Hace unos meses se publicó Nemo, la última novela de Gonzalo Hidalgo Bayal, uno de esos escritores que, injustamente, pasa más desapercibido de lo que debiera, y si no nos creéis, os animamos a leerlo. Quedamos con él en su tierra, en una librería que recomendamos visitar (no os arrepentiréis): La puerta de Tanhäusser. Allí hablamos de su último trabajo, de la literatura a partir de su visión de docente (aunque ya no ejerce), pero sobre todo disfrutamos hablando de libros con este magnífico escritor.
P: El
protagonista de Nemo se niega a
hablar, ¿no es de alguna manera una forma de protesta
ante un mundo en el que se habla mucho pero se dice muy poco?

P: ¿Y
el escribano?
R: El escribano es una solución narrativa, no es algo que tuviera planeado
desde el principio, al contrario que el personaje de Nemo, que es el germen de la historia. La novela partió de la idea
de alguien que se niega a hablar, una especie de desafío, cómo contar cosas de
alguien que no habla. La idea inicial era contar las cosas desde fuera. Pensé
en hacer algo similar a Mientras agonizo,
si bien en Faulkner los personajes están pensando en el momento mismo de la
acción y yo quería que en Nemo los
personajes escribieran y contaran lo que había pasado, no lo que estaba
pasando, porque me cansan las novelas en presente: ¿si no sé lo que va a
ocurrir cómo sé que merece la pena contarlo? Y así empecé, como si fuese una
especie de diario colectivo en el que intervenía en cada capítulo quien tuviera
algo que contar. Pero pronto me pareció que las distintas secuencias eran demasiado
uniformes estilísticamente, independientemente de quién fuera el narrador. Y
ahí fue cuando se me ocurrió recurrir a un escribano o confesor que recogiese
lo que decían los demás.
P: Los
lectores muchas veces pensamos que las novelas tienen que adentrarse en temas
casi filosóficos, y sin embargo usted nos acaba de decir que la novela parte
más bien de un desafío narrativo.
R: Tengo la sensación de que a menudo nos enfrentamos a las novelas como
si hubiera que leer hacia fuera, como si fueran metáforas que están en otro
lado, y a veces pienso que hay que leer hacia dentro, es decir, que no hay que
perseguir interpretaciones a toda costa, que una novela quiere decir lo que
está escrito. La novela no tiene que ser necesariamente intermediaria entre el
lector y otra realidad intelectual externa, incluso escondida. He empezado a
leer un libro de Javier Cercas, El punto
ciego, y según voy avanzando siento como si cada escritor tuviese que
inventar una teoría sobre la novela. De hecho, parece que el punto ciego de
Cercas es algo así como que una novela tiene que plantear preguntas para llegar
a la conclusión de que no hay respuestas. En cierto modo, es operar por
reducción.
P:
Muchas veces nos olvidamos de disfrutar de las novelas, leemos como si fuésemos
críticos literarios…
R: Las novelas claro que tienen un sentido, un significado, tal vez
podríamos llamarlo símbolo, pero siempre he creído que los símbolos
transparentes, explícitos, carecen de valor. Porque justamente un símbolo
consiste en decir de una forma lo que no hay otra manera de decir, porque si se
puede decir de otra manera, buena gana de no ser transparente. Esto quizás
podría ser el centro del que habla Pamuk. En cuanto al silencio de Nemo es un
símbolo, tal vez, sí, de… lo que sea, porque no sabría lo que es. El silencio
de Nemo es su silencio, un silencio sin origen ni destino, un silencio per se, me atrevería a decir, que ya es
bastante, no hay ninguna otra intención. Mis problemas han sido más bien
artesanales, no filosóficos ni políticos, ni de ningún otro tipo, o sea,
estrictamente literarios. Recuerdo que en un club de lectura sobre Paradoja del interventor alguien
preguntó si mi propósito fundamental era la denuncia social, y la verdad es que
me quedé un poco perplejo, porque no, no era el caso, aunque algo de razón
tenía quien preguntaba, porque el interventor acude en busca de ayuda al clero
y al ayuntamiento, a las instituciones religiosas y políticas, y en ninguna de
ella lo socorren. Podría ser verdad entonces lo que decía aquel lector, pero no
era mi intención cuando escribí el libro. Sin duda, él leyó desde una
perspectiva distinta a la mía cuando escribía, porque leemos lo que somos: para
él había crítica, para mí la necesidad narrativa de que el interventor acudiera
adonde más significativo sería que lo dejaran desamparado. Ahora, sí es
interesante que un texto pueda aceptar muchas interpretaciones, aunque no
coincidan con la intención de quien lo escribe: señal de que en el texto hay
más de una voz. Es uno de los méritos del Quijote,
que tiene miles de interpretaciones y no todas rigurosamente cervantinas.
P: ¿No
llega a ver un poco como una ofensa cuando dicen que utiliza culturalismos como
si fuese algo negativo?
R: Una reseña sobre Nemo
planteaba esa objeción, que se apreciaba cierta recreación retórica en palabras
antiguas, y ponía dos o tres ejemplos. En uno de los ejemplos no había
fundamento porque el crítico no advirtió que era un giro irónico, la
reproducción de una frase hecha con cierta voluntad paródica; otro ejemplo
incluía la palabra señero, y en realidad era una broma por mi parte en la que
reproducía y alteraba un verso de Rubén Darío, quizás una broma demasiado
personal de la que solo yo estaría avisado (risas); y en el tercer ejemplo,
pues sí, podría admitirse, podría llevar razón. En resumen, qué más da.
P: ¿A
qué libro tiene usted más cariño de los que ha escrito?
R: Pues no lo sé, porque no tengo una noción exacta del resultado. Le
preguntaron a García Márquez en cierta ocasión (en los años setenta, creo) cuál
era su novela preferida y dijo que El
coronel no tiene quien le escriba, que no es su mejor obra, claro está. Yo
lo entendí en el sentido de que era en esa novelita donde mejor se acomodaba el
resultado con el propósito inicial, donde mejor había controlado todo los
ingredientes de la historia. Bueno, pues ni siquiera tengo esa percepción
(risas). Me lo pasé muy bien con El
espíritu áspero, pero no sé en qué novela mía el resultado se acerca más al
propósito.
P: Como
profesor que ha sido durante muchos años, ¿cree que se enseña bien literatura?
R: La respuesta inmediata es que no, pero en realidad depende de quién
imparte las clases. Es verdad que cuando empecé a dar clases, en COU estábamos
muy condicionados por la selectividad, y se hacían barbaridades; se marcaban
oficialmente los libros que había que leer durante el curso y se ponían
exámenes que eran trampas: dos textos a elegir, uno en prosa y otro en verso,
sin dar el nombre del autor, y comentar el texto, adjudicarlo razonadamente a
su autor, a su época, etcétera, un disparate. Así que había que idear pequeños
trucos a los que recurrir, incluso tipográficos: si todos los versos se
escriben con mayúscula y suenan a filosofía, hay que pensar en Jorge Guillén.
Cosas de este estilo. En segundo y tercero de BUP sí se podía hacer algo más.
Ahora la literatura ha quedado completamente descabalada de las programaciones,
no se puede hacer nada en ningún curso tal y como está planteada la asignatura.
De todas formas, no sé por qué a uno le entra el gusanillo de leer, ni cuándo;
en cualquier caso, no creo que sea por las clases de literatura. Más bien creo
que se trata de una experiencia individual e intransferible, que en algún
momento, leyendo algo concreto, un poema, cierto pasaje de una novela, se
produce un fogonazo, un deslumbramiento, y que es esa caída del caballo la que
nos convierte en lectores para siempre.
P:
Planes futuros
R: No tengo planes (risas). Estoy con otra cosa, pero sin más, tampoco
tengo prisa. No me interesa forzar, no tengo por qué imponerme acabar una
novela. Nemo, por ejemplo, la empecé
en 2007 y más o menos en la misma época tuve la primera idea de La sed de sal. En cierto modo envidio a
los que escriben plantándose cada mañana durante cuatro o cinco horas y
sabiendo de antemano todo lo que les queda por escribir. Me preguntaron una vez
cuál era mi proyecto literario y contesté que no tengo proyecto. Tener proyecto
literario, dicho así, me parece demasiado solemne, demasiado enfático. Yo no
aspiro a tanto. Simplemente escribo, procuro escribir. Poquito a poco.
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