Si todas las historias se ven condicionadas por sus
circunstancias, las de Centroeuropa y Europa del este son casi infinitas en
número y en complejidad. El escenario posterior a la Primera Guerra Mundial
desarboló las fronteras trazadas con tiralíneas y se originaron conflictos aún
no resueltos en pleno siglo XXI. Con la Segunda Guerra Mundial la situación
empeoró, de modo que los problemas pasaron de ser disputas fronterizas a
conflictos internos caracterizados por la represión de la población, tan bien
retratados en diversos países, cada uno con sus particularidades (Hertha
Müller, Bohumil Hrabal, Borislav Pekic o Milorad Pavic).
Pedrag Matvejevic (Mostar, 1932) es uno de esos
intelectuales europeos que nos llegan con cuentagotas porque sus mundos parecen
estar en las antípodas y, sin embargo, los tenemos a la vuelta de la esquina.
Desde la intelectualidad y la militancia política ha publicado varios ensayos
denunciando la situación política en la ex Yugoslavia (ya suena hasta rancio
decir eso, qué corta es la memoria) pero su principal valor, lo que lo
distingue del resto es exaltar la cultura común, lo que nos une, frente a lo
que nos separa. De modo que saltándose los nacionalismos, se aferra a una
visión conjunta de lo mediterráneo que reflejó a la perfección en su obra
maestra Breviario mediterráneo.
Matvejevic es un apátrida sin remedio. Hijo de ruso y
croata, pasó sus años de universidad en Zagreb, después se doctoró en la
Sorbona e impartió clases de Estética, su especialidad, en Roma. Su amor por la
cultura mediterránea lo lleva, por tanto, en las venas.

En el Mediterráneo caben todos: españoles, franceses,
macedonios, turcos, italianos, serbios, marroquíes, argelinos… Todos bañados
por las mismas aguas, obligados a entenderse cuando emprenden transacciones comerciales, mirando el mismo mar cuando comparten una taza de té mientras
contemplan el horizonte.
En algún momento, en el Breviario mediterráneo, escribe
Matvejevic: «No es fácil encontrar palabras adecuadas para tantas cosas
a la vez cotidianas y solemnes, ceremoniales o sagradas, como, por ejemplo, el
arte de hacer pan». Por suerte sí encontró después esas palabras y se lanzó a la
escritura de otro ensayo delicioso, en todos los sentidos: Nuestro pan de cada
día.
De nuevo otro ensayo que es una lección de erudición no impostada,
sino natural, de ahí que la lectura de este libro se asemeje más a una
conversación con alguien que es experto en algún tema y que, entre bocado y
bocado de una comida, te cuenta algunas anécdotas jugosas.
Y es que con el pan ocurre como con los adolescentes. Cada
generación, cuando llega a la madurez, se queja de que la siguiente es peor, y
así ha ocurrido desde hace siglos:
Virgilio se quejó de que el pan hecho para la gran ciudad, no era como desearíamos. Se preguntaba por qué es distinto de aquel que él mojaba en moretum cuando era niño en su Mantua natal.
Es por eso que el pan de la infancia se recuerda incluso en
el exilio, algo que Matvejevic sabe muy bien. El pan de una región nada tiene
que ver con el del resto. Es uno de los primeros sabores que se graban en
nuestro cerebro y a él se asocian comidas, celebraciones, banquetes, recreos…
El pan ha sido fundamental para las religiones. Todas ellas
han tenido siempre entre sus obligaciones –otra cosa es que lo hayan cumplido,
pero ahí nos metemos en terrenos pantanosos– dar pan al hambriento, proteger
a sus creyentes del hambre. En el cristianismo, sin embargo, las disensiones a
raíz del pan han sido múltiples. Por un lado, la dicotomía entre el pan ácimo y
el pan fermentado, en el que diferían cristianos de Occidente y de Oriente.
Después, la transubstanciación frente a la consubstanciación. Voltaire quizás
definió bien este problema «al escribir con ironía acerca de la “blasfemia
extravagante” que supone decir que tres dioses forman un dios y comerse al dios
que se adora, digerirlo y convertirlo en heces».
Este ensayo también gira en torno a la etimología, pero además también
cita algunos maravillosos dichos acerca del pan de los gitanos yugoslavos:
Si zurraran a un pobre con pan, él les besaría las manos.
El pan puede lo que Dios no da y lo que el emperador no logra alcanzar.
Si hubiera pan y no hubiera marrulleros, sobrarían las oraciones.
Si decíamos que el Breviario mediterráneo es un viaje
sentimental, Nuestro pan de cada día no lo es menos, y se destapa sobre todo al
final del ensayo, cuando Matvejevic nos hace partícipes de sus razones para
escribirlo. Sin embargo, ese detalle no lo desvelaremos aquí: mejor es
descubrirlo durante la lectura.
Estamos faltos de escritores como Matvejevic, capaces de
aunar erudición y sentimentalismo de un modo tan audaz y, al mismo tiempo, tan
sencillo. Esperamos que sus obras sigan reimprimiéndose y que se publiquen
algunos de sus títulos que aún no se han traducido. Es una pena carecer de voces como la suya.
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