Austria se fue de rositas después de la Segunda Guerra
Mundial, o al menos eso parece, si atendemos a la memoria colectiva, que suele considerar
a Alemania, Italia, y quizá Japón –menos, tras la caída de las bombas
atómicas–, como los malvados de aquella guerra (con justo merecimiento, desde
luego). Los austriacos pasaron de puntillas después, aun habiendo vitoreado la
entrada de Hitler en Viena, tan bien descrita por von Rezzori en La muerte de
mi hermano Abel, y permitido la instalación de campos de concentración en
sus fronteras. El resultado de esta anomalía atributiva es la permanencia de un
pensamiento nazi combinado con un catolicismo radical, especialmente en las
áreas rurales de Austria, que no se extinguió después de la guerra y que nos
atreveríamos a afirmar que persiste en la actualidad.
Es complicado que la literatura pueda cambiarnos la vida o
que sirva como bálsamo ideal frente a nuestros males, salvo en esos instantes
en los que nos tiene absorbidos. Sin embargo, si alguna virtud tiene, es la de
meter el dedo en la llaga de nuestras debilidades, hipocresías y desatinos. Y
si lo hace sobre nosotros, lo hace, por extensión, sobre nuestra cultura y por
eso tan difuso que llamamos nuestro país. Lo hace a través de autores que dejan
a un lado los convencionalismos, deciden lanzarse al abismo y no ahorrarse un
solo insulto: escupir palabras sobre la página, como si sobre ella bailasen los
males de la sociedad.
Es ahora cuando comenzamos a hablar de uno de los principales
exponentes de este tipo de literatura, Thomas Bernhard, y sus Relatos autobiográficos.
Escribir sobre Bernhard es escribir sobre el odio superado a
Bernhard. Los primeros encuentros con él, si no se tienen muchas lecturas en el
morral, suelen ser fallidos o, al menos, no tan satisfactorios como su fama
promete. Uno no ha oído más que alabanzas sobre él, y de repente se encuentra
con una escritura en espiral, de vueltas y retruécanos, en la que unas pocas
palabras se repiten y ovillan la gramática poco a poco para ejercer un efecto
acumulativo que siempre resulta en lo excesivo. Porque Bernhard es excesivo: lo
es en su planteamiento literario y en la narración de sus vivencias, muy
presentes en toda su obra, y mucho más explicitas en estos Relatos autobiográficos.
Esto nos conduce, antes de meternos en faena, a esa cuestión
tan filosófica de la verdad. ¿Es verdad lo que nos cuenta Bernhard en ellos? Sabemos, por la biografía de Miguel Sáenz y de otros, que no lo es,
o no al menos desde la perspectiva científica del microscopio y las huellas
dactilares. No obstante, sí lo es en el sentido de la esencia de la verdad.
¿Quiso suicidarse Benrhard cuando tenía once años en ese cuarto de los zapatos
donde ensayaba con el violín? Sería confundir al narrador con el escritor y,
por otro lado, nos es innecesario saberlo. Sabemos que hay un niño que sufre,
que es Bernhard o cualquier otro, que en esa escuela dirigida por los nazis ese
niño es maltratado y sometido por los fuertes, que corre a los
refugios antiaéreos para protegerse de las bombas, donde la gente muere aplastada. Esa forma de narrar tan personalista, tan apegada a
su biografía, es la que genera los rechazos y los vítores, y en muchos casos se
obvia su excelencia literaria. Es, salvando las distancias, lo que le ocurre al
dramaturgo Rodrigo García, un autor
muy influido por el austriaco.
El inicio de El origen,
el primero de los relatos, es canónico en la forma de insultar a toda una
ciudad, a la idiosincrasia de un pueblo entero («La ciudad, poblada por dos
clases de personas, los que hacen negocios y sus víctimas»). Es la maestría en
el insulto llevada al terreno del olimpo. El
origen es, además, junto con El
sótano, el mejor de los cinco relatos que componen esta pentalogía. En él
se describe la estancia del niño de once años en una escuela nacionalsocialista
donde prima el horror: los castigos físicos, la prevalencia del más fuerte y,
mientras tanto, las bombas de los Aliados cayendo sobre Salzburgo.
El sótano comienza con el ingreso en una
escuela católica. Si la nacionalsocialista había sido un martirio para él, la
católica no lo es menos. La repugnancia que le causa ese ambiente lo lleva a
alejarse de todo lo que conoce y toma un camino completamente diferente.
Tanto el nacionalsocialismo como el catolicismo son enfermedades contagiosas, enfermedades del espíritu y nada más.
Ese cambio de dirección es un lugar común en sus obras, la
necesidad de salir por la puerta opuesta a la que entró. Y lo hace de un modo
muy berhardiano, pidiendo trabajo en una de las zonas más depauperadas de la
ciudad, en la tienda de un tal Podlaha, un buen hombre amante de la música, que
transmite ese gusto al adolescente, pero que vive en el infierno. «Quien no
conoce la antesala del infierno es un inconsciente», escribe Bernhard. Porque
el barrio en el que trabaja ese adolescente con ínfulas de independencia es el
peor de la ciudad pero donde, sin embargo, él se siente más cómodo.
Si los dos primeros relatos se centran en su educación, especialmente
el primero, y en el descubrimiento nada penoso del infierno, el segundo, en el El aliento, el tercero, se detiene en la
enfermedad. No en cualquier enfermedad, sino en su enfermedad. El adolescente trabaja bajo la nieve durante varias
horas y cae enfermo de gravedad. Su abuelo, su queridísimo abuelo –una de las
personas que más influyó a Bernhard por sus ideas sobre la educación, la
Iglesia y el anarquismo–, estaba también enfermo por esos días. Es entonces
cuando comienza la agonía vital del adolescente, justo después de haber vivido
sus mejores tiempos.
En El aliento hay
otro de esos momentos esenciales en la vida del adolescente, cuando lo dejan en
una sala para morir y una enfermera pasa de cuando en cuando para levantar la
mano a los enfermos y comprobar si han muerto. En una de esas, cuando él ya da
casi todo por perdido, un trapo cae junto a su rostro, a escasos diez centímetros.
La enfermera lo recoge y lo tira a un lado. El trapo podría haberle asfixiado,
y es entonces cuando leemos: «Ahora quiero
vivir». Toma conciencia del impulso vital y quiere alejarse de la muerte, esa
que tanto había perseguido y perseguiría a lo largo de su vida Bernhard. Y lo
logra, no sin varios drenajes de pulmón y otras intervenciones en las que corre
riesgo su vida. Su rechazo a la profesión médica es proverbial –a esas alturas de
la lectura ya no sorprenderán al lector ese odio y esa repugnancia permanentes–:
los médicos son «embajadores del espanto». Pero la enfermedad le deja espacio
para leer. Es entonces cuando descubre a algunos de los escritores que le
influirán más profundamente, sus lecturas de adolescencia: Montaigne, Heidegger
y otros.
El cuarto relato, El
frío, se adentra aún más en la enfermedad, y en este caso llega hasta su
última consecuencia, la muerte. Sin embargo, al mismo tiempo, es el relato,
junto con el quinto, en el que más deja traslucir Bernhard sus buenos
sentimientos. Si bien estos relatos rezuman asco, repugnancia y odio hacia
variadas personas e instituciones, hay dos personas que fueron fundamentales
para él: el abuelo y la madre. El abuelo, un ser autoritario con su familia, un
escritor fracasado –con tan solo un
éxito modesto en su vida, y pasados los cincuenta–, le tenía simpatía y se
mostraba siempre partidario de explotar sus aptitudes artísticas. Bernhard
recoge muchos de los mensajes incendiarios de su abuelo, la mayoría de los
cuales quedarán plasmados en sus obras. Con su madre, la relación fue más
difícil. Miguel Sáenz, en su biografía sobre el escritor austriaco, sugiere que
este podría haber sido fruto de la violación de su madre. Durante su infancia,
su relación es mala: siente que su madre lo desprecia. Pero con el paso de los
años, cuando él está convaleciente y saltando de un hospital a otro, ella se
convierte en esa madre abnegada con la que él había soñado siempre. Y es
precisamente entonces cuando la madre sufre un cáncer y muere, no sin regalar
al adolescente Bernhard esos meses de intensa felicidad. Su padre nunca fue
importante para él, pues nunca lo tuvo y no hizo muchos esfuerzos por
encontrarlo.
El último relato, Un
niño, es, por cronología narrativa, el primero. Relata sus años de
infancia, cuando vivió al menos un año con su abuelo, rodeado de granjas, en la
zona rural, los niños con los que se relacionó, sus maestros, su primera
asistencia a una representación teatral…
Parece haber más verdad en estos relatos, como ya hemos
dicho, que en el resto de la obra de Bernhard. No verdad biográfica, sino
verdad literaria. Una de las señales más claras de ello es que, a medida que
los relatos avanzan, su escritura va simplificándose, pierde ese efecto de
madeja de hilo que se va desplegando poco a poco y termina por centrarse en lo
puramente narrativo, algo que es imposible encontrar en el resto de su obra.
Aunque su producción fue abundante y fue uno de esos autores quizá excesivamente
fieles a su estilo, en estos relatos se aprecia un cambio, algunos destellos en
los que podemos entrar algo más en su mundo real, y no ese estilo del resto de sus
novelas, que a fuerza de repetirse termina por parecer a veces impostado. Por
otro lado, en la obra de Bernhard está siempre presente esa otra faceta de la
verdad, la de la representatividad de la literatura que tanto analizó Wittgenstein: ¿es capaz la
literatura de mostrar con precisión o siquiera acercarse a mostrar lo que
ocurre fuera de nosotros? Bernhard ofrece una negativa por respuesta, y salpica
su narrativa de frases hechas y de expresiones del tipo «como
suele decirse», que explicitan esa inseguridad
que le generaba el ejercicio de la literatura, que por otro lado, parecía tan
connatural a él a pesar de esa imposibilidad.
Bernhard juega en otra liga, una a la que acceden solo unos
pocos escritores cada década. Si entras en su mundo, ya no sales. Es igual que
dejes un libro a la mitad durante meses. Vuelves, y ahí está él de nuevo, como
un viejo amigo cascarrabias, esperándote donde lo dejaste, dispuesto a
enredarte de nuevo con esa prosa hipnótica en espiral, sus cursivas enfáticas, su
asco, su odio hacia lo austriaco (no permitió que se publicasen sus textos en Austria hasta que expirasen los derechos de autor), hacia los médicos, el
catolicismo, los profesores, los premios literarios, incluso hacia la literatura
misma. Y sin embargo, qué bien nos sienta leer de cuando en cuando a alguien
que dice todo eso que internamente pensamos y no tenemos la osadía de decir.
Autor:
Thomas Bernhard
Traductor:
Miguel Sáenz
Editorial:
Anagrama
Páginas:
496
Precio: 21,90 eur (rústica)
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