lunes, 4 de enero de 2016

La muerte de mi hermano Abel, de Gregor von Rezzori: la Gran Novela Europea

¿Cómo reseñar una obra maestra sin sentirnos intimidados por ello, sin decir sandeces que no estén a la altura de lo que se reseña, cómo vencer ese pudor? ¿Cómo enfrentarse a un análisis más o menos simple, no académico, de una obra como La muerte de mi hermano Abel sin caer en la simpleza ni emprender, por el contrario, un comentario sobre ella que se desbordaría sin remisión y podría alcanzar casi tantas páginas como el mastodóntico volumen que la contiene? Decir que la obra trata sobre la conversación de Aristides Subicz con un agente literario acerca de su novela inacabada y que después se presentan fragmentos de esa novela, y que eso –voilá­– es precisamente su novela terminada, sería perpetrar una reseña más bien burda. Por eso, la mejor forma de acercarse a esta novela, creo, es referirse a la obra a partir de palabras que tratan de definirla, los leitmotiv que la recorren, cercan al lector y lo dirigen hacia un núcleo de la lectura que siempre parece esquivo. 


espiral: es la forma en la que von Rezzori presenta los leitmotiv de la novela, en la que sus recuerdos, a partir de palabras, de objetos, de imágenes, regresan a diferentes épocas de su vida, concentradas entre 1919 y 1969. Esos recuerdos vuelven una y otra vez, se enredan, saltan décadas y reaparecen con otra óptica, condicionada esta por la nueva información con la que contamos. El pasado también se nutre del presente y lo dibujamos de forma diferente a como se nos presenta cuando es tan solo presente, de modo que cada nuevo detalle abre decenas de nuevas vías («Cualquier cosa que narre, da lugar a otra narración»). Eso no quita para que haya un cierto orden cronológico en ese caos, si bien en el planteamiento de la obra es más relevante esa sensación de multiplicidad de tiempos y de recuerdos que funcionan como espejos distorsionados.  

el hermano: Schwab, lector de Scherping, la editorial en la que Subicz debería haber publicado la novela que lo condujese a ganar el Nobel, en la que lleva trabajando diecinueve años, es su hermano ilusorio, su alma gemela y, al mismo tiempo, su enemigo acérrimo. Ambos son Caín para el otro, y también Abel. Schwab trata de escribir una novela en secreto y para ello toma como modelo de personaje a Subicz; este último tomará a Schwab como modelo para la suya. Subicz es el escritor dionisíaco, el dandi que se deja llevar por el presente, a escribir guiones para los cerdos del cine mientras trata de escribir esa novela que nunca finalizará. Schwab, por el contrario, es el escritor alcohólico y atormentado, el intelectual que se negó a rebajarse a la simplicidad del mensaje fácil. Ambos consideran que la escritura se nutre de la biografía, que es imprescindible para narrar algo que suene a verdadero. Como dice Subicz:

«¿Quién puede atreverse a contar otra cosa que no sea su propia historia? Bueno… sí, las stories… Basura como la que escribo para el cine. Novelitas baratas, todas las que quieras. Tengo otro amigo, un tal Nagel. Se saca de la manga tres de esas cada año. Es candidato al Premio Nobel».
 
la mirada del apátrida: la obra está narrada desde esa mirada extrañada, ajena, del apátrida. Subicz es un expatriado voluntario que únicamente encuentra acomodo en París, quizás porque como él mismo reconoce, es el último reducto de la Europa Antigua, pertenece al único país capaz de mantener sus señas de identidad y que no se ha vendido del todo a los cantos de sirena de Estados Unidos: «Francia es una madame desnuda en un patio». Esa mirada apátrida le permite analizar los hechos únicamente desde su perspectiva histórica personal, sin dejarse llevar por patriotismos o conciencias de raza a los que no se siente adscrito. Eso lo distancia, por ejemplo, de su primo Wolfgang, de sus ideas filonazis (y del que, sin embargo, guardará siempre buenos recuerdos).  

viena, la colectividad, las bloody fucking middle-classes: es sorprendente que Austria apenas figure en el relato actual de la Segunda Guerra Mundial como uno de los malvados. Siempre ha salido bien parada, no sé sabe muy bien por qué, quizá porque en otro tiempo fue como Francia, el corazón cultural de Europa. Y, sin embargo, Subicz recuerda, en algunos de los mejores fragmentos de la obra, la entrada victoriosa de Hitler en Viena, los vieneses alzando sus banderitas con la cruz gamada y haciéndose a un lado al paso de la comitiva. Tres días durante los cuales, escribe Subicz, no salió el sol. Fue la antesala del terror por llegar. Subicz no personaliza en Hitler el terror posterior, sino en la colectividad, en esas clases medias –las clases altas colaboraron con los nazis o, simplemente, se pusieron a salvo donde buenamente pudieron– que obedecieron como autómatas las normas, sin oponer resistencia, en una suerte de locura colectiva, un zeitgeist, para el que Subicz plantea más preguntas que respuestas. Las clases altas, personificadas sobre todo en el tío Ferdinand (uno de los personajes más logrados de la obra) se llenaron los bolsillos entre las dos guerras y lo gastaron también a manos llenas sin complejos, sin sentimiento alguno de culpa, dejándose llevar también por el espíritu de la época.

la venganza, la escritura: «El que escribe, se venga», dice Subicz. Se venga de su historia, de su pasado y su presente, de su incapacidad para concluir su novela, de los timoratos y de los vencedores, también de los caídos y de «la omnipresencia de la desesperanza». La escritura empleada por von Rezzori no pretende transmitir un mensaje sino tratar de reflejar la esencia de los hechos, algo tan propio de los escritores centroeuropeos, muchos de ellos caracterizados por «cierta forma de nobleza: la capacidad de odiar». Y es que narrar la historia no deja de ser, de algún modo, vengarse del pasado.

el estilo: maravillosa la traducción de José Aníbal Campos, que ha sabido traernos al castellano un estilo a todas luces complejo, de uno de esos autores exigentes con el lector, de los que, por cierto, andamos escasos en los últimos tiempos, especialmente por esa dosis de intelectualidad y de análisis profundo de la realidad –de la subjetiva, pues no hay otra posible– de la que carecen muchos de los textos que leemos hoy día. Los largos párrafos encadenados mediante los que está construida la obra adecúan a la perfección la estructura mental de Subicz, su recorrido errático por sus recuerdos, a una cadencia que lleva al lector en volandas en una suerte de caída en espiral hacia ese núcleo final de la obra en el que confluyen la escritura y la ausencia de sentido (que Subicz trata de remediar mediante la escritura). La reciente lectura de Los hijos de Nobodaddy, de Arno Schmidt nos ha llevado a encontrar muchas similitudes entre ambos escritores a la hora de plasmar un tiempo histórico que los dos vivieron paralelamente y que narraron de una forma muy personal pero, al mismo tiempo, de manera muy similar, empleando una visión desacralizadora de los acontecimientos y mostrando una repulsión por la sociedad y un planteamiento autobiográfico muy cercanos entre sí. 


la biografía: Subicz descubre que el único libro que puede escribir es un libro sobre la literatura y que, al mismo tiempo, es una biografía. Es de la indagación en la historia personal de donde nacen las obras que dotan de sentido a la realidad, una realidad que puede convertirse en colectiva, si esa historia es compartida al menos en sus rasgos más básicos. Pero la biografía puede ensayarse de diferentes formas y von Rezzori (o Subicz) lo hace desde una visión paródica de sí mismo, sin una visión melancólica del pasado, salvo aquel que le une a sus amantes. El resto es tratar de abarcarlo todo con la literatura:

«Yo quiero decirlo todo en ese libro, todo lo que sé, lo que supongo y creo, lo que reconozco y percibo, todo lo que he vivido y experimentado; de la manera en que lo he vivido y experimentado, y, de ser posible, por qué y con qué fin pude haberlo experimentado o vivido».

el vacío: el que se siente después de leer una obra como esta. Uno se siente un poco más inteligente cuando termina de leerla –después pierde esa pizca de inteligencia cuando lo confiesa– y descubre una amarga verdad: que los libros que va a leer a continuación van a sufrir una inevitable comparación con esta, por lo que le espera un páramo de lecturas que, esperemos, no se prolongue demasiado y que se cruce con uno alguna otra obra maestra en poco tiempo.   

Nota final de agradecimiento: es difícil comprender cómo ciertas obras maestras, auténticos logros de la intelectualidad como esta que nos ha ocupado, sean ignoradas y permanezcan durante años en el olvido hasta que alguna editorial, en un alarde de osadía (y, por qué no decirlo, de buen gusto) tiene a bien recuperarlos. Por eso debemos rendirnos a la labor que está llevando a cabo en los últimos años la editorial mexicana Sexto Piso, que a cierta generación de lectores nos ha descubierto a autores de la talla de Barth, de Gaddis o esta magnífica La muerte de mi hermano Abel, un ejemplo de lo que debería ser la Gran Novela Europea. 


Título: La muerte de mi hermano Abel
Autor: Gregor von Rezzori
Traductor: José Aníbal Campos
Editorial: Sexto Piso
Páginas: 808
Precio: 33 eur (rústica) 

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