Ante
la avalancha de novedades la industria editorial ha de idear las más originales
maniobras publicitarias. Hablar de joyas escondidas parece garantizar siempre
varias portadas. Pero Lucia Berlin no fue descubierta de la nada como sí ha
sucedido con la fotógrafa Vivian Maier. En ambos casos sus “descubridores”
hicieron hincapié en sus insólitas vidas. Subrayan el alcoholismo y el
nomadismo de Lucia como si de una Hunter S. Thompson se tratase. Pero esta
podría haber vivido una gris existencia como ama de casa en Alabama y su obra
continuaría teniendo la misma fuerza.
Berlin
se adentró en un submundo, el de los inmigrantes, los alcohólicos, los
excluidos, y narró, anticipándose al realismo sucio, la cara menos amable de
Estados Unidos. El territorio en el que se mueven sus cuentos es
fundamentalmente masculino y ella incorpora ironía, experimentación estilística
y un menor encorsetamiento que la diferencia de Carver. Tal vez su condición de
escritora casi secreta le permitiera jugar con relatos de apenas unas líneas,
frases incompletas o tormentas de reflexiones que no admiten categoría alguna. A
través de sus setenta y siete relatos dejó no solo un gran testamento literario
sino una vibrante y dura biografía.
Los
medios se preguntan hoy en día cómo se pudo pasar por alto el trabajo de esta
autora sin llegar a plantearse que ellos mismos fueron en gran parte
responsables. Aunque comenzó a escribir
en los años sesenta y publicó varias de sus historias en revistas tan
prestigiosas como The Atlantic y The Noble Savage, que fue capitaneada por Saul
Bellow, su primer volumen, Angels
Laundromat, vio la luz en 1981. Este pequeño libro despertó la inmediata
admiración de una grande del género, Lydia Davis, quien incansablemente
intentaba mostrar el trabajo de Berlin a sus amigos de la costa este. Davis
encontró en Lucia una maestra, una inspiración, las coincidencias entre ellas
son notables. Sobran las similitudes afirmadas por la prensa con figuras como
Lorrie Moore, George Saunders o incluso Carver. Es inútil englobarla en movimientos
o generaciones, cuando si algo hizo Lucia Berlin fue vivir a su manera sin
rendir cuentas a nadie.
Nacida
en Alaska el 12 de noviembre de 1936 vivió una infancia nómada debido al
trabajo de su padre. Sus primeros años los pasó en campamentos mineros a lo
largo de la costa oeste de Estados Unidos, durante un breve periodo de tiempo
se mudó con la familia de su madre a El Paso y de allí fue trasplantada a otra
cultura, a otra religión, a otra clase social, a otro mundo al fin y al cabo.
En Santiago de Chile pasó gran parte de su adolescencia entre revoluciones
incipientes, ritos católicos y bailes de la alta sociedad. Desde entonces
Berlin se sintió próxima a la cultura latinoamericana y en sus relatos puede
verse una mirada cercana y empática hacia a esa minoría creciente en Estados
Unidos.
Estudió
en la Universidad de Nuevo México en donde fue alumna del exiliado Ramón J.
Sender. Tras su matrimonio con un pianista se mudaron a Nueva York en donde
frecuentó a varios poetas de la generación beat. Tras un nuevo matrimonio y un
tumultuoso paso por México D.F., en donde se encontró con una
cultura casi secreta y milenaria, inició su etapa californiana. En la zona de
Berkeley y Oakland comenzó su declive. Divorciada tres veces antes de los cuarenta
y madre de cuatro hijos de padres diferentes trabajó como telefonista,
limpiadora, enfermera de urgencias y, en la última parte de su vida, como profesora
de escritura creativa. Más tarde regresó a México para cuidar de su hermana
enferma de cáncer. Años más tarde falleció su madre, de quien siempre se pensó
que se había suicidado.
Tras
su recuperación del alcoholismo comenzó a dar clases en la Universidad de
Colorado en Boulder. Sorprende ese giro del destino ya que ella afirmaba que en
la enseñanza le pasaba lo mismo que en el matrimonio, perdía absoluta y
temerosamente el control. Esta autora que parecía escribir desde las vísceras
se convirtió en una profesora querida y respetada, de quien sus alumnos decían
que era como sus relatos, empática, honesta y cándida. Lucia Berlin podría ser
uno de los personajes de Los viernes en
Enrico’s, la novela póstuma de Don Carpenter.
Pasó
sus últimos años conectada a una bombona de oxígeno con la que incluso se
desplazaba hasta la universidad. Falleció en Marina del Rey, acompañada de sus
hijos, el mismo día de su cumpleaños en 2004. En su relato Apuntes de la sala de urgencias. 1977 afirmaba su protagonista: «Una cosa sé de la muerte. Cuanto «mejor» es la persona,
cuanto más cariñosa, feliz y comprensiva, menor es el vacío que deja su
muerte.»
Su alcoholismo fue una de las escasas constantes a lo
largo de varias décadas. Una adicción de la que escribió en muchos de sus
relatos evitando así dar la espalda al problema que la impidió reengancharse a
una clase media de la que una mujer como ella, según las mentes biempensantes,
no debería jamás haber salido. En su relato Inmanejable
protagonizada por una madre alcohólica, escribe:
«En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los
bares están cerrados. La mujer palpó
debajo del colchón; la botella de medio litro de vodka estaba vacía. Salió de
la cama, se puso de pie. Temblaba tanto que tuvo que sentarse en el suelo.
Respiraba agitadamente. Si no conseguía pronto algo para beber le darían convulsiones
o delírium trémens. El truco está en aquietar la respiración y el pulso.
Mantener la calma en la medida de lo posible hasta que consigas una botella.
Azúcar. Té con azúcar, es lo que te dan en los centros de desintoxicación.
Temblaba tanto, sin embargo, que no podía tenerse en pie. Se estiró en el suelo
e hizo varias inhalaciones profundas tratando de relajarse. No pienses, por
Dios, no pienses en qué estado estás o te morirás, de vergüenza, de un ataque.
Consiguió calmar la respiración. Empezó a leer títulos de los libros de la
estantería. Concéntrate, léelos en voz alta. Edward Abbey, Chinua Achebe,
Sherwood Anderson, Jane Austen, Paul Auster, no te saltes ninguno, ve más
despacio. Cuando acabó de leer todos los títulos de la pared se encontraba mejor.
Se levantó con esfuerzo.»
Este
es un claro ejemplo de la escritura de Berlin que de manera descarnada descubre
sin remilgos las flaquezas de sus personajes. Ella misma se retrata en otras
madres solteras que son invisibles a la sociedad y al sistema. Quién podría
pensar que la chica de la limpieza escribía relatos compulsivamente y se los
daba a leer a sus hijos aún pequeños. Estos recuerdan cómo corregían ciertos
giros y cómo asumieron con asombrosa naturalidad que su madre vertiera en sus
páginas episodios de su día a día. Sus problemas y sus carencias quedaban al
descubierto. Hoy en día estos parecen dudar de sus propios recuerdos pero
subrayan que su madre les repetía que lo que primaba era la historia.
La botella y la
literatura se convirtieron en sus vías de escape sin ambicionar nunca una
carrera literaria. Era una escritora visceral, casi primitiva, pero también era
una gran lectora. Amante de la obra de Thackeray, Glenway Wescott, Merrill
Gilfillan, Flaubert o James Baldwin respetaba sobre todo a Antón Chéjov, de
quien apreciaba que nunca intentara juzgar a sus personajes.
Englobar a Berlin
dentro de la literatura femenina es un intento demasiado simplista. Forzar los
parecidos con Ozick, Munro o Moore no tienen sentido. Es tal vez la
injustamente olvidada Grace Paley quien más se le asemeje. Al leer El titán, de Theodore Dreiser, criticó
que este escribiera como un hombre de manera tan perceptible. Berlin entendía
de sufrimientos, de vidas truncadas, de la compasión, de las debilidades, sin
preocuparse del género. Berlin dio voz a la basura blanca (white trash) que malvivía con míseros salarios en pisos estatales y
caravanas. Fue precursora de Vollman, Denis Johnson o Ray Pollock.
Berlin
apreciaba las similitudes con Carver, no debidas a las mismas influencias
literarias sino a un común querencia a asomarse continuamente al abismo. Pero
Lucia no contaba con un editor como Gordon Lish. El estilo de Carver se
convirtió en su propia marca, dejando de sorprender a sus lectores con sus
finales o giros. Sin embargo, ella, olvidada por el establishment, jugaba con palabras y tramas en la mesa de su
cocina. Consiguió algo que parece imposible, bajo una falsa apariencia de
sencillez y humor escondía una inteligente ironía y conducía al lector a
lugares dolorosos sin que este opusiera resistencia alguna.
Continuará...
Una versión más breve de este artículo fue publicada originalmente en la revista Quimera, dentro del dossier "Renovadores del relato breve", en febrero de 2016.
Excelente artículo. Gracias.
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