Si tuviese que elegir
cinco textos de Borges para llevarme a una isla desierta, uno de ellos sería
sin duda «Pierre Menard, autor del Quijote». Los otros cuatro mejor no
referirlos, para no pillarme los dedos, y porque sería incapaz de elegir solo
cinco.
No me voy a molestar en
explicar el relato. Quien no lo haya leído, ya puede dejar todo lo que esté
haciendo, cualquier cosa, operación a corazón abierto, malabarismos en cuerda sobre un abismo o cruzar un paso de cebra a un pobre invidente, y correr con desespero hasta su biblioteca o
librería más cercanas y leerlo. Pero como soy débil y no puedo evitar compartir
lo que me gusta, transcribiré solo unas líneas, que dan idea del argumento del
texto:
«No quería componer otro
Quijote -lo cual es fácil- sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca
una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable
ambición era producir unas páginas que coincidieran -palabra por palabra y
línea por línea- con las de Miguel de Cervantes».
Borges creó a Pierre
Menard, pero esa apuesta le perdió, porque alguno después, era algo
inevitable, le podía pagar con la misma moneda. Y alguien lo hizo. Hablamos de Michel
Lafon y su libro Una vida de Pierre
Menard, que propone que Menard fue un personaje real y que Borges no fue más
que un discípulo aventajado del escritor de Nimes. Todo esto nos lo cuenta,
claro, otro autor, un tal Maurice Legrand, que afirma haber intercambiado
correspondencia y compartido largos
paseos con él por el jardín botánico de Montpellier durante varios e intensos años de
relación hasta la muerte del maestro. Lafon nos sitúa ante ese juego de
máscaras que propugnaba Borges, y que tan común es en la literatura
contemporánea (cito dos ejemplos próximos en el tiempo y muy dispares como son
Vila-Matas o Danielewski, que juegan a esconderse detrás de máscaras, y
máscaras de máscaras).
Lafon nos lleva por un
camino que nos es familiar. Traza la vida de Menard, un tipo más bien
solitario, aunque con muy buenos amigos, entre los que se cuentan Paul Valery o
Andre Gide, que se valieron de muchas de sus ideas para construir sus obras;
pero también están Mallarmé, Unamuno y el joven Borges, al que conoce cuando el
argentino tiene solo dieciocho años. Menard planea hacer de Borges un escritor
excepcional, crearlo de la nada, como si fuese un artificio, algo así como erigir una nueva Tlön.
El Menard que construye
Lafon es un espejo de Borges. Su estilo –pues
hay fragmentos del propio Menard a lo largo de la obra– es una copia del
empleado por el argentino. Pero claro, es que Borges se inspiró en él. El
estilo de Legrand también es similar al de Borges y al de Menard, no podía ser
de otro modo, pues los tres son uno y trino. Y así, entre fragmentos escritos
por Legrand y otros de Menard apostillados por el primero, vamos descubriendo
la vida de Menard. No sabemos qué ocurrió durante su infancia. En su edad
adulta colabora con algunas revistas y escribe reseñas para ciertos amigos,
pero vive de las rentas, lo que le deja el tiempo expedito para la literatura.
Cada cierto tiempo viaja de Nimes a Montpellier para pasear por su querido
Jardin des Plantes, que se convierte a menudo para él en un laberinto. Son
quizá excesivos los paseos por el jardín y las descripciones precisas que se
suceden durante todo el libro, pero quizá sea ese su único defecto, si bien se
comprende la insistencia, ya que el jardín no es otra cosa que la literatura, y
eso permite a Lafon jugar con la idea de los escritores como jardineros y con
los directores del jardín botánico como directores de una gran biblioteca.
El libro de Lafon, sin
embargo, requiere de un cierto conocimiento de la obra de Borges para conseguir
disfrutarlo por completo. Si se desconocen algunos de los ensayos de Discusión, si no se han leído «El
Congreso», «El aleph», «Del rigor en la ciencia», «Funes el memorioso» o no se
sabe nada acerca de su obsesión por los laberintos, los espejos y las
paradojas, Una vida de Pierre Menard
es solo un libro más y un tanto extraño porque carecemos del contexto necesario para acometerlo y caemos sobre él como quien se
lanza sobre una isla desierta en pleno vuelo. Lo interesante de la obra es
toparse de repente con cierto pasaje que nos recuerda a un relato de Borges y
participar en el juego. A Borges ese juego le entusiasmaría. También le
gustaría el juego a Bioy Casares, cuya obra La
Invención de Morel fue también ―afirma Legrand― obra del gran autor
francés.
Solo un par de palabras
acerca de la edición de Días contados, que es magnífica. La traducción es de
César Aira, que ya fue publicada previamente por Lumen en Argentina. Aira es
uno de esos grandes escritores que por algún motivo que desconozco nunca ha
contado con el suficiente impulso en España, pero que realizó una traducción
con la que consiguió un parecido asombroso a la prosa de Borges. Aunque, como alguna
vez escribió Monterroso, es fácil imitar a Borges: lo difícil es ser Borges. El
libro cuenta también con un prólogo de Alberto Manguel, del que no hay texto
desdeñable, y mucho menos el que sirve de introducción a este libro. Por otro
lado, al final del volumen se incluye el texto de Borges «Pierre Menard, autor
del Quijote» que recomiendo a aquel que no lo tenga fresco o que no lo haya
leído con la obsesión enfermiza de un servidor, para así reconocer ese camino de miguitas de pan que Lafon va
dejando a lo largo del texto.
Hay que leer a Lafon para
volver a Borges, y así volver a Menard, y luego a Lafon y de nuevo a Borges.
Pero sobre todo a Borges. Leed a Borges, demonios.
Autor: Michel Lafon
Traductor: César Aira
Traductor: César Aira
Editorial: Días contados
Páginas: 216
Precio: 19 eur (rústica)
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