lunes, 15 de febrero de 2016

Pedrag Matvejevic: la erudición mediterránea

Si todas las historias se ven condicionadas por sus circunstancias, las de Centroeuropa y Europa del este son casi infinitas en número y en complejidad. El escenario posterior a la Primera Guerra Mundial desarboló las fronteras trazadas con tiralíneas y se originaron conflictos aún no resueltos en pleno siglo XXI. Con la Segunda Guerra Mundial la situación empeoró, de modo que los problemas pasaron de ser disputas fronterizas a conflictos internos caracterizados por la represión de la población, tan bien retratados en diversos países, cada uno con sus particularidades (Hertha Müller, Bohumil Hrabal, Borislav Pekic o Milorad Pavic).

Pedrag Matvejevic (Mostar, 1932) es uno de esos intelectuales europeos que nos llegan con cuentagotas porque sus mundos parecen estar en las antípodas y, sin embargo, los tenemos a la vuelta de la esquina. Desde la intelectualidad y la militancia política ha publicado varios ensayos denunciando la situación política en la ex Yugoslavia (ya suena hasta rancio decir eso, qué corta es la memoria) pero su principal valor, lo que lo distingue del resto es exaltar la cultura común, lo que nos une, frente a lo que nos separa. De modo que saltándose los nacionalismos, se aferra a una visión conjunta de lo mediterráneo que reflejó a la perfección en su obra maestra Breviario mediterráneo.    



Matvejevic es un apátrida sin remedio. Hijo de ruso y croata, pasó sus años de universidad en Zagreb, después se doctoró en la Sorbona e impartió clases de Estética, su especialidad, en Roma. Su amor por la cultura mediterránea lo lleva, por tanto, en las venas.

Breviario mediterráneo no es un ensayo al uso. Es un compendio de la cultura mediterránea orientado más a definir esa suerte de espíritu común que nos caracteriza a los que formamos parte de ella, que a emprender una descripción exhaustiva de nuestras afinidades. Se trata de un viaje sentimental: «El que escribe sobre el mediterráneo o navega por él tiene razones personales para hacerlo». Y en ese sentimentalismo nada cursi se imbrican la biografía y el sentimiento de pertenencia a una cultura ajena a los nacionalismos, que tratan de aunar las particularidades de cada quien y, sobre todo, las semejanzas en la forma de enfrentar la vida. Por eso el libro está repleto de pescadores, de la composición de los suelos del litoral, de mercados, de barcos y de mapas, sobre todo de mapas, maravillosos, antiguos, detallados. También el libro es una lección de etimología, que busca desentrañar el origen de algunas palabras que nos caracterizan, de la diversidad de los tacos con que se expresan los mediterráneos, muy distintos de aquellos con los que tratan de injuriar los continentales. 

En el Mediterráneo caben todos: españoles, franceses, macedonios, turcos, italianos, serbios, marroquíes, argelinos… Todos bañados por las mismas aguas, obligados a entenderse cuando emprenden transacciones comerciales, mirando el mismo mar cuando comparten una taza de té mientras contemplan el horizonte.

En algún momento, en el Breviario mediterráneo, escribe Matvejevic: «No es fácil encontrar palabras adecuadas para tantas cosas a la vez cotidianas y solemnes, ceremoniales o sagradas, como, por ejemplo, el arte de hacer pan». Por suerte sí encontró después esas palabras y se lanzó a la escritura de otro ensayo delicioso, en todos los sentidos: Nuestro pan de cada día. 

De nuevo otro ensayo que es una lección de erudición no impostada, sino natural, de ahí que la lectura de este libro se asemeje más a una conversación con alguien que es experto en algún tema y que, entre bocado y bocado de una comida, te cuenta algunas anécdotas jugosas.

Y es que con el pan ocurre como con los adolescentes. Cada generación, cuando llega a la madurez, se queja de que la siguiente es peor, y así ha ocurrido desde hace siglos:

Virgilio se quejó de que el pan hecho para la gran ciudad, no era como desearíamos. Se preguntaba por qué es distinto de aquel que él mojaba en moretum cuando era niño en su Mantua natal.

Es por eso que el pan de la infancia se recuerda incluso en el exilio, algo que Matvejevic sabe muy bien. El pan de una región nada tiene que ver con el del resto. Es uno de los primeros sabores que se graban en nuestro cerebro y a él se asocian comidas, celebraciones, banquetes, recreos…

El pan ha sido fundamental para las religiones. Todas ellas han tenido siempre entre sus obligaciones –otra cosa es que lo hayan cumplido, pero ahí nos metemos en terrenos pantanosos– dar pan al hambriento, proteger a sus creyentes del hambre. En el cristianismo, sin embargo, las disensiones a raíz del pan han sido múltiples. Por un lado, la dicotomía entre el pan ácimo y el pan fermentado, en el que diferían cristianos de Occidente y de Oriente. Después, la transubstanciación frente a la consubstanciación. Voltaire quizás definió bien este problema «al escribir con ironía acerca de la “blasfemia extravagante” que supone decir que tres dioses forman un dios y comerse al dios que se adora, digerirlo y convertirlo en heces».

Este ensayo también gira en torno a la etimología, pero además también cita algunos maravillosos dichos acerca del pan de los gitanos yugoslavos:

Si zurraran a un pobre con pan, él les besaría las manos.
El pan puede lo que Dios no da y lo que el emperador no logra alcanzar.
Si hubiera pan y no hubiera marrulleros, sobrarían las oraciones.

Si decíamos que el Breviario mediterráneo es un viaje sentimental, Nuestro pan de cada día no lo es menos, y se destapa sobre todo al final del ensayo, cuando Matvejevic nos hace partícipes de sus razones para escribirlo. Sin embargo, ese detalle no lo desvelaremos aquí: mejor es descubrirlo durante la lectura.

Estamos faltos de escritores como Matvejevic, capaces de aunar erudición y sentimentalismo de un modo tan audaz y, al mismo tiempo, tan sencillo. Esperamos que sus obras sigan reimprimiéndose y que se publiquen algunos de sus títulos que aún no se han traducido. Es una pena carecer de voces como la suya. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario