San Francisco no es una ciudad al uso. Su sinuosa geografía y su convulsa historia desafían la tradicional cartografía. En ella hay pequeños
barrios que recuerdan las distintas nacionalidades que la habitan, mansiones
fastuosas sobre la bahía, casas pintorescas y cinematográficas, parques sobre colinas, pequeños
comercios, templos para todas las confesiones. Hay riqueza -discreta-, pobreza y criminalidad, movimientos sociales, música de jazz y, sobre
todo, mucha literatura. San Francisco no tiene nada que envidiarle a Nueva York. La Gran Manzana tiene suerte de no compartir costa con la ciudad californiana. La rivalidad
entre ellas sería titánica.
Duke Ellington aseguraba que San Francisco era uno de los grandes
platós culturales del mundo, uno de los pocos espacios que podían llamarse cosmopolitas
en Estados Unidos, un lugar que brindó bienvenidas más calurosas a los emigrantes que Ellis
Island.
Antes de que a finales de los cincuenta del pasado siglo un grupo de jóvenes hiciera que las miradas de estupor y escándalo se dirigieran una vez más a San Francisco, antes de que aseguraran que ellos encarnaban la única vanguardia, tuvo en esa hipnótica ciudad la verdadera renovación de la literatura estadounidense.
En 1864 Mark Twain, Bret Harte, Charles Warren Stoddard e Ina
Coolbrith formaron una suerte de comunidad de creadores en la que cada uno de
ellos cumplía un importante rol. El poeta Stoddard terminó por encontrar su
inspiración y su plenitud en el catolicismo y en los nativos hawaianos.
Coolbrith ejerció de anfitriona para las reuniones de este simpar grupo y, además,
se convirtió en una de las mejores historiadoras literarias de la «república californiana». Bret Harte fue el editor de todos esos «bohemios», en el sentido real de la
palabra, pero buscó en el este la aprobación de Nueva York y acabó de esa
manera con su fortuna y talento.
Sobre todos ellos planea la alargada sombra de Mark Twain. Samuel
Clemens, nacido en la América más profunda, buscó en San Francisco un impulso a
su carrera como periodista. A la bahía llegaban los buques con mercancías y
emigrantes de Oriente que inundaban la ciudad de un exotismo del que todavía
hoy no se ha desprendido. Su formación literaria tuvo lugar en sus calles y en los viajes que emprendía entre Nevada y San Francisco, que anticipaban el
espíritu errante de Twain que hizo de la literatura de viajes una parte
fundamental de su obra.
Ernest Hemigway aseguraba que la narrativa moderna estadounidense
comenzó tras la publicación de Las
aventuras de Huckleberry Finn en 1884, obra que encandiló al gran público, que
tal vez no pudo apreciar la sátira. Casi veinte años antes, en 1865, en su
etapa californiana, Twain había publicado la que para mucho es su verdadera obra
revolucionaria, La célebre saltarina del
condado de Calaveras. Este breve relato vio la luz en las páginas del New
York Saturday Press y supuso el afianzamiento de su carrera como escritor.
Pero el perfil de San Francisco cambió tras el devastador
terremoto y posterior incendio de 1906. Con ellos y las numerosas víctimas se
destruyó gran parte de la historia de la ciudad. Jack London, nacido en ella,
se aleja de la naturaleza para retratar una época. Miembro del grupo radical literario
The Crowd («la masa») fue un defensor de los sindicatos, del socialismo y de
los derechos de los trabajadores, reivindicaciones que han estado siempre muy
presentes en esta ciudad menos patricia que obrera. La antología Jack London: San Francisco Stories, publicada en Estados Unidos en 2010, reconstruye
la ciudad antes del desastre y el fiel relato del mismo gracias a la serie Tales of the Fish Patrol.
Además de Twain, otros autores hicieron de San Francisco su París
particular. En ella había un verdadero crisol de culturas: los rusos que dieron
nombre a Russian Hill, los chinos que colonizaron el barrio que limita con la
avenida Grant, los italianos en North Beach, los mexicanos que dieron vida a
Mission, hoy infestada de hipsters.
El infravalorado William Saroyan, nativo de la vecina Fresno,
vivió en la ciudad en los años treinta y la abandonó tras la Gran Depresión.
Allí se ganó la vida vendiendo verduras, trabajando en periódicos y en la
compañía de telégrafos. Su vocación, que intentó desarrollar en San Francisco,
nació al leer los primeros textos de su padre, un inmigrante de origen armenio.
Desde entonces Saroyan se convirtió en el portavoz de esa comunidad y de otros
tantos que dejaron su vida trabajando en los campos de cultivo del Golden State.
El autor de La comedia humana
aseguraba: «San Francisco es arte en sí
misma, sobre todo arte literario. Cada manzana es un relato, cada colina, una
novela. Cada hogar es un poema. Esa es toda la verdad».
Por su parte, Robert Frost, quien renovó la poesía estadounidense
y encarnó al hombre de Nueva Inglaterra, siempre en comunión con la naturaleza,
era originario de San Francisco. El público ha parecido olvidar los primeros
paisajes que marcaron a Frost aunque al final de sus días este reivindicó una y
otra vez la importancia de California, como si de esa manera pudiera poner fin
a las envidias entre las dos costas.
John Steinbeck nació y creció en Salinas, ciudad cercana a San
Francisco. Al igual que Saroyan se sintió próximo a todos los emigrantes que
descendían del espíritu de Tom Joad. John niño convivió con latinos,
afroamericanos, ajeno a fenómenos como la segregación y consciente de la
mentira que era en realidad El Dorado. El hambre ejercía de lazo y para todos
ellos San Francisco era la gran urbe en la que los sueños aún parecían
posibles.
Steinbeck retrató a dos de esas familias en Al este del Edén, novela con ecos bíblicos y autobiográficos. Poco antes de que le fuera concedido el Premio Nobel de Literatura quiso
reencontrarse con Estados Unidos, un país que temía desconocer. Se embarcó en
un apasionante viaje junto a su perro Charley e intentó comprobar si se había
formado realmente una nación o si era la mera y casual confluencia de distintos
estados. En Viajes con Charley en busca
de Estados Unidos (Nórdica, 2014) narró su encuentro con su adorada San
Francisco:
Cuando yo era niño y vivía en Salinas llamábamos a San Francisco “la Ciudad”. Era, por supuesto, la única ciudad que conocíamos, pero yo aún pienso en ella como la Ciudad, y lo mismo hace todo el que se haya relacionado alguna vez con ella. Ciudad es una palabra extraña y selecta. A parte de San Francisco, solo pequeños sectores de Londres y de Roma persisten en el pensamiento como la ciudad. Los neoyorquinos dicen que van al centro, París no tiene más título que París. Ciudad de México es la Capital.
Yo conocí en tiempos muy bien la Ciudad, pasé mi periodo de buhardilla en ella, mientras otros se dedicaban a ser una generación perdida en París. Me hice hombre en San Francisco, subí sus cuestas, dormí en sus parques, trabajé en sus muelles, me manifesté y grité en sus protestas. Tuve, en cierto modo, la sensación de que poseía la ciudad en la misma medida que ella misma me poseía a mí.
San Francisco desplegó un espectáculo en mi honor. La vi desde el otro de la bahía, desde la gran carretera que bordea Sausalito y entra en el puente de Golden Gate. El sol de la tarde la pintaba de blanco y oro elevándose sobre sus colinas como una ciudad noble en un sueño feliz. Una ciudad edificada sobre colinas está por encima de los sitios llanos. Nueva York se fabrica sus propias colinas con edificios larguiruchos, pero aquella acrópolis en blanco y oro que se alzaba ola tras ola contra el azul del cielo del Pacífico era algo asombroso, pintado allí como la foto de una ciudad italiana medieval que no puede haber existido jamás. Me detuve en un espacio de aparcamiento para verla y para ver el puente colgante sobre la entrada desde el mar que llevaba a ella. Por encima de las verdes colinas, más altas hacia el sur, rodaba la niebla vespertina como un rebaño de ovejas que fuesen a guarecerse al redil de la ciudad dorada. Nunca me ha parecido tan encantadora como ese día. Cuando iba a ir de niño a la Ciudad, no podía dormir varias noches antes por la emoción explosiva que sentía. Es una ciudad que deja huella.
San Francisco no solo es esa ciudad noble que se erige sobre el
Pacífico sino también un lugar desde el que se divisa Alcatraz, un lugar en el
que el crimen y los conflictos han sido constantes a lo largo de su historia.
El británico Hitchcock sentía una especial debilidad por ella y la incluyó en
varias de sus películas. Algunas de las escenas icónicas de Vértigo descubren rincones de Nob Hill, Mission
Dolores, Lombard Street o el Golden Gate.
Vértigo
Pero el rey indiscutible del noir
en la ciudad de la eterna niebla es Dashiel Hammett, quien vivió allí entre
1921 y 1929. En sus primeros tiempos Hammett trabajó en la Agencia Nacional de
Detectives Pinkerton, cuyo llamativo lema era «We never sleep» Tras poco
tiempo dimitió y enfocó todos sus esfuerzos en publicar sus relatos. En 1923 ya
habían visto la luz algunos de ellos en Black Mask, una revista pulp de cierto
renombre, en la que El halcón maltés
y Sam Spade tuvieron su origen.
Hammett pasó gran parte de su tiempo en los bares clandestinos
–speakeasies– que se escondían en los sótanos durante la Ley Seca. Dando rienda
suelta a su alcoholismo pudo conocer los bajos fondos que luego retrataría en
sus novelas. Descubrió al gran público uno de los rincones malditos de
San Francisco, el Tenderloin, un barrio que conserva hoy en día muchos
edificios de aquella época –el art decó sorprende a sus valientes visitantes–. En
la actualidad su impronta criminal permanece en sus calles, como si deseara continuar una trama ideada por Hammett.
Continuará…
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