miércoles, 9 de marzo de 2016

Bogotá literaria, lejos del realismo mágico (II)

La convulsa historia de la capital colombiana ha estado asociada desde su fundación a la violencia y el crimen. Muchas de las grandes novelas que toman Bogotá como protagonista retratan esta innoble cara.


Germán Espinosa, autor de La tejedora de coronas (1992), que fue declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO en 1992 y que es considerada por críticos y académicos como una de las novelas más relevantes de la literatura del país latinoamericano, consiguió un mayor éxito de público con La tragedia de Belinda Elsner. En ella Espinosa construye un convincente thriller que cuenta el asesinato de un hombre en la década de los setenta a manos de su esposa de origen judío. Años más tarde, el hijo de esa trágica unión, músico inválido, ve cómo de nuevo el terror hace irrupción en su vida tras las misteriosos muertes de sus compañeros de banda. Bogotá contribuye a acentuar la electrizante atmósfera de este lograda historia. 

Pero la narrativa colombiana también se ha basado en hechos reales. Mario Mendoza fue galardonado con el Premio Biblioteca Breve por Satanás (2002), lectura compulsiva y aterradora que recrea la masacre de Pozzetto. Campo Elías Delgado, antiguo combatiente de la guerra de Vietnam, asesinó a sangre fría a más de treinta comensales de un lujoso restaurante italiano de Bogotá y a varios de sus vecinos. El mismo días de los crímenes, el 4 de diciembre de 1986, Mendoza se cruzó con Campo Elías, que había estudiado también en la Universidad Javeriana.


En Satanás se aprecia una sólida mezcla de ficción y crónica, siendo por ello un libro innovador dentro de la narrativa colombiana. Pero Mendoza además acierta al conseguir imprimir a la trama un ritmo rabiosamente urbano que recuerda al de la película Taxi Driver. Otro de los puntos a favor de su construcción es la narración paralela de la vida del asesino y tres de sus víctimas y el retrato social y político. Satanás fue adaptada al cine en el año 2007 por Andrés Baiz.

Santiago Gamboa fue hace no tantos años la mayor promesa de las letras colombianas. Tras El síndrome de Ulises, novela que narraba la difícil supervivencia de los emigrantes en el viejo continente, parece haberse sumergido en un maremágnum de tramas exóticas y libros fallidos. Perder es cuestión de método (1997) es una de sus últimas novelas exclusivamente colombianas. En ella retrata, de una manera ya demasiado manida, la corrupción, el dinero fácil y la violencia. La aparición de un cadáver empalado en la represa del Sisga, cercana a Bogotá, revoluciona la vida de un periodista de investigación que choca contra un sistema y un país absolutamente corruptos. Gamboa fue poco ambicioso en su diseño y por ello, con el paso de los años, Perder es cuestión de método pierde el duelo frente a una buena crónica de aquella época.

El enfant terrible de las letras colombianas es sin duda alguna Sergio Álvarez, quien se enfrentó desde sus primeros pasos en el mundo literario al establishment bogotano, a los escritores, editores y periodistas culturales que fueron educados en los mismos colegios del estrato 6. Originario de uno de los barrios más peligrosos de la ciudad traslada la pulsión de la calle con gran crudeza a sus obras. Como casi todos sus contemporáneos reniega del realismo mágico, del que dice se ha convertido en una excusa para la atrocidad.



El eje central de La lectora (2001) es una joven universitaria que es secuestrada por unos sicarios analfabetos para que les lea un libro que aclare el paradero de un hombre que los contrató para cuidar de un secuestrado. Además de esta se desarrollan otras dos historias: la del propio libro que es leído, Engome, y un monólogo entonado por uno de los personajes de este título. La fuerza narrativa de La lectora fue alabada por Roberto Bolaño y recibió el Premio Memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón. Doce años más tarde Sergio Álvarez publicó al fin su obra de una década, 35 muertos, que novela la atroz historia colombiana a lo largo de 35 años y miles de muertos.

Juan Gabriel Vásquez, el niño bonito de la literatura colombianas y que encarna todo lo que odia Álvarez, comenzó en su veintena una sólida trayectoria como novelista. Sorprendió más allá de sus fronteras con Los informantes, novela que recrea uno de los episodios más oscuros de su historia del siglo XX del país: el confinamiento de ciudadanos alemanes, supuestamente simpatizantes del régimen nazi, por parte del gobierno, que seguía claras directrices de Estados Unidos.


Sin embargo, fue premiado con el Premio Alfaguara, su editorial de siempre, por una de sus novelas menos logradas, El ruido de las cosas al caer (2011). En ella se encuentran Antonio Yammara, profesor de Derecho y el misterioso Ricardo Laverde en un billar, tradicional centro de reuniones de los hombres colombianos. Un día al abandonar juntos la Casa de la Poesía en el barrio de La Candelaria, antigua residencia del poeta modernista José Asunción Silva, ambos son tiroteados. Yammara inicia una investigación que acaba por relacionarse con un accidente de avión tristemente célebre en la historia del país latinoamericano. Bogotá está presente en el desarrollo de la novela, pero también los seductores parajes que rodean el río Magdalena o el singular zoológico del que fue el hombre más buscado del planeta, el narcotraficante Pablo Escobar. Vásquez parece haber eclipsado a otros autores de su generación. Su obra copa en el extranjero la cuota de titulares y ediciones que corresponden a la minoritaria literatura colombiana.

En su selección de 2010 sobre nuevos narradores en español la revista Granta tan solo eligió un escritor de este país: Andrés Felipe Solano. En sus novelas Sálvame, Joe Louis (2007) y Los hermanos Cuervo (2012) (recientemente publicada en España por Demipage) hace una aparición estelar Bogotá, ciudad con la que vive enemistado y a la que echa en cara su clasismo y su hostilidad. Solano es además un gran cronista; en 2015 la excelente editorial Universidad Diego Portales publicó Corea: apuntes desde la cuerda floja, libro que escribió desde su casa en Seúl y que fue premiado en enero de este año con el Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana, que contaba entre sus finalistas con William Ospina y Juan Gabriel Vásquez.

Tras ganar sorpresivamente el Premio Herralde en 2011 con Tres ataúdes blancos, Antonio Ungar adquirió la fama que hasta entonces se le resistía hasta en su propia patria. “Tome, malparido”, frase pronunciada por el “clásico” sicario colombiano, anuncia el asesinato de un líder político que aspira a gobernar Miranda, nombre ficticio del país que un día fue también denominado Nueva Granada. Sin embargo, centra parte de la acción en el barrio de La Esmeralda, rincón real bogotano. La ironía y el humor son notas fundamentales de Tres ataúdes blancos, que es, sin embargo, un ejemplo más de una novela que carece del nivel que debería exigirse para ser premiada por parte de Anagrama.


Juan David Correa, director de Arcadia, la revista cultural de más renombre, y fundador de la editorial El Peregrino, debutó con Todo pasa pronto, una razonablemente buena primera novela que dentro de un esquema clásico traza el retrato de una familia de clase media en la segunda mitad del siglo pasado y que recupera el barrio de Teusaquillo, hoy en día tan bohemio.

Tras el desembarco latinoamericano en las editoriales independientes españolas las grandes casas buscaron con fruición nuevos nombres para sumar a sus catálogos. Aun así, la representación femenina colombiana es prácticamente inexistente. Malpaso publicó el pasado año a Margarita García Robayo, que centra Lo que no aprendí en Cartagena de Indias.

Por su parte, Siruela se apresuró a contratar el primer título que le pasaron sus scouts. Los niños (2015), de la polémica columnista Carolina Sanín, es una de las peores muestras de la narrativa de este país. Su protagonista es una mujer bogotana en conflicto con el mundo y consigo misma que encuentra en un niño de la calle la aparente salida a su apatía y egocentrismo. Tan solo son salvables ciertas escenas que retratan la realidad bogotana, la realidad de una sociedad eternamente desigual y cruel, pero que acaban desdibujadas por su prosa caótica y la pésima calidad de sus primeras paginas, que expulsan al lector nada más abrir el libro.


Es por ello que hay que acudir a los “mayores” para encontrar retratos verdaderamente honestos de la sociedad cachaca. Laura Restrepo fue galardonada con el Premio Alfaguara en el año 2004 por Delirio, tal vez la mejor obra premiada por esta editorial junto con El vuelo de la reina, de Tomás Eloy Martínez. Aguilar, un antiguo profesor de literatura, regresa tras un viaje a su casa en Bogotá y descubre que su mujer ha enloquecido. Angustiado investiga el pasado de su esposa buscando respuestas. A través de un enfoque narrativo con distintos narradores habla de esa falsa aristocracia capitalina e incorpora a la trama a una periodista que escribe sobre las calles de una Bogotá sitiada por un monstruo herido, Pablo Escobar.

Una de las novelas recientemente publicadas que mejor retratan esa sociedad es Niebla al mediodía, de Tomás González, el secreto mejor guardado de las letras colombianas, tal y como le denominó Andrés Felipe Solano. En ella las voces de cuatro personajes recrean el pasado y la desaparición de Julia, eterna niña bien bogotana y poeta egocéntrica. González brilla una vez más en esta novela en la construcción de sus personajes. Creando con sus virtudes, defectos, logros y fracasos el retrato de una parte de la sociedad que vive alejada de una realidad que ni tan siquiera cree posible. El qué dirán, la importancia de los apellidos y los orígenes y la desconfianza que se siente hacia los que desean ir por libre. El paisaje bogotano y su eterno cielo gris ahogan a sus habitantes que solo pueden vivir en barrios que son en realidad pueblos que rechazan a los forasteros. 


Ciudad infinita, implacable, dividida. Cuya realidad supera incluso a la literatura. 

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