La tardía publicación en España
de la obra icónica de Andrés Caicedo, ¡Que
viva la música!, presenta una imagen sesgada de este enfant terrible de las letras colombianas. Los medios españoles hablan
de la influencia de distintos ritmos en esta electrizante trama, del rock n’
roll, de la salsa, de las drogas… y se intenta buscar a la protagonista, María
del Carmen Huerta, un lejano parentesco con la juventud en el mundo de los años
setenta. Pero pocos se sumergen realmente en el pasado de Caicedo y, como siempre,
se quedan con su suicidio a los veinticinco años, cinco meses y cuatro días, el
4 de marzo de 1977, tras recibir un ejemplar de su primera novela. Insisten en
repetir que su cabeza reposaba sobre la máquina de escribir, que lleva consigo
incluso a las discotecas.
Caicedo revolucionó la vida
cultural caleña, ciudad que despertaba poco a poco a las influencias
extranjeras. Pero no todo era cine, rock, películas europeas, la violencia
estaba ya entonces muy presente en el día a día de ese infierno llamado
Colombia. Andrés no solo “importó” una cultura hasta entonces prácticamente
desconocida sino que demostró que esa juventud podía deshacerse de la influencia
del Boom y acercarse, entre otros, a los ya defenestrados beats.
Las obras de Fuentes, Vargas
Llosa, Cortázar y García Márquez fueron lecturas obligadas para él, pero tal
vez su importancia fue menor que los textos de Lovecraft o Poe. Sus mismas
hermanas impulsaban la creatividad de Andrés y le regalaban obras de Witold Gombrowicz y Virginia Woolf.
Alberto Fuguet, quien quiso
poner patas arriba la escena literaria latinoamericana con la publicación de su
antología McOndo, descubrió la obra de Caicedo y se convirtió en su principal
valedor (como hoy en día hace con la del controvertido escritor uruguayo
Gustavo Escanlar). Fuguet tomó textos y cartas que guardaba la familia para
componer Mi cuerpo es una celda, una
singular autobiografía que permite conocer el yo más íntimo, más atormentado,
más intelectualmente inquieto del autor caleño. En palabras de su propia
hermana Rosario en los
dos libros Mi cuerpo es una celda y El cuento de mi vida se ve a un Andrés partiendo hacia la
oscuridad con una claridad tan luminosa que casi ciega.
En ¡Que viva la música! María del Carmen Huerta deja el acomodado
norte en una fiesta sin fin en busca del maldito sur. En ese descenso hacia los
infiernos se acompaña de los Rolling Stones, Richie Ray y Bobby Cruz, Eric
Clapton, y Ray Barretto (Caicedo tomó el título de su novela de una de sus más
famosas canciones, en la que hay improvisaciones de piano, timbales y congas y
que mezcla distintos ritmos del Caribe). Caicedo dispara escenas como si de
balas se tratasen, haciendo un uso acertado y eléctrico del slang caleño.
¡Que viva la música! no es solo un retrato generacional. En sus páginas se conoce la
permanente realidad de la sociedad colombiana, que prima, sobre todo, la plata y
la raza. Muchos autores posteriores han incluido esa problemática en su
narrativa, como es el caso de Juan Cárdenas y su novela Los estratos.
María del Carmen Huerta
comparte protagonismo con Cali, ciudad aún hoy marcada por la criminalidad, la
droga, el ansia de dinero y la proyección social. Solo sus jóvenes coinciden
rara vez al son de la música, pero desvanecido el hechizo las murallas vuelven
a crecer.
"Sí, odio a Cali, una
ciudad con unos habitantes que caminan y caminan… y piensan en todo y no saben
sin son felices, porque no pueden asegurarlo".
La novela caleña por excelencia
abrió el camino a otros autores de su generación que escribieron con la vista
siempre puesta en la pulsión de la calle colombiana. En 1984 Antonio Caballero
publicó Sin remedio, con Escobar,
joven poeta frustrado que intenta sobrevivir en la siempre despiadada Bogotá, como protagonista.
Penguin Classics incluyó ¡Que viva la música! dentro de su
catálogo hace un par de años. Hasta entonces Gabriel García Márquez era el
único autor colombiano que habían publicado. Su título en inglés, Liveforever, hace temer una pérdida del ritmo, de la
musicalidad.
Pero ¡Que viva la música! no es el único hito en la breve carrera de
Caicedo. Sorprende no solo su precocidad en la escritura sino su empuje a la
hora de impulsar distintas iniciativas. Encontró refugio lejos de la asfixiante
atmósfera de su familia, de su ciudad y de su propia mente en el teatro y en
el cine.
Siendo un adolescente publicó
sus primeros textos en los periódicos El espectador y Occidente. En 1969
inició una época de especial fecundidad teatral con piezas como Las curiosas conciencias, El fin de las vacaciones,
Recibiendo al nuevo alumno, El mar, Los imbéciles también son
testigos y La piel de otro héroe. También escribía
reseñas cinematográficas para la revista peruana Hablemos de cine,
convirtiéndose en el primer crítico vanguardista colombiano, y breves opiniones sobre sus lecturas que fueron recogidas en El
libro negro: la huella de un lector voraz.
Poco
tiempo después inauguró el cineclub de Cali y la revista Ojo al cine, que nace
como extensión de los folletos que entregaban él y sus amigos antes de cada
proyección con información y comentarios sobre cada película. En ellos también
había lugar para denunciar la censura y la convulsa situación de un país que
aún vivía las consecuencias del magnicidio del líder liberal Jorge Eliecer Gaitán.
La política, la música, la literatura impregnaban la vida de la ciudad, y
funcionaban como válvula de escape para una juventud que se negaba a
languidecer en esa ciudad de provincias. El caldo de cultivo perfecto para que
Caicedo se erigiera en pope involuntario de esa generación convulsa.
Cineclub de Cali
Animado
por esos éxitos viajó a Estados Unidos para intentar vender algunos de sus
guiones. El fracaso en su particular búsqueda de El Dorado le sumió si cabe más
en un estado depresivo que nunca le abandonó.
"Es la conciencia del
fracaso la que no me deja en paz. Digo, ¿considero un fracaso haber venido acá
y no haber vendido nada? Considero un fracaso no poder regresar ya, ahora…"
En sus relatos de principios de
los setenta se ve el germen de ¡Que viva
la música!, Caicedo retrata a sus congéneres y el colegio en el que él
mismo estudió. La influencia de Lovecraft y Poe nunca le abandonaron y gracias
a ellos introdujo en sus textos el terror, lo macabro, lo grotesco. En ellos
también se aprecia su íntima comunión con el cine. Calibalismo, escrito en 1971, consigue construir un narrador que
plasma su relación con las películas.
Caicedo era poesía, novela, cine,
teatro, crítica y crítico feroz contra la sociedad caleña, mente perturbada
pero también profundamente lúcida, que murió anticipando lo que estaba por
llegar y se convirtió, a buen seguro muy a su pesar, en un icono del post boom.
Mucho más que niñas bonitas, fiestas, drogas, salsa sin fin y Rolling Stones.
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