viernes, 12 de febrero de 2016

Libros y filosofía: Una rubia imponente, el derecho a la tristeza

Tenemos la costumbre de valorar de forma positiva a aquellas personas que aparentan una incesante felicidad, las que siempre tienen una sonrisa en la cara, aquellas que solo parecen vivir experiencias alegres, y que en ocasiones cuentan sucesos, de los que son protagonistas, de una forma un tanto exagerada. Pero también sucede lo contrario: una persona que tiene unos labios con forma de sonrisa invertida, y que todo lo que dice tiene un matiz apesadumbrado, es valorada de forma negativa. Sin embargo, tanta desconfianza debería producirnos la persona que, aparentemente, vive en una continua desgracia, como la que parece formar parte de un cuento de hadas. Hay motivos para este recelo, ya que, seguro que hemos conocido personas en cada uno de los dos extremos, y al final nos hemos percatado de que la triste no era tan desdichada, ni la feliz tan dichosa.


Una rubia imponente nos destapa algo de esto a través de Hazel Morse, una mujer que al comienzo del relato es feliz y orgullosa, y que acaba convertida en una especie de florero triste y frío. Ya sea por voluntad propia o por capricho del destino, Hazel va transitando de hombre en hombre quienes la van apartando como si fuese un objeto del que se aburren una vez pasada el efecto excitante de la novedad. Primero se enamora de un hombre atractivo y bebedor, circunstancia que lo convierte en un ser gracioso y más seductor aún, pero que después de un tiempo, el exceso de alcohol lo convierte en un hombre furibundo y distante. Durante esta convulsa relación, Hazel Morse, se adentra también en el alcohol y comienza a conocer hombres en fiestas y bares. Pero ni el alcohol ni otros hombres eliminan una pesadumbre que se va transformando poco a poco, sin que la protagonista parezca darse cuenta, en infelicidad. Infelicidad que intenta compartir con hombres y mujeres, que ella considera algo más que una mera compañía, pero que todos rechazan animándola a estar feliz y dejándola sola con esa tristeza creciente

Es esa dupla de felicidad e infelicidad lo que convierte el relato en actual y verdadero, esa especie de creencia que a diario nos venden (y que nosotros compramos): vivimos para ser felices, y no solo eso, debemos estar felices las veinticuatro horas del día, trescientos sesenta y cinco días al año (trescientos sesenta y seis este por ser bisiesto). Aunque parece poco creíble, o poco posible, no tener alguna desazón de cuando en cuando. Lo contrario tal vez sea llevar, como un caballo, unas antiojeras que no nos permiten ver lo que está sucediendo a nuestro alrededor. 

Obviamente no se trata de hacer una apología en defensa de esas personas quejumbrosas que nos roban tiempo y energía día tras día, hora tras hora; pero sí sobre algo que le sucede a la protagonista del relato y que tal vez es una muestra más de cómo las personas nos alejamos entre nosotros, ya que hoy día está mal visto compartir esa tristeza que nos inquieta, ya que casi tenemos la obligación de mantener una sonrisa perenne y vivir en un estado de pseudo-felicidad permanente.

Recuerdo cómo mi abuela, reunida a la puerta de casa con algunas vecinas haciendo punto, levantaba la mirada de su obra artística (porque el punto no es una cosa menor, sino una cosa mayor, como la cerámica de Talavera) y contaba algo que le inquietaba entre «Hijito, hijito» y «Bendito, bendito»; compartían aquello que les desasosegaba, se desahogaban, para posteriormente, pasados unos minutos, continuar con sus agujas y entonar una canción alegre.

Claro está que tenemos derecho a muchos derechos, que tenemos derecho a la vida, que tenemos derecho a ser felices, pero, ¿no tenemos derecho también a la tristeza y a que no se nos aparte por olvidarnos sonreír en alguna fotografía de familia?


Título: Una rubia imponente
Autor: Dorothy Parker
Traducción: Jorge Cano
Ilustraciones: Elisa Arguilé 
Editorial: Nórdica Libros
Páginas: 112
Precio: 16,50 eur (rústica)

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