Si no hubiese sido Juan Gracia Armendáriz, tal vez nos habría mandado a paseo. Si no hubiese sido Juan Gracia Armendáriz posiblemente habría huido. Pero se daba la circunstancia de que el que estaba allí era Juan Gracia Armendáriz, y quizás por eso, aceptó con una sonrisa tímida que las cinco personas que lo rodeaban le hicieran algunas preguntas para conocer mejor su último libro, La pecera, y su carrera como escritor.
P: Tu último libro, La
pecera, trata un tema complicado de transmitir, como es el alcoholismo, ¿leíste algún libro en el
que el protagonista también fuera alcohólico o fue más intuitiva?
R: Durante el proceso de
escritura y como parte de la documentación de la novela. Leí y releí bastantes
obras donde el alcohol tiene mucho peso: Bajo
el volcán, El bebedor de Hans
Fallada, La leyenda del Santo Bebedor,
algunos libros de Bukowski… Y luego buceé en el cine: Días de vino y rosas, Día sin
huella, Leaving Las Vegas, Barfly… Y me di cuenta de que la mayoría
de las obras se habían escrito por autores centroeuropeos, norteamericanos o
anglosajones, pero que este tema estaba ausente en la literatura española,
salvo muy raras excepciones como El mundo
se acaba todos los días, de Fernando Marías.
P: Aparte de libros y cine, ¿trabajaste con algún tipo de
asociación?
R: Sí, asistí a varias reuniones
de alcohólicos anónimos, y escuche diversos testimonios. Lo que allí se cuenta resulta
a veces tan sórdido que hubo varios de esos testimonios que decidí no
incluirlos porque me empezaba a recordar a Yonki,
de Burroughs. Ese tipo de documentación… oral, fue para mí un elemento
fundamental, y gran parte de esos testimonios son esas voces que de repente
interrumpen la acción del narrador. Debo añadir que esas personas me dieron
muchas lecciones.
P: Entonces, ¿todas esas miradas están basadas en hechos
reales?
R: Sí, son testimonios que
escuché, luego obviamente las he sometido a un proceso literario para que fueran eficaces dentro de la trama; en
algunos casos cargué un poquito las tintas con alguna jerga, pues intenté que
cada una de esas miradas tuviera un tono diferente; eso luego quizás el lector
no lo ve, pero para mí es fundamental. Al haber elegido la primera persona, uno
se puede preguntar cómo Miguel puede estar dando cuenta de esta narración.
Quizás estas son convenciones narrativas que algunos autores se saltan con
cierta facilidad, yo procuro ser bastante escrupuloso en ese tipo de
convenciones cuando es necesario, y aquí yo creo que debía serlo. Obviamente
son testimonios que Miguel ha escuchado, y es capaz de rememorar, aunque
algunos están contados en tercera persona porque Ana da cuenta de ellos.
P: En realidad, creemos que es un acierto que esté
escrita en primera, en tercera la novela no funcionaría igual.
R: Yo creo que acerté en eso, y
en los tiempos verbales. Digamos que hay dos indicios muy marcados que señalan
el antes y el después de Miguel. Cuando él está hablando en primera persona y
el presente es inmediato, el lector no sabe qué va a ocurrir en la siguiente
frase, son los momentos en los que Miguel está solo; y cuando hay un cambio
temporal Miguel está rememorando el pasado con Ana.
P: ¿Qué te llevó a escribir La pecera?
R: Siempre digo que los temas no
los busco, los temas me llegan, y a veces de una manera un poco turbulenta. En
este caso se dieron las circunstancias para que el tema me interesara muchísimo
y al final me empujó la necesidad de narrarlo. El tema no solo me llamó la
atención por la adicción, sino todo lo que esta trae consigo, sobre todo en lo
que se refiere a la percepción de la realidad. Yo hice una serie de
reflexiones, me documenté bastante sobre el tema, y llegué a la conclusión en
el proceso de la escritura de que en el fondo el alcohol no hace más que
agudizar una serie de elementos que nos son comunes, como pueden ser la ira, el
rencor, la autocompasión, la sensiblería falsa, el victimismo, la paranoia,… Y esto en el alcohólico está aumentado a
niveles a veces terribles, lo cual me ayudó mucho para crear la voz narradora.
Es decir, si tienes un narrador, que es Miguel, y no tiene ningún tipo de
represión, puede decir lo que piensa, meterse en una pelea,… ahí tienes el tono
de la voz narradora. Y para mí era muy importante que la voz fuera verosímil, y
eso implicaba que el texto tuviera distintos grados, ya que las resacas te dan
un tipo de registro, los momentos de abstención te dan otro, o los momentos de
euforia alcohólica… Esa misma voz era una especie de polifonía, eran como
muchos Migueles dentro de uno. Un coro de voces que cantan distintos
movimientos, por así decir.
P: En La pecera,
parece que hay como dos partes o dos estilos narrativos…
R: En esta novela me permití una
pequeña venganza, porque muchas veces me dicen: “Tú escribes muy bien pero no
sabes narrar”. Así que decidí que las primeras sesenta páginas fueran casi como
un cómic, frase corta, acción, qué queréis, un videoclip, aquí tenéis un
videoclip. ¿Podría haber seguido así cuatrocientas páginas?, yo mismo me habría
aburrido, podría haber seguido ciento cincuenta, doscientas, pero habría sido
otra novela, quizás habría salido una novela más entretenida, o más
“taratiniana”. Así que pensé, ¿os habéis quedado a gusto? Pues bien, ahora voy
a mi terreno.
P: Una vez que tienes ya el esqueleto, ¿qué es lo que más
dolores de cabeza te da?
R: Una vez que la trama está me
preocupo del trabajo del lenguaje y de
la expresión. Sé que esto que voy a decir es algo que va contra los cánones de
la moda expresiva. A veces me dicen: «Es que adjetivas mucho»; a lo cual yo
respondo, «Es que a lo mejor tú no sabes adjetivar». Soy un defensor del
adjetivo, del adjetivo bien puesto, lógicamente. Disfruto con las palabras, con
el lenguaje, con la belleza de la expresión, y trato de que esto no frene la
acción. Por tanto, una vez que tengo la trama más o menos trabajada, las
últimas lecturas son más formales, casi se trata más de quitar que de poner.
P: ¿Qué autores crees que se tendrían que tener más en
cuenta?
R: A mí me gustan los autores
heterodoxos, los raros, y no porque yo lo sea o pretenda serlo (risas). Pero sí
es cierto que esos autores un poco fronterizos, que juegan con los géneros, que
cuidan el lenguaje, que llegan a tal punto de singularidad que son su propio
género literario. Pero he pasado por épocas: pasé una época en la que leía
mucho a Onetti, otra en la que leía mucho a Benet, y disfrutaba mucho con esa
sintaxis retorcida y «faulkneriana». Aprendí mucho leyendo algunas obras de
Umbral, de hecho mi tesis doctoral versó sobre su obra, pero hay que tener
cuidado porque a veces el exceso de lirismo sofrena la trama. Lo cual no quita
para que yo desprecie a los escritores del realismo sucio como Carver, Cheever
o Bukowski, en absoluto, soy muy omnívoro en mis lecturas.
P: En las otras novelas tuyas, que tratan sobre tu propia
enfermedad, ¿la enfermedad te cambia la forma de ver o de mirar lo que se
narra?
R: Sí, porque tu situación es
distinta, tu forma de ver la vida cambia de ángulo. Es una situación donde el
futuro es una incógnita, pasa el tiempo, compañeros tuyos mueren, y esto necesariamente
transforma tu forma de ver y entender la realidad y la manera de escribirla. De
hecho, Diario del hombre pálido lo
escribí en hemodiálisis, pero Piel roja
no, aunque la enfermedad sí está presente, todo lo que ocurre ya ha acontecido,
y aunque el tono de la primera parte de Piel
roja se parece bastante a Diario del
hombre pálido, luego cambia. Esa especie de estoicismo ante la enfermedad
se va disolviendo porque yo ya había salido de esa situación. Es decir, en el
primero estoy en el centro de la plaza, y en el segundo estoy viendo los toros
desde la barrera o desde la televisión. El narrador, quiero decir…
P: Dices que un buen poeta puede ser alguien joven, pero
que un buen narrador necesita tener un bagaje vital a sus espaldas…
R: Es lógico, ¿no? Es difícil, aunque
hay excepciones, como en todo, pero es muy difícil escribir una novela que diga
algo con veintipocos años, porque tienes la infancia y la adolescencia al lado.
Creo que la novela es un género de experiencia; pero en poesía creo que no es
tan necesario, hay autores precoces jóvenes, como Rimbaud o Félix Francisco
Casanova. También es cierto que Vargas Llosa escribió La ciudad y los perros siendo un veinteañero… La literatura es el terreno de las excepciones y los
dogmatismos.
P: ¿Lees autores jóvenes?
R: Es cierto que quizás debería
leer más autores jóvenes, pero llega una edad en que el discurso cambia, y la
clave ya no está en cuántos libros he leído, sino cuantos libros podré leer
(risas), en lugar de sumar, restas. Philip Roth, opinaba algo parecido en lo
que respecta a enseñar a escribir novelas, y por ello decía pedir tres
condiciones para inscribirse en alguno de sus cursos: haber sufrido una
enfermedad que por poco te mate; se te lanzará en paracaídas sobre un país
extranjero sin un céntimo en el bolsillo y tendrás que sobrevivir durante un
año; y por último, trabajarás en una mina de carbón. Es un modo exagerado de
decir lo que estábamos comentando. Lo cual no significa, insisto, que no haya
que estar atento a flores raras que pueden aparecer por ahí.
P: ¿Cómo ves el panorama editorial?
R: Yo creo que es un momento
complicado, aunque no sé cuándo ha sido bueno. Porque cuando estaban Muñoz
Molina, Javier Marías, etc., existían tres editoriales, y publicabas en una de
esas tres o no te leía nadie. Ahora ocurre lo contrario, hay una oferta
editorial muy amplia y parece que publicar es más sencillo, en principio, por
no hablar de la autoedición en internet. El panorama ha cambiado muchísimo, y
el número de ventas ha bajado también de forma alarmante. Yo creo que el
panorama es complejo, pero tiene algunas ventajas que no se tenía hace algunos
años.
R: Siempre intentas escribir el
libro que tienes en mente y que te parece magnífico, pero creo que te mueres y
no lo escribes nunca. Creo que este es un oficio en el que se puede alcanzar la
excelencia, y hay autores que lo han conseguido, pero los mortales nos tenemos
que conformar con hacer las cosas lo mejor posible. Puedes tener una situación o
un estado especial donde puedes escribir algo que merezca la pena, pero no me
preocupa en exceso. Yo no sé si he escrito mi mejor libro ya, no tengo ni idea,
confío en que no, que lo mejor está por llegar… Me hubiese gustado escribir, La vida breve, de Onetti, La metamorfosis, de Kafka, La muerte de Ivan Ilich, de Tolstoi, Bajo el volcán, Desgracia, de Coetzee, Pastoral
americana, de Roth, o Madame Bovary,
de Flaubert…
P: ¿Qué pregunta te gustaría que te hiciesen y que no te
han hecho?
R: ¿Cuál es la poética que hay
detrás de tu literatura?
P: ¿Y la respuesta? (Risas)
R: Yo creo que el gran tema de
la literatura del siglo XX es la condición humana, y ese es mi compromiso como
escritor. Yo, modestamente, sigo esa línea, no me interesan mucho esas grandes
obras donde se plantean grandes sistemas de interpretación de la realidad, me
interesan más las novelas que indagan en la condición humana.
P: ¿Cuáles son tus planes futuros?
R: Después de escribir La pecera se dieron unas circunstancias
de agotamiento y quedé exhausto, pegarse dos años con Miguel Quer en la cabeza…
es un vecino poco agradable, así que necesitaba desintoxicarme de él; pasé una
temporada en la que no tenía la necesidad de leer o escribir, y a partir de
septiembre, a raíz del descubrimiento de unos autores franceses, volví a sentir
la necesidad de escribir. Y ahora estoy escribiendo un género que a mí me gusta
mucho, que es la nouvelle, aunque
esté empezando a engordar y no sé si la admitirán en la pasarela de las novelas
breves…
No hay comentarios:
Publicar un comentario