Bogotá, eterna ciudad gris a 2.600 metros de altura, parece estar
alejada en el tiempo y en el espacio de la costa caribeña. Su literatura tiene
por ello una cadencia y un estilo que la diferencian de la del resto del país.
El hablar “cachaco” y el ritmo capitalino imprimen a su narrativa señas de
identidad que descubren una literatura colombiana diferente a la conocida en el
extranjero. No hay en ella rastro de realismo mágico ni de la narcocultura que
existe en Rosario Tijeras (1999), de
Jorge Franco, o en la célebre novela de Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios (1994).
La narrativa bogotana reconstruye episodios de su historia
sangrienta y convulsa y siempre tiene presente las fronteras invisibles de esa
megaurbe que divide socialmente a sus ocho millones de habitantes por estratos.
Barrio de La Candelaria
Así
como ¡Que viva la música! (1977), de Andrés Caicedo, es la novela caleña
por excelencia, Sin remedio (1984), de Antonio Caballero, es considerada
casi de manera unánime la Novela de Bogotá. En ella Ignacio Escobar, joven
poeta de clase alta, atraviesa su particular crisis creativa y sentimental
recorriendo la ciudad, de este a oeste, de norte a sur. Ese recorrido que
parece tan natural en otras partes del mundo se convierte en esta recreación de
1984 en una suerte de ruleta rusa. Del estrato 6 al 1, sin mirar atrás, sin
sentir la pulsión y el riesgo de la calle, la muerte a fierro en cualquier
esquina. Pero, sobre todo, Sin remedio es la crónica de una
“aristocracia” criolla, de esas pocas familias que han dictado desde la
fundación de la ciudad por el español Gonzalo Jiménez de Quesada el destino de
los que nacieron para servirles.
“Primero el sur, el centro, los
siete círculos de la explotación y la miseria, los niños en harapos que
escarban las canecas de basura, las busetas repletas. Y luego el norte, el
cielo, el Unicornio, los lujos corrompidos de la gran burguesía.”
Poca
novelas intentan describir la vida en una Santafé de Bogotá casi recién
independizada, esa Bogotá que comenzó a crecer alrededor de la plaza de Bolívar
y el barrio colonial de la Candelaria. Una de las principales figuras de la
literatura colombiana es sin duda el poeta José Asunción Silva. Ricardo Silva
Romero tomó como inspiración una teoría presentada por Enrique Santos Molano en
su monumental biografía del poeta modernista. Para ello Silva Romero crea un
inolvidable personaje, el Loco Cacanegra, ser marginal que desea demostrar a
todos los que deseen escucharle que José Asunción Silva no se suicidó, fue
asesinado. Acompañando al Loco Cacanegra se encuentra la Virreyna, prostituta y
verdadera figura central de esa Bogotá subterránea.
Silva
Romero reproduce magistralmente el habla de cada uno de los distintos estratos
y elige como acompañantes del Loco en esta gran novela a los personajes más
originales de la Bogotá de aquella época. El libro de la envida (2014),
pecado común a todo el mundo hispano, es, como muchos afirman, una de las
mejores recreaciones de las novelas de aventuras del siglo XIX.
El barrio
colonial de la Candelaria, que aún hoy parece detenido en el tiempo, es también
retratado por Emma Reyes en sus recuerdos vertidos en sus cartas a su gran
amigo Germán Arciniegas. En Memoria por correspondencia (2012) se pinta una Bogotá
desigual y provinciana y se describe la dolorosísima realidad de los conventos
en los que aún se vivía bajo el yugo de un colonialismo católico. Asimismo,
habla sobre la supervivencia de los menos favorecidos, que años más tarde
venerarían al político liberal Jorge Eliecer Gaitán.
La voz de Emma
descubre a una mujer educada a sí misma, que aún conserva ciertos visos de su
analfabetismo, una pintora vanguardista y una visionaria que supo entender que
para triunfar y desprenderse de sus recuerdos debía viajar al otro lado del
mundo. Su historia, reconstruida y recuperada por la Fundación Arte Vivo Otero
Herrera, con sedes en Cali y Málaga, no solo presenta al lector un país alejado
de cualquier tipo de realismo mágico. Redescubre la belleza de un castellano ya
prostituido y recupera una tradición epistolar que tristemente casi ya ha
desaparecido.
Hay
acontecimientos que sacudieron la capital como si de un desastre nuclear se
tratase. El
asesinato del político liberal Jorge Eliecer Gaitán desencadenó una tarde de
sangre y una noche de miedos el 9 de abril de 1948. El sangriento Bogotazo fue
el origen de una guerra civil cuyos efectos continúan hasta nuestros días.
Miguel Torres realiza una novela coral en El
incendio de abril (2012), en la que los ladrones son poetas y amantes y
convierten por unas horas las calles manchadas de sangre en su paraíso. Hay mujeres
que aprovechan el caos para esconder crímenes pasionales deshaciéndose de
adúlteros en pilas de anónimos cadáveres. Hasta hace aparición de manera
profética Fidel Castro, que fue testigo real del magnicidio.
Torres, el mejor
dramaturgo colombiano contemporáneo, seleccionó un envidiable elenco de
personajes que actúan para todos nosotros desde el escenario de una Bogotá en
llamas. Y también invita a los ricos y poderosos a pasearse por sus páginas.
Las opulentas familias que esconden la plata y los dólares en las fajas de sus
grandes damas. Torres, como hizo en su día Chaves Nogales, quiso dar voz
a todos los bandos: a los liberales, a los conservadores, a los extranjeros, a
los indiferentes, a los hampones.
Es además el autor de la obra de teatro más potente del siglo XX colombiano. En la
escalofriante La siempreviva (1994) reconstruye
el dolor inimaginable de la familia de una mujer desaparecida en la toma del
Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985, uno de los episodios con más
claroscuros de la historia del país latinoamericano.
Representación de La siempreviva
El poeta Gonzalo
Mallarino intentó abarcar los hechos más convulsos de la ciudad en su trilogía Bogotá. En el primer volumen, Según la costumbre (2003), habla de la
rivalidad entre el doctor Piñedo, hombre instruido y avanzado a su tiempo que
desea acabar con la sífilis que se ha convertido en una plaga en la capital, y
Calabacilla, proxeneta que encarna todos los males contra los que lucha el
doctor Piñedo. Delante de ellas (2005)
reconstruye la sociedad mojigata y religiosa de los años treinta gracias a la
relación entre una madre y una hija. Mientras que en Los otros y Adelaida (2006) Mallarino se detiene en la terrible
década de los noventa y toma un drama repetido demasiados veces en la sociedad
colombiana, la pérdida de un hijo por la violencia.
Los parientes de Ester (1978), de Luis Fayad, novela
urbana por antonomasia y uno de los clásicos más injustamente olvidados de su
literatura, fue reverenciado lejos de sus fronteras por autores como Carmen
Martín Gaite. La muerte de Ester desencadena el ocaso de su viudo y tres hijos
que observan cómo al mismo tiempo que se derrumba su familia lo hacen a igual
ritmo las tradiciones de una Bogotá cambiante a finales de los sesenta y
principios de los setenta. Esa fractura va más allá del hogar de los Camero y
se extiende a esa nación fallida que perseguía sin éxito la modernidad. Fayad
innovó al enfocar el relato en distintos miembros de esa familia en
descomposición y en los diferentes giros dados por la voz del narrador.
La Bogotá de Los parientes de Ester comienza a dejar
de ser provinciana y poco a poco se convierte en esa ciudad cruel, hacinada y
eternamente gris, en esa urbe sin alma. Ese proceso de “salvaje urbanización”
ha alimentado gran parte de la ficción contemporánea latinoamericana. Bogotá es
Ciudad de México, Santiago de Chile, Buenos Aires o Caracas.
Rafael Chaparro se
inspiró de manera libre en Andrés Caicedo a la hora de componer la trama a tres
voces de su novela Opio en las nubes (1992).
Sus protagonistas centran su vida, como María del Carmen Huerta, estrella de ¡Que viva la música!, en torno el rock y
la droga. Chaparro bebía de la narrativa experimental estadounidense y francesa
y quiso jugar con el uso del lenguaje, con el ritmo electrizante, psicodélico. Opio en las nubes, que tiene como ejes el centro de Bogotá y los barrios de Chapinero y Niza, redibuja la capital colombiana al introducir
alucinaciones y el mar como telón de fondo. Chaparro fue galardonado por esta
novela con el Premio Nacional de Literatura a los veintinueve años, falleciendo
poco más tarde. Engrandeciendo de esa manera el mito y convirtiendo Opio en las nubes en uno de los primeros
clásicos de la juventud de aquella época.
Continuará…
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