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Calles berlinesas en los años 20. Foto anónima |
No viajo tanto como quisiera.
Debo respetar un horario laboral, con las responsabilidades que ello conlleva,
y no estoy en posesión de una abultada cuenta corriente que pueda soportar mis
ansias por conocer nuevos y exóticos parajes. No obstante, no puedo quejarme;
cuando he tenido oportunidad, me las he ingeniado para satisfacer ese
“capricho”.
La primera vez que visité Berlín sentí una punzada en el estómago, una punzada persuasiva, algo me atrapó, aunque no sabría explicar el motivo exacto de tal atracción. Puede que se apoderara de mí cierto espíritu romántico, que me invadiera esa nostalgia de paraísos y épocas de esplendor, ahora perdidos u olvidados. Deambulaba por sus calles absorto en mil y un pensamientos, pasmado aunque consciente del peso de su historia. Berlín es una ciudad que ha visto, oído y dicho mucho, quizás demasiado. Es una ciudad que ha sufrido pero que no ha sucumbido.
En la actualidad, Berlín es el perfecto ejemplo de ciudad cosmopolita y transgresora, si bien mantiene viva su historia más reciente. Su arquitectura permite viajar en el tiempo, hacia el pasado o con miras a un futuro próximo. Esa mezcla de vanguardia y clasicismo es visible debido al gran número de transformaciones urbanísticas que ha “sufrido” con el paso de los años. Existen edificaciones de la era de los reyes prusianos, construcciones que seguían los ideales obsesivos de Adolf Hitler, la sobriedad del comunismo ruso, la renovación de la unificación… Paseando por sus calles cualquiera es capaz de observar y apreciar cómo esas huellas de la vida antigua conviven con los modelos actuales.
Para un chico mediterráneo de
provincias, Berlín supone todo un reto. Es por ello que resulta del todo extraño
caminar por esa grandiosa ciudad que no se asemeja en nada a tu pequeño rincón
del mundo, una ciudad en la que no hablan tu lengua y cuyas costumbres distan
mucho de ser las que te enseñaron y, sin embargo, sentirse como en casa. «Podría
vivir aquí», me he dicho en más de una ocasión. Sin tener la certeza absoluta
del por qué, conoces sus calles, sus pequeños rincones, sus monumentos e
inquietudes. Sientes una imperiosa atracción hacia ella y eso se debe, en
parte, a toda la literatura que te ha impregnado con el tiempo. Esa cercanía
y/o pasión que profesas tiene su origen en las novelas que leíste ambientadas
en esta ciudad mágica, esas lecturas que te permitieron vivir experiencias fruto
de la frustración, el odio, la impotencia, el malestar, el miedo, historias
cargadas de erotismo, relatos donde el lujo, la vanidad y la envidia se dan la
mano…
Durante mis estancias
berlinesas siempre he llevado a cabo una rutina similar, propia del flanêur
benjaminiano —basado en el término que acuñó Baudelaire—, esa suerte de
topógrafo urbano capaz de descifrar los aspectos de la ciudad mediante la
atenta y pausada observación. Mis días eran un constante paseo relajado de acá
para allá, disfrutando de algún que otro descanso mientras degustaba un café
expreso y realizaba pequeñas pausas para enfrascarme en la lectura de un libro,
un diario o, simplemente, dejando revolotear mis pensamientos. En más de una
ocasión dirigía mis pasos hacia el número 23 de la Fasanenstraße, en el
distrito de Charlottenburg. Allí se encuentra la Literaturhaus, una villa de
finales del siglo XIX que hoy en día es un salón literario y en el que se
encuentra el Café Wintergarten, dirigido por el autor rumanoalemán Ernest
Wichner. Sus salas, la biblioteca de la planta baja y el espléndido invernadero,
hacen de este rincón situado a tan solo unos pasos de la Kurfürstendamm un
lugar idóneo para replantearse uno la vida. No es de extrañar que sea una de
las guaridas predilectas de Herta Müller.
En la Literaturhaus uno puede
sentir añoranza del Berlín de cambio de siglo, de ese pasado que Angelika
Schrobsdorff narra en Tú no eres como otras
madres (Periférica y Errata naturae) como un pasado de «tranvías y
autobuses de dos pisos tirados por caballos; calles adoquinadas y farolas de
gas; mansiones sólidas color café con leche y villas ‘señoriales’ en anchurosos
jardines; puestos de flores y frutas, organilleros, vendedores de periódicos y
salchichas; los primeros grandes almacenes, unos verdaderos palacios; salones
de baile, café con violinistas, restaurantes exquisitos con camareros de frac,
teatros y varietés; parques donde los verdores se superponen unos a otros,
edificios tan suntuosos como sombríos, monumentos de bronce; las avenidas
Kurfürstendamm y Unter den Linden, por las que deambulan caballeros con traje
Stresemann y damas con manguitos, sombreros cubiertos de flores y pechos
erguidos por el corsé; y, rodeando a la ciudad, los lagos, el río Spree, los
bosques de picea, adonde acudía la gente en carruajes para hacer un picnic,
deslizarse por el agua en una barca de remos o beber cerveza de trigo y comer
albóndigas al son de briosas bandas militares».
Angelika Schrobsdorff ofrece
en esta obra un retrato crítico y compasivo de su madre, persona que desafió
durante su juventud y parte de su madurez los estamentos y creencias a los que,
en teoría, debía servir fielmente. Es este un viaje que se inicia en el Berlín
de las primeras décadas del siglo XX, una ciudad que, tal y como relata esa
madre que no es como las demás, «exhibía
una cara en continua transformación y cada vez más excitante: nuevas calles, avenidas
y bulevares; nuevos barrios, nuevas construcciones, nuevas obras de arte,
nuevos grandes almacenes, nuevos bares y establecimientos de ocio, nuevos
edificios para la cultura, nuevos medios de transporte, nuevos ruidos, nuevos
olores. Una ciudad de dos millones y medio de personas que hacían una vida
distinta cada una, que corrían distinta suerte. Personas que vagaban, corrían,
se apresuraban por las calles, casas tras cuyas paredes se ocultaban secretos,
dramas, nacimientos, la muerte, ratos de amor y ratos de tedio». Else
Schrobsdorff, o Else Schwiefert, o Else Kirschner, sentía por Berlín una
afinidad y compenetración única, lo cual, desde mi particular punto de vista,
no es nada extraño, pues comparto esa sensación de apego a pesar de lo distante
que estamos el uno del otro en el tiempo.
A
través de los recuerdos de Angelika y de la transcripción de distintas cartas
que se van sucediendo el lector tiene oportunidad de ser testigo
de esa vida bohemia, un tanto rijosa, de las clases altas del Berlín en esos años,
donde el arte, la literatura y el teatro eran imprescindibles, donde en un
mismo hogar podía convivir una pareja con sus respectivos amantes, donde todo
eran fiestas desenfrenadas con la presencia de hombres ingeniosos y bellas
mujeres, de vicio y espíritu… Esos alocados años 20 que la propia Else confiesa
fueron fantásticos, «el preludio de una época nueva, moderna, emancipada», pero
que, por desgracia, no tuvo lugar. Y es que este no es un retrato bucólico,
libre de sufrimientos y penas, de ahí que esa década fuera, en realidad, «¡Una
grandiosa danza de la muerte!». Todo ese esplendor o locura se tornó en terror
y confusión. «La cantidad de gigantes del arte y del intelecto que el Berlín de
entonces escupió de la noche a la mañana es simplemente increíble», le explicaba
Else a su hija Angelika.
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Angelika Schrobsdorff |
¿Qué fue lo que causó tal
revuelo, dolor y amargura? La aparición de un señor bajito con ridículo bigote
fue la causa, claro. Adolf Hitler y sus acólitos dieron rienda suelta a la
crueldad e incongruencia, provocaron el declive de una vida que parecía ideal,
risueña y bulliciosa, permitiendo que el mundo volviera a ser un cenagal de
penas, de asco y vértigo, de alaridos y muertes violentas. Poco a poco Berlín
se convertiría en una ciudad fantasma, comprometiendo la existencia del
individuo, sobre todo si éste era judío. Else, afligida, afirmaba contundente:
«Conseguimos matarlo todo: a los judíos, el arte y el intelecto». De ser una
ciudad cuya cara se mostraba audaz y cosmopolita, de costumbres nuevas y
liberales, poseedora de un tono nuevo y desenvuelto, donde el estilo Bauhaus
era considerado chic y el fox-trot hacía las delicias de los marchosos en los
clubes nocturnos, donde las mujeres pudieron liberarse de sus cadenas y
mostrarse autónomas, participando del mundo de los hombres sin sentirse
reprimidas o rechazadas, Berlín perdería de la noche a la mañana su alma, su
esencia, hasta el punto de erigirse en un centro de resignación, indiferencia
y, sobre todo, muerte.
Else Schrobsdorff, nacida en
el seno de una familia judía de Berlín y que desde bien pequeña se mostró
contraria a toda ley y regla establecida, vio ante su atónita mirada cómo la
ciudad que amaba terminó por repugnarla, lo cual no hacía más que provocarle
una terrible tristeza. «Bajo el abrazo estrangulador de los nazis —recuerda—,
nacía un Berlín nuevo, teutónico, lleno de banderas y desfiles, de uniformes e
indumentaria ranciamente germánica, de dramas de Schiller y alaridos
wagnerianos, de brazos en alto y talones chocados». Contemplar cómo se
desmoronaba el esplendoroso Berlín de su infancia y juventud, esa ciudad por la
que deambulaba alegremente por Charlottenburg y sus inmediaciones, o por el Zoologischer
Garten, era contemplar cómo le arrancaban sus raíces de cuajo. Todo era, ahora,
una tierra extraña y hostil, si bien Else, como tantos otros ciudadanos
alemanes, no creyó que el nacionalsocialismo y Hitler llegaran a cometer tales
atrocidades, de ahí que tardara en tomar la decisión de dejar un país “enloquecido”
por el ideal ario.
Tú
no eres como otras madres refleja de una forma bastante clara la
confusión vivida en aquellos años, sobre todo para los que eran judíos. La
propia Else, desde sus inicios, no lograba entender qué le hacía diferente al
resto de niños de su edad. Nunca logró concebir el hecho de ser distinta. ¿No
era ella, acaso, alemana? ¿Su lengua no era el alemán, su cultura no era la
alemana? Asistimos, pues, al estigma de ser judío, estigma del que nunca pudo o
no supo bien cómo escapar. Y es que esta mujer que
tuvo tres hijos de tres padres diferentes, esta mujer que no daba importancia
alguna al hecho de ser hija de judíos, tuvo que huir para sobrevivir a esa
época del horror. Gracias al relato de su hija Angelika nos hacemos una idea
del periplo que vivió emigrando a Bulgaria, convirtiéndose al cristianismo
ortodoxo, perdiendo a un hijo, enfermando... No es un texto fácil, ni mucho
menos. En más de una ocasión se intuyen los reproches de la autora hacia una
madre, la suya, que tardó en tomar las responsabilidades que se le suponían en
esos momentos de gran convulsión. Sin embargo, a medida que avanza el relato también
advertimos el cambio sustancial de mentalidad de esa madre que siempre se
sintió culpable e impotente por no proteger a sus hijos de toda la crueldad que
el ser humano es capaz de albergar.
En definitiva, Angelika
Schrobsdorff, como si se tratara de una montaña rusa, nos conduce del hedonismo
y ligereza de unos tiempos en los que las mujeres por fin «se deshacían de sus
delantales y sus corsés, de su feminidad azucarada, su docilidad asexual», a la
insensatez y atrocidad mayúscula, a la sinrazón.
Autor: Angelika Schrobsdorff
Traductor: Richard Gross
Traductor: Richard Gross
Editorial: Periférica & errata naturae
Páginas: 592
Precio: 24,50 (rústica)
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