martes, 22 de marzo de 2016

Lucia Berlin, una vida en relatos

Ante la avalancha de novedades la industria editorial ha de idear las más originales maniobras publicitarias. Hablar de joyas escondidas parece garantizar siempre varias portadas. Pero Lucia Berlin no fue descubierta de la nada como sí ha sucedido con la fotógrafa Vivian Maier. En ambos casos sus “descubridores” hicieron hincapié en sus insólitas vidas. Subrayan el alcoholismo y el nomadismo de Lucia como si de una Hunter S. Thompson se tratase. Pero esta podría haber vivido una gris existencia como ama de casa en Alabama y su obra continuaría teniendo la misma fuerza.

Berlin se adentró en un submundo, el de los inmigrantes, los alcohólicos, los excluidos, y narró, anticipándose al realismo sucio, la cara menos amable de Estados Unidos. El territorio en el que se mueven sus cuentos es fundamentalmente masculino y ella incorpora ironía, experimentación estilística y un menor encorsetamiento que la diferencia de Carver. Tal vez su condición de escritora casi secreta le permitiera jugar con relatos de apenas unas líneas, frases incompletas o tormentas de reflexiones que no admiten categoría alguna. A través de sus setenta y siete relatos dejó no solo un gran testamento literario sino una vibrante y dura biografía.


Los medios se preguntan hoy en día cómo se pudo pasar por alto el trabajo de esta autora sin llegar a plantearse que ellos mismos fueron en gran parte responsables. Aunque comenzó a escribir en los años sesenta y publicó varias de sus historias en revistas tan prestigiosas como The Atlantic y The Noble Savage, que fue capitaneada por Saul Bellow, su primer volumen, Angels Laundromat, vio la luz en 1981. Este pequeño libro despertó la inmediata admiración de una grande del género, Lydia Davis, quien incansablemente intentaba mostrar el trabajo de Berlin a sus amigos de la costa este. Davis encontró en Lucia una maestra, una inspiración, las coincidencias entre ellas son notables. Sobran las similitudes afirmadas por la prensa con figuras como Lorrie Moore, George Saunders o incluso Carver. Es inútil englobarla en movimientos o generaciones, cuando si algo hizo Lucia Berlin fue vivir a su manera sin rendir cuentas a nadie.

Nacida en Alaska el 12 de noviembre de 1936 vivió una infancia nómada debido al trabajo de su padre. Sus primeros años los pasó en campamentos mineros a lo largo de la costa oeste de Estados Unidos, durante un breve periodo de tiempo se mudó con la familia de su madre a El Paso y de allí fue trasplantada a otra cultura, a otra religión, a otra clase social, a otro mundo al fin y al cabo. En Santiago de Chile pasó gran parte de su adolescencia entre revoluciones incipientes, ritos católicos y bailes de la alta sociedad. Desde entonces Berlin se sintió próxima a la cultura latinoamericana y en sus relatos puede verse una mirada cercana y empática hacia a esa minoría creciente en Estados Unidos.

Estudió en la Universidad de Nuevo México en donde fue alumna del exiliado Ramón J. Sender. Tras su matrimonio con un pianista se mudaron a Nueva York en donde frecuentó a varios poetas de la generación beat. Tras un nuevo matrimonio y un tumultuoso paso por México D.F., en donde se encontró con una cultura casi secreta y milenaria, inició su etapa californiana. En la zona de Berkeley y Oakland comenzó su declive. Divorciada tres veces antes de los cuarenta y madre de cuatro hijos de padres diferentes trabajó como telefonista, limpiadora, enfermera de urgencias y, en la última parte de su vida, como profesora de escritura creativa. Más tarde regresó a México para cuidar de su hermana enferma de cáncer. Años más tarde falleció su madre, de quien siempre se pensó que se había suicidado.

Tras su recuperación del alcoholismo comenzó a dar clases en la Universidad de Colorado en Boulder. Sorprende ese giro del destino ya que ella afirmaba que en la enseñanza le pasaba lo mismo que en el matrimonio, perdía absoluta y temerosamente el control. Esta autora que parecía escribir desde las vísceras se convirtió en una profesora querida y respetada, de quien sus alumnos decían que era como sus relatos, empática, honesta y cándida. Lucia Berlin podría ser uno de los personajes de Los viernes en Enrico’s, la novela póstuma de Don Carpenter.


Pasó sus últimos años conectada a una bombona de oxígeno con la que incluso se desplazaba hasta la universidad. Falleció en Marina del Rey, acompañada de sus hijos, el mismo día de su cumpleaños en 2004. En su relato Apuntes de la sala de urgencias. 1977 afirmaba su protagonista: «Una cosa sé de la muerte. Cuanto «mejor» es la persona, cuanto más cariñosa, feliz y comprensiva, menor es el vacío que deja su muerte.»

Su alcoholismo fue una de las escasas constantes a lo largo de varias décadas. Una adicción de la que escribió en muchos de sus relatos evitando así dar la espalda al problema que la impidió reengancharse a una clase media de la que una mujer como ella, según las mentes biempensantes, no debería jamás haber salido. En su relato Inmanejable protagonizada por una madre alcohólica, escribe:
«En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados. La mujer palpó debajo del colchón; la botella de medio litro de vodka estaba vacía. Salió de la cama, se puso de pie. Temblaba tanto que tuvo que sentarse en el suelo. Respiraba agitadamente. Si no conseguía pronto algo para beber le darían convulsiones o delírium trémens. El truco está en aquietar la respiración y el pulso. Mantener la calma en la medida de lo posible hasta que consigas una botella. Azúcar. Té con azúcar, es lo que te dan en los centros de desintoxicación. Temblaba tanto, sin embargo, que no podía tenerse en pie. Se estiró en el suelo e hizo varias inhalaciones profundas tratando de relajarse. No pienses, por Dios, no pienses en qué estado estás o te morirás, de vergüenza, de un ataque. Consiguió calmar la respiración. Empezó a leer títulos de los libros de la estantería. Concéntrate, léelos en voz alta. Edward Abbey, Chinua Achebe, Sherwood Anderson, Jane Austen, Paul Auster, no te saltes ninguno, ve más despacio. Cuando acabó de leer todos los títulos de la pared se encontraba mejor. Se levantó con esfuerzo.»
Este es un claro ejemplo de la escritura de Berlin que de manera descarnada descubre sin remilgos las flaquezas de sus personajes. Ella misma se retrata en otras madres solteras que son invisibles a la sociedad y al sistema. Quién podría pensar que la chica de la limpieza escribía relatos compulsivamente y se los daba a leer a sus hijos aún pequeños. Estos recuerdan cómo corregían ciertos giros y cómo asumieron con asombrosa naturalidad que su madre vertiera en sus páginas episodios de su día a día. Sus problemas y sus carencias quedaban al descubierto. Hoy en día estos parecen dudar de sus propios recuerdos pero subrayan que su madre les repetía que lo que primaba era la historia.
La botella y la literatura se convirtieron en sus vías de escape sin ambicionar nunca una carrera literaria. Era una escritora visceral, casi primitiva, pero también era una gran lectora. Amante de la obra de Thackeray, Glenway Wescott, Merrill Gilfillan, Flaubert o James Baldwin respetaba sobre todo a Antón Chéjov, de quien apreciaba que nunca intentara juzgar a sus personajes.

Englobar a Berlin dentro de la literatura femenina es un intento demasiado simplista. Forzar los parecidos con Ozick, Munro o Moore no tienen sentido. Es tal vez la injustamente olvidada Grace Paley quien más se le asemeje. Al leer El titán, de Theodore Dreiser, criticó que este escribiera como un hombre de manera tan perceptible. Berlin entendía de sufrimientos, de vidas truncadas, de la compasión, de las debilidades, sin preocuparse del género. Berlin dio voz a la basura blanca (white trash) que malvivía con míseros salarios en pisos estatales y caravanas. Fue precursora de Vollman, Denis Johnson o Ray Pollock.


Berlin apreciaba las similitudes con Carver, no debidas a las mismas influencias literarias sino a un común querencia a asomarse continuamente al abismo. Pero Lucia no contaba con un editor como Gordon Lish. El estilo de Carver se convirtió en su propia marca, dejando de sorprender a sus lectores con sus finales o giros. Sin embargo, ella, olvidada por el establishment, jugaba con palabras y tramas en la mesa de su cocina. Consiguió algo que parece imposible, bajo una falsa apariencia de sencillez y humor escondía una inteligente ironía y conducía al lector a lugares dolorosos sin que este opusiera resistencia alguna.

Continuará... 

Una versión más breve de este artículo fue publicada originalmente en la revista Quimera, dentro del dossier "Renovadores del relato breve", en febrero de 2016. 

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