lunes, 23 de mayo de 2016

Entrevista: Gonzalo Hidalgo Bayal, un escritor que cuenta en silencio

Hace unos meses se publicó Nemo, la última novela de Gonzalo Hidalgo Bayal, uno de esos escritores que, injustamente, pasa más desapercibido de lo que debiera, y si no nos creéis, os animamos a leerlo. Quedamos con él en su tierra, en una librería que recomendamos visitar (no os arrepentiréis): La puerta de Tanhäusser. Allí hablamos de su último trabajo, de la literatura a partir de su visión de docente (aunque ya no ejerce), pero sobre todo disfrutamos hablando de libros con este magnífico escritor.

P: El protagonista de Nemo se niega a hablar, ¿no es de alguna manera una forma de protesta ante un mundo en el que se habla mucho pero se dice muy poco?

R: Sí, se habla mucho y se dice poco. En gran medida tienen culpa los medios de difusión: la televisión, la radio, los periódicos… Recuerdo una ocasión en la que Ferlosio iba a publicar un libro con el título de Las cajas vacías, en referencia a la necesidad que tienen los periódicos de rellenar el número de páginas preestablecido. Esto se ha exagerado últimamente en la radio y la televisión. Todas las mañanas en la tienda en la que compro el pan está encendida la televisión, siempre, con tertulias políticas, y a la chica que atiende le digo medio en broma que está muy puesta al día, pero no es verdad, porque todos los días es lo mismo, no suceden todos los días cosas nuevas. Esto se ve también en Sálvame, un folletín con personajes reales, en el que se dan muchas voces pero no se cuenta nada, un inagotable chismorreo. Estamos sumergidos en el blablablá de El ruido y la furia.


P: ¿Y el escribano?

R: El escribano es una solución narrativa, no es algo que tuviera planeado desde el principio, al contrario que el personaje de Nemo, que es el germen de la historia. La novela partió de la idea de alguien que se niega a hablar, una especie de desafío, cómo contar cosas de alguien que no habla. La idea inicial era contar las cosas desde fuera. Pensé en hacer algo similar a Mientras agonizo, si bien en Faulkner los personajes están pensando en el momento mismo de la acción y yo quería que en Nemo los personajes escribieran y contaran lo que había pasado, no lo que estaba pasando, porque me cansan las novelas en presente: ¿si no sé lo que va a ocurrir cómo sé que merece la pena contarlo? Y así empecé, como si fuese una especie de diario colectivo en el que intervenía en cada capítulo quien tuviera algo que contar. Pero pronto me pareció que las distintas secuencias eran demasiado uniformes estilísticamente, independientemente de quién fuera el narrador. Y ahí fue cuando se me ocurrió recurrir a un escribano o confesor que recogiese lo que decían los demás.


P: Los lectores muchas veces pensamos que las novelas tienen que adentrarse en temas casi filosóficos, y sin embargo usted nos acaba de decir que la novela parte más bien de un desafío narrativo.

R: Tengo la sensación de que a menudo nos enfrentamos a las novelas como si hubiera que leer hacia fuera, como si fueran metáforas que están en otro lado, y a veces pienso que hay que leer hacia dentro, es decir, que no hay que perseguir interpretaciones a toda costa, que una novela quiere decir lo que está escrito. La novela no tiene que ser necesariamente intermediaria entre el lector y otra realidad intelectual externa, incluso escondida. He empezado a leer un libro de Javier Cercas, El punto ciego, y según voy avanzando siento como si cada escritor tuviese que inventar una teoría sobre la novela. De hecho, parece que el punto ciego de Cercas es algo así como que una novela tiene que plantear preguntas para llegar a la conclusión de que no hay respuestas. En cierto modo, es operar por reducción.


P: Muchas veces nos olvidamos de disfrutar de las novelas, leemos como si fuésemos críticos literarios…

R: Las novelas claro que tienen un sentido, un significado, tal vez podríamos llamarlo símbolo, pero siempre he creído que los símbolos transparentes, explícitos, carecen de valor. Porque justamente un símbolo consiste en decir de una forma lo que no hay otra manera de decir, porque si se puede decir de otra manera, buena gana de no ser transparente. Esto quizás podría ser el centro del que habla Pamuk. En cuanto al silencio de Nemo es un símbolo, tal vez, sí, de… lo que sea, porque no sabría lo que es. El silencio de Nemo es su silencio, un silencio sin origen ni destino, un silencio per se, me atrevería a decir, que ya es bastante, no hay ninguna otra intención. Mis problemas han sido más bien artesanales, no filosóficos ni políticos, ni de ningún otro tipo, o sea, estrictamente literarios. Recuerdo que en un club de lectura sobre Paradoja del interventor alguien preguntó si mi propósito fundamental era la denuncia social, y la verdad es que me quedé un poco perplejo, porque no, no era el caso, aunque algo de razón tenía quien preguntaba, porque el interventor acude en busca de ayuda al clero y al ayuntamiento, a las instituciones religiosas y políticas, y en ninguna de ella lo socorren. Podría ser verdad entonces lo que decía aquel lector, pero no era mi intención cuando escribí el libro. Sin duda, él leyó desde una perspectiva distinta a la mía cuando escribía, porque leemos lo que somos: para él había crítica, para mí la necesidad narrativa de que el interventor acudiera adonde más significativo sería que lo dejaran desamparado. Ahora, sí es interesante que un texto pueda aceptar muchas interpretaciones, aunque no coincidan con la intención de quien lo escribe: señal de que en el texto hay más de una voz. Es uno de los méritos del Quijote, que tiene miles de interpretaciones y no todas rigurosamente cervantinas.


P: ¿No llega a ver un poco como una ofensa cuando dicen que utiliza culturalismos como si fuese algo negativo?

R: Una reseña sobre Nemo planteaba esa objeción, que se apreciaba cierta recreación retórica en palabras antiguas, y ponía dos o tres ejemplos. En uno de los ejemplos no había fundamento porque el crítico no advirtió que era un giro irónico, la reproducción de una frase hecha con cierta voluntad paródica; otro ejemplo incluía la palabra señero, y en realidad era una broma por mi parte en la que reproducía y alteraba un verso de Rubén Darío, quizás una broma demasiado personal de la que solo yo estaría avisado (risas); y en el tercer ejemplo, pues sí, podría admitirse, podría llevar razón. En resumen, qué más da.


P: ¿A qué libro tiene usted más cariño de los que ha escrito?

R: Pues no lo sé, porque no tengo una noción exacta del resultado. Le preguntaron a García Márquez en cierta ocasión (en los años setenta, creo) cuál era su novela preferida y dijo que El coronel no tiene quien le escriba, que no es su mejor obra, claro está. Yo lo entendí en el sentido de que era en esa novelita donde mejor se acomodaba el resultado con el propósito inicial, donde mejor había controlado todo los ingredientes de la historia. Bueno, pues ni siquiera tengo esa percepción (risas). Me lo pasé muy bien con El espíritu áspero, pero no sé en qué novela mía el resultado se acerca más al propósito.


P: Como profesor que ha sido durante muchos años, ¿cree que se enseña bien literatura?

R: La respuesta inmediata es que no, pero en realidad depende de quién imparte las clases. Es verdad que cuando empecé a dar clases, en COU estábamos muy condicionados por la selectividad, y se hacían barbaridades; se marcaban oficialmente los libros que había que leer durante el curso y se ponían exámenes que eran trampas: dos textos a elegir, uno en prosa y otro en verso, sin dar el nombre del autor, y comentar el texto, adjudicarlo razonadamente a su autor, a su época, etcétera, un disparate. Así que había que idear pequeños trucos a los que recurrir, incluso tipográficos: si todos los versos se escriben con mayúscula y suenan a filosofía, hay que pensar en Jorge Guillén. Cosas de este estilo. En segundo y tercero de BUP sí se podía hacer algo más. Ahora la literatura ha quedado completamente descabalada de las programaciones, no se puede hacer nada en ningún curso tal y como está planteada la asignatura. De todas formas, no sé por qué a uno le entra el gusanillo de leer, ni cuándo; en cualquier caso, no creo que sea por las clases de literatura. Más bien creo que se trata de una experiencia individual e intransferible, que en algún momento, leyendo algo concreto, un poema, cierto pasaje de una novela, se produce un fogonazo, un deslumbramiento, y que es esa caída del caballo la que nos convierte en lectores para siempre. 


P: Planes futuros

R: No tengo planes (risas). Estoy con otra cosa, pero sin más, tampoco tengo prisa. No me interesa forzar, no tengo por qué imponerme acabar una novela. Nemo, por ejemplo, la empecé en 2007 y más o menos en la misma época tuve la primera idea de La sed de sal. En cierto modo envidio a los que escriben plantándose cada mañana durante cuatro o cinco horas y sabiendo de antemano todo lo que les queda por escribir. Me preguntaron una vez cuál era mi proyecto literario y contesté que no tengo proyecto. Tener proyecto literario, dicho así, me parece demasiado solemne, demasiado enfático. Yo no aspiro a tanto. Simplemente escribo, procuro escribir. Poquito a poco.

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