lunes, 18 de enero de 2016

Entrevista: José Aníbal Campos. Sobre La muerte de mi hermano Abel

Qué sería de nosotros, los simples mortales que somos capaces de leer textos en no más allá de un par de lenguas, y malamente, sin los traductores. Sin ellos, no tendríamos acceso a la mayoría de las mejores obras que se publican actualmente en el mundo o nos quedaríamos sin leer a la mayoría de los clásicos. O, en el caso que nos ocupa, nos quedaríamos sin leer el que para nosotros fue, no nos cansamos de repetirlo, el libro de 2015: La muerte de mi hermano Abel, de Gregor von Rezzori, publicado por la editorial Sexto Piso.   

Tenemos la suerte de atraer a gente muy generosa, como el traductor de la obra, José Aníbal Campos, que se mostró dispuesto (no sabía dónde se metía) a que le avasalláramos con nuestras preguntas. Con una trayectoria de 30 años en la traducción de autores en lengua alemana, es toda una referencia en el mundo de la traducción. Sin duda lo demostró con sus amables respuestas a las preguntas que le formulamos y que os presentaremos en dos entregas, para manteneros con la intriga.

José Aníbal Campos. Crédito: Jörg Scholz-Nollau.

P: ¿Cómo calificarías La muerte de mi hermano de Abel? ¿Es un libro para escritores? ¿Es una autobiografía más bien burlesca y tramposa? ¿Es un intento muy personal de compendiar la historia europea del siglo xx? ¿Es todo eso al mismo tiempo?

Es todo eso, pero también mucho más. Los niveles de lectura que proporciona la novela son infinitos. Es una Summa, y eso la emparenta con otras obras narrativas que han pretendido lo mismo en la historia de la literatura. Aunque es, ciertamente, una larga reflexión sobre la creación de obras narrativas, creo que cualquier lector medianamente culto puede disfrutarla, de modo que no solo es una novela para escritores (como la calificó el propio Rezzori). Por otro lado, cualquier académico interesado en cómo llevar creativamente a la narrativa las diferentes teorías sobre la novela (sobre todo las que estaban en boga en el París de los años 50 y 60), puede encontrar aquí un ejemplo espléndido. También es un intento pícaro, engañoso, de disfrazar la biografía propia, de estilizarla, y se mueve entre esos polos de la autoficción y la heterobiografía. Pero puede leerse también como un intento por recuperar el valor de los mitos y de las historias en minúscula, en oposición a la Historia. Rezzori era un apasionado lector del Decamerón, de Las mil y una noches, de Canetti, el gran reivindicador del mito en el siglo xx. No hay que olvidar que Rezzori es el creador de un lugar ficticio «plagado» de Historia y de historias, Magrebinia, y en esta novela las historias y las anécdotas, aunque insertadas en una trama general, proliferan como células descontroladas bajo un agente disociador. En la novela Rezzori utiliza dos metáforas clave: la proliferación celular cancerígena y la fragmentación resultante de la división del átomo, dos temas fundamentales de la ciencia en la segunda mitad del siglo xx. Y esa metáfora vale para la construcción de una identidad, en contra de toda construcción lineal; vale para la creación narrativa, como respuesta al agente norteamericano que le pide al protagonista narrador que le cuente su historia, como si se tratase de un treatment cinematográfico, «en tres frases», y vale, asimismo, para el destino de Europa en general a manos de un agente disociador que, paradójicamente, consigue una estandarización de la diversidad: la «norteamericanización» y la proliferación de las bloody fucking middle classes. Y esto, a su vez, le otorga a la novela el valor de inventario histórico, una ficción que resume de un modo magistral lo que fue de Europa en la segunda mitad del siglo xx.             


P: Parece además una reacción frente a autores como Thomas Mann...

No es que sea una reacción contra autores como Thomas Mann; es la novela anti-Thomas Mann por excelencia. Y esto, quizá, merece una explicación más extensa. Rezzori mantuvo una relación intensa –y lógica– con la tradición literaria alemana. El entorno de su infancia, su adolescencia y su primera y segunda juventud fue de habla alemana. Sin embargo, la suya es una relación sumamente crítica. Creo que fue Goytisolo quien dijo que una obra como La montaña mágica era la última gran novela del siglo xix. Y, a mi juicio, no le falta razón. Hace poco empecé a leer, por cuarta vez, La montaña mágica, pero hube de dejarla a la mitad. Lo que en la adolescencia disfruté casi como un non plus ultra narrativo, me pareció en esta ocasión superado con creces por el paso de los años. Las disquisiciones de Hans Castorp en torno al decurso del tiempo me parecieron desfasadas, y no solo desde la perspectiva de ese lector contemporáneo menos ingenuo que soy ahora, sino que me parecen superadas ya en la época en que se publicó la novela, en 1924. Si se piensa que la novela fue escrita entre 1912 y 1924, y recordamos que para esa fecha ya estaban en pleno apogeo nuevas formas de ver la literatura (formas, incluso, ya algo establecidas), podemos concluir quizá que el éxito de la novela en su momento se debió a una inmadurez de los lectores de la época. Inmadurez fomentada por los mecanismos de poder de la cultura de ese periodo.


P: Rezzori, en ese sentido es desacralizador...

Rezzori es implacable con esa inmadurez. Y, en su espíritu desacralizador, es implacable, asimismo, con los mecanismos de poder culturales. Uno de los temas omnipresentes en cualquier obra de Rezzori es la crítica furibunda a la mentalidad alemana, en particular, y al idealismo, en general –una línea de pensamiento que, en su vertiente moderna, tiene marca registrada alemana–. La grandiosa capacidad sistematizadora de los alemanes para crear mundos técnicos «perfectos» y, a la vez, generar niveles de abstracción casi deshumanizadores ­–no olvidemos que un campo de concentración es el resultado tecnológico concreto de una abstracción, la supuesta superioridad de una raza–, se encuentra en franca contradicción con una mentalidad protestante que reprime abiertamente los placeres terrenales, y para eso Rezzori solo tenía una amarga pero sonora carcajada, la que le provoca la contradicción entre un pensamiento abstracto y tecnificado sumamente desarrollado y una escasa experiencia vital y sensual. Thomas Mann viene a encarnar para el autor de la Bucovina al artista burgués que se deriva de esa mentalidad. Es la quintaesencia de esa manera de vivir, de ver y entender el mundo.

En 1994, el semanario Der Spiegel entrevistó a Rezzori en su casa de la Toscana con motivo de su 80 cumpleaños. Rezzori aprovechó la ocasión para mostrar su desprecio tanto a la prensa en general como al canon establecido de la literatura alemana. Y entre las cosas que dice sobre Rilke –a su juicio, «el más grande poeta lésbico desde Safo»–, dedica también su burla contra Thomas Mann: «su humor es, más bien, el de un adolescente en plena pubertad». Esto podría tomarse como mera envidia, la de un escritor que jamás fue (y posiblemente nunca será) acogido en ese canon alemán, pero a esa suposición maliciosa Rezzori responde con su escritura. La muerte de mi hermano Abel es una buena muestra –por su manejo del lenguaje, su inventiva, su alarde de talento en el uso de los leitmotive musicales, en la creación de neologismos y en la construcción de los personajes— de un furibundo y destructivo homenaje a Thomas Mann, por paradójico que suene esto último. Rezzori lo homenajea en la medida en que demuestra que podía escribir tan bien como él, pero para decir otras cosas y para adaptar su narrativa a una nueva mirada al mundo real.

Rezzori señalando el lugar donde deseaba ser enterrado, 
en la casa familiar de la Toscana. Crédito: Fondazione Santa Maddalena

P: ¿Se aprecia esa misma animadversión hacia Mann en algunas de sus otras obras?

Las puyas contra Thomas Mann están presentes en casi toda su obra. Un cuento como «Sobre el acantilado» puede verse como un anti-Tonio Kröger, en la medida en que resuelve de manera drástica el conflicto burgués que Mann proponía en ese relato, entre el arte y el pragmatismo de la burguesía. El barón Von Yassilkovski es como una burla, más macabra aun, contra el intento de Mann de crear un pillo como Felix Krull. La muerte de mi hermano Abel podría leerse, resumiendo, como una respuesta al Doctor Faustus, escrita a finales de la guerra, y que veía idealistamente la destrucción de Europa en una conjunción de pactos diabólicos que responden al mismo tic: conflicto entre el arte como entidad sublime y las bajas apetencias humanas. Para ello, Rezzori responde de nuevo con la carcajada amarga de Subicz, que no ve –no puede ver– una separación de ambos niveles. Es algo que valdría un estudio más detallado, y me atrevo a afirmar (como un regalo que me gusta hacerles a los académicos, siempre necesitados y pobres de ideas para proyectos investigativos) que Gregor von Rezzori se propuso conscientemente desmontar el canon alemán empleando como pieza modelo, como una especie de Lego® literario, la obra del, en su época, todavía considerado «más grande narrador» de la literatura en lengua alemana.         


P: La obra pasa por distintas fechas y países a base de digresiones y de ideas o imágenes que fuerzan la memoria del escritor a recordar, pero en todo momento da la sensación de que mueve en espiral en torno a un núcleo central. Al final llegamos a la implicación de Austria en la Segunda Guerra Mundial y, por último, a la descripción de los juicios de Núremberg, donde el narrador encuentra el amor pero, al mismo tiempo, se da cuenta de que esos juicios son inútiles. ¿Crees que ese sería uno de los temas de la novela? ¿El mal, y cómo remediarlo?

Muy bien visto este detalle. Y me alegra que me hagáis la pregunta, pues me da pie para extenderme en otros temas. El hecho de que la narración esté dando saltos de un sitio y de una fecha a otra se debe, ante todo, a la propia estructura de la novela, de modo que es un recurso aplicado de manera consciente. Es una novela-rompecabezas, una novela-puzzle. Por un lado, responde a esa vertiente en la obra de Rezzori por la que mejor se le ha conocido y reconocido: la que yo llamo «memorialística». Los saltos de lugar y de fecha forman parte también de ese intento por recuperar un pasado perdido. Y sí que tienen la intención de poner en su lugar, desde la visión personal de Rezzori, ciertos hechos históricos. En lugar de ofrecernos una versión teleológica, lineal, de lo sucedido con Europa tras la Segunda Guerra Mundial, Rezzori prefiere transmitirnos un universo de sensaciones. Porque La muerte de mi hermano Abel es un compendio sinestésico, por así decir, de la historia de Europa tras la guerra. Rezzori no se atiene casi a los hechos, busca transmitir olores, sabores, colores, sensaciones de toda índole. No pretende mostrarle al lector que ha leído a los historiadores posteriores a 1945 ni que conoce las teorías literarias de los años 50 y 60: las integra en su estructura como vivencia personal, las evacua en su incontinencia de ideas y de palabras.


P: Y de ahí pasa a examinar el mal…

Uno de esos temas en los que Rezzori es un precursor es el concepto de la banalidad del mal. Las descripciones que hace aquí de los capitostes nazis durante el proceso de Núremberg, proceso que cubrió como reportero para la Radio del Noroeste de Alemania, se basan en los apuntes tomados por él en fecha tan temprana como 1946-1947. Por mera intuición, el autor de la Bucovina entendió que la demonización del nazismo mediante el foco puesto única y exclusivamente en unos pocos individuos –uno de cuyos pecados, según el autor, era el de la mediocridad–, soslayaba tratar a fondo el tema de por qué todo un pueblo (culto, por demás) siguió a esas figuras anodinas hacia un abismo de destrucción. De ello surge también la osada y cuestionable tesis de Rezzori de que los totalitarismos principales de la primera mitad del siglo xx, el nazismo y el estalinismo, fueron el terreno preparatorio para la estandarización de las mentes que tanto necesitaba la «americanización» de Europa. No se me ocurre ningún tema que pueda ser más medular y actual que éste, especialmente en una España con una mayoritaria clase media hipotecada (en sentido recto y figurado), mediocre y mendaz, desorientada y sometida, por hablar solo del lenguaje, a la tiranía y a los dictados de una «corrección política» que ha sido concebida para esclavizarla. Leer el libro de Rezzori sirve también para despertar, al menos a quien tenga ojos para entenderlo y ganas de despertar.


P: Desde nuestro punto de vista, Rezzori parece compartir muchas similitudes con Arno Schmidt y con Thomas Bernhard. ¿Ves tú similitud con ellos o con otros autores de lengua alemana?

Hummm.... No sé yo bien. O, más bien, sí que sé. Pero tendría que resumir bastante mi respuesta. Puede que a Schmidt lo una la voluntad de disección del lenguaje y la experimentación con él, y a Bernhard, tal vez, el uso de la literatura como crítica furibunda al hombre y a la sociedad. Pero hay algo que separa a Rezzori definitivamente de estos dos autores: ambos se tomaban demasiado en serio a sí mismos y se tomaban demasiado en serio el poder de la literatura como motor de algo. Si bien en Bernhard hay momentos que apuntan a un sentido del humor corrosivo (rasgo que podría compartir con Rezzori), esa corrosión va dirigida, sobre todo, a un mundo exterior que es juzgado por la entidad moral Bernhard. Rezzori no juzga demasiado, y cuando se burla, que lo hace, en ese escarnio se incluye a sí mismo. El caso de Bernhard es curioso, porque en cierto modo, a pesar de su voluntad de convertirse en el Nestbeschmutzer de la nación austriaca (el pájaro que caga en su propio nido), ha acabado siendo una especie de hazmerreír en Austria, un país con literatos con un sentido del humor mucho más marcado que el de los alemanes, y aquí, en Austria, han sabido calar a Bernhard como a un autor construido por sí mismo en esa dialéctica de enfrentamiento frontal a la sociedad austriaca. Schmidt, por su parte, llega a un grado de abstracción en sus experimentaciones con el lenguaje que estaría en oposición a lo que Rezzori pretende hacer con la lengua alemana y la tradición. Además, no hay novedad en Bernhard ni siquiera en esa pose de conciencia crítica. Toda la mejor literatura austriaca ha estado siempre bien dispuesta a verter sus heces sobre la mentalidad austriaca. En lo personal, antes que leer a Bernhard, al que ya leí hasta el cansancio, prefiero volver a Karl Kraus. Y en cuanto a Schmidt, como germanista es fascinante leerlo, y seguramente todo un desafío traducirlo, pero su radicalismo en el trato de la lengua alemana, aunque importante en su contexto, no supera, a mi juicio, al radicalismo de un Joyce en Finnegans Wake. Yo creo que, en ambos casos, sí que estamos hablando de autores que escriben para autores o para el mundillo de la literatura, aun desde posturas tan radicales como las de ambos. En el caso de Bernhard, habría que escribir más, en el ámbito de lengua española, sobre el momento en el que su radicalismo empezó a ser payasada que reportaba a su autor pingües ganancias. Yo veo a Rezzori mucho más escéptico que ambos, y menos dado a coquetear con los mecanismos del mercado. Para ganar dinero usaba otras vías sin comprometer su literatura: escribir, por ejemplo, para una revista de moda y hacerlo magistralmente, y, en ese sentido, lo veo, en lo literario, mucho más radical.  


Gregor von Rezzori recibiendo a periodistas disfrazado de cura. 
Crédito de Fondazione Santa Maddalena

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