiciando que el resultado de millones de años sobre la materia orgánica, se
libere de nuevo y se funda con la superficie del planeta. El contexto, amigos y amigas, el contexto. El otro episodio es la muerte de un paracaidista y las
sucesivas elucubraciones de U. en torno al suceso: ¿fue un asesinato
premeditado, un accidente, un suicidio? U. se convierte de nuevo en un teórico,
más interesado por las motivaciones y los patrones de conducta de la colectividad que por el sujeto en sí, una
constante en nuestro tiempo donde prima la individualidad en términos narcisistas
y, sin embargo, el sujeto es apenas un conjunto de bytes en el hiperespacio,
una línea en la lista de clientes, una papeleta en unos comicios.
La obra de McCarthy quizás no es
perfecta –su aparente fragmentariedad, no siempre real, a veces no favorece el
desarrollo de la novela– pero a un servidor le ha mantenido de principio a fin queriendo
saber qué más quiere contarme U., qué nueva idea ha surgido en él referente al
Gran Proyecto, al paracaidista, al vertido de crudo. La prosa es muy fluida –al
menos en la traducción de José Luis Amores, hombre orquesta donde los haya– y
el sentido del humor de McCarthy es ese mismo –ya que he comenzado con él,
finalizo también con él– que el del maestro Gila, que a partir de aparentes
despropósitos e ideas alocadas es capaz de reflexionar sobre algo tan banal, y al
mismo tiempo tan esencial, como es la vida y nuestra búsqueda permanente de
sentido.
Título:
Satin Island
Autor: Tom McCarthy
Traducción: José Luis Amores
Editorial: Pálido fuego
Páginas: 208
Precio: 20,90 eur (rústica)
Fotografía tomada de The New Yorker. Créditos: Jason Alden
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