La
verdad siempre sale a flote. Puede tardar años, a veces incluso siglos, pero al
final se termina llegando a ella. Casi siempre esa verdad llega a nosotros a
través de alguien que un día tuvo las agallas de escribir sobre ella y poner
las cartas sobre la mesa.
Es
lo que hizo Alexandr Solzhenitsyn, autor ruso ―no lo suficientemente conocido,
o no tanto al menos como «los grandes novelistas rusos»―, al que se le concedió
el premio Nobel en 1970, entre otras cosas, por su denuncia de las condiciones
en las que vivían los ciudadanos durante la Rusia estalinista.
En Un día en la vida de Iván
Denísovich, Solzhenitsyn narra
cómo es la vida en un campo de trabajo de Alaska a través de la vida de Iván
Denísovich, Shújov, que vive en él desde hace varios años. Los hombres allí
encerrados ―militares, albañiles, campesinos― son obligados a levantarse a las
seis de la mañana. Deben formar rápidamente, tomar su frugal desayuno y partir
hacia el campo de trabajo que les haya sido asignado ese día. Todo eso a
veintisiete grados bajo cero. Trabajarán sin apenas ayuda mecánica para
construir una central eléctrica y a destajo: cuanto más rindan mayor será el
mendrugo de pan que reciban en la cena. Shújov tendrá que utilizar mil y una
artimañas para hacerse con dos platos de comida y así ganarse los favores de
otros presos que han recibido paquetes con comida de sus familiares, o poder
aspirar el humo de un cigarrillo casi completamente consumido.
La
vida en el gulag es una lucha continua, no solo contra la mirada siempre atenta
de los guardianes, sino también contra la astucia de los otros presos, que
harán lo posible por robar la ración de comida del otro, o por hacerse con sus
botas. Shújov deberá encontrar la forma de hacerse valer y que los otros no lo
pisoteen. Se le quedan grabadas las palabras del que fue su primer jefe de
brigada:
«Aquí,
chavales, impera la ley de la taiga. Pero se vive. Los que no llegan a viejos
son los que lamen las escudillas, los que se confían en la enfermería y los que
se chivan al compadre.»
Shújov
esconde debajo de la almohada su ración de pan diaria, que va consumiendo a lo
largo del día con fruición. Años después Solzhenitsyn le confesó a Pedrag Matvejevic, quien lo trasladó a
su libro Nuestro pan de cada día, que
años después de salir del gulag, aún seguía guardando el pan debajo de la
almohada, tan importante era para él.
Se
mezclan a lo largo del relato momentos de intensa desesperanza («Deseaba que no
amaneciera. Pero también aquella mañana amaneció, como todos los días.»), con
otros de un sentimiento muy próximo a la felicidad («Shújov se durmió
plenamente satisfecho. Muchos habían sido los triunfos durante aquel día.»).
La
novela no da un respiro y y ya no hay nada ajeno a ella durante su lectura salvo
la vida de Shújov. Nos quedamos atónitos ante ella: describe, por ejemplo, la
sopa de col que podían tomar los presos durante todo un año, cada día, salvo
que estuviesen en el calabozo, donde solo recibían la comida cada tres días. A
pesar de ello, había algunos de ellos que mantenían todavía la compostura, que
se negaban a animalizarse y mostraban aún indicios de dignidad, que de otro
modo los harían perecer:
«Pero
no le habían doblegado, no claudicaba: no ponía sus trescientos gramos de pan
sobre la mesa sucia y pringosa como los demás, sino sobre un pequeño paño
requetelavado.»
El
estilo de la novela es seco y coloquial. Mantiene un ritmo endiablado y tiene
una capacidad descriptiva asombrosa. Al terminar la novela, el lector tiene la
sensación de haber estado un día en un
gulag, de saber cuáles son los resortes que movían la vida allí. Solzhenitsyn
vivió algunos años en un campo de trabajo, de ahí que el narrador de la novela
sea un tanto extraño, pues narra en tercera persona pero de cuando en cuando se
inmiscuye en la acción, como si él mismo se encontrase en el campo, junto a
Iván Denísovich. Quizá por eso se siente estafado por la religión y hace decir
a Shújov: «¿Por qué nos tomáis por imbéciles prometiéndonos el cielo o el
infierno?». Solzhenitsyn ya sabía que el infierno podía padecerse en la tierra.
Cuentan
que cuando el poeta Tvardovski recibió el manuscrito de Un día en la vida de Iván Denísovich, comenzó a leerlo de noche, en
pijama y tumbado en la cama. Cuando llevaba unas cuantas páginas leídas se
levantó de la cama, se acercó al armario, sacó un traje y una corbata, se los
puso y siguió leyendo. Dicen que le pareció una falta de respeto seguir leyendo
en pijama aquella obra.
Autor:
Alexandr Solzhenitsyn
Traducción: Enrique Fernández Vermet
Editorial:
Tusquets
Páginas:
224
Precio:
7,95 eur (bolsillo)
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