viernes, 18 de diciembre de 2015

Los hijos de Nobodaddy, de Arno Schmidt: misantropía y genialidad en una obra maestra

El que inicialmente parecía iniciarse como revolucionario siglo XX, a nivel no sólo político sino también, y sobre todo, artístico, devino, con el transcurso de las crisis bélicas, económicas y sociales, en una producción literaria, por lo que se alcanza a quien escribe este articulo, más mojigata y convencional. Los experimentos de las vanguardias perdieron su espacio e interés y dadaístas, expresionistas, futuristas, desaparecieron del horizonte literario para dar paso y mayor cabida a narrativa en la que prima el contenido, lo que se cuenta, olvidando  en muchas ocasiones las infinitas posibilidades que nos ofrece la experimentación con el idioma desde un punto de vista formal. (No me mencionen a los beat, por favor. Es una cuestión de principios)

No pretende afirmarse con lo anterior que en épocas pretéritas las cosas hayan sido totalmente diferentes, pero busquen en su memoria ejemplos recientes (y con este término me refiero a textos o autores del último cuarto del siglo XX y del siglo XXI), equiparables a los experimentos literarios de Joyce, Döblin, Albert Cohen, Gombrowicz o Kafka, por no mencionar a Breton, Max Brod o Bertold Brecht. Toda generalización es injusta y, sin duda, los incondicionales de Pynchon, Vollmann  o Gaddis habrán puesto el grito en el cielo, si es que no han abandonado la lectura de este texto a estas alturas. No obstante, en la literatura de los últimos tiempos, quien firma este artículo echa en falta algo de frescura y valor y menos resultado consolidado de antemano. Afortunadamente, de vez en cuando llegan a nuestras manos textos insólitos que compensan las ausencias mencionadas: basta recordar las recientes apuestas de Sexto Piso por la obra poética de Inger Christiensen, fallecida ya en 2009.

Al calor de los rescoldos de aquellas tendencias de la primera mitad del siglo XX y marcados sin duda por su particular experiencia como nacionales del país de «los malos» de la Segunda Guerra Mundial, a partir de los años 50 del siglo pasado, algunos autores alemanes componen sus textos de manera poco «convencional». Arno Schmidt es uno de los mejores y más interesantes, gratificantes y sorprendentes ejemplos de esto que acaba de señalarse.

La obra que hoy comentamos, Los hijos de Nobodaddy, es preclara muestra y catálogo de todas las virtudes del genial Arno Schmidt.

El texto se estructura en tres partes, escritas en fechas distintas, de temática conexa, (sin duda el más dispar en cuanto a lo que plantea es el tercero), recopiladas en un solo volumen por la voluntad del propio autor, sugiriendo que en realidad nos encontramos ante una historia en tres actos con un orden que responde al momento cronológico en que se desarrolla cada una.

Momentos de la vida de un fauno (1953), primero de los textos que compone la trilogía, que a su vez consta de tres partes. Se desenvuelve en los momentos inmediatamente anteriores al estallido de la Segunda Guerra Mundial, la primera; de mayo a agosto de 1939, la segunda, y de agosto a septiembre de 1944, la tercera.

La  «excusa narrativa» es la vida de un funcionario alemán que desempeña su tarea en una suerte de oficina censal, y nos cuenta tanto sus relaciones con sus compañeros, como con su jefe; su particular visión de su familia y sus ensoñaciones con una posadolescente, que acaba deviniendo actriz principal de la narración. Todo ello salpicado de peripecias del protagonista en pos de determinados documentos del pasado que le permiten el descubrimiento de algunos datos que estima relevantes (dentro de su particular mundo).

El segundo de los textos de la trilogía, El brezal de Brand (1951), sitúa cronológicamente sus tres partes en 1946, en un pueblo alemán al que llega un prisionero liberado de una campo de concentración para establecerse, subsistiendo a duras penas, en búsqueda de datos de la biografía de Fouqué, que le ocupa obsesivamente, al igual que al propio Arno. Traba allí relación con dos mujeres y una serie de personajes secundarios de todo tipo y pelaje.

El último texto que compone Los hijos de Nobodaddy, Espejos negros, tiene lugar en un momento posterior a una hipotética Tercera Guerra Mundial, en el que el narrador parece ser el casi único superviviente y busca los medios que le permitan sobrevivir en un escenario postapocalíptico, al mismo tiempo, idílico.  

El escueto resumen anterior esconde en realidad un mundo enorme, lleno de ironía, de acerba crítica social y psicológica, así como un universo de comunión con la naturaleza como espacio imprescindible para la subsistencia.

Los tres textos están penetrados por las  codas, las  ideas, las manías de Arno Schmidt, sus genialidades.

La primera nota, la que se manifiesta de forma más evidente, es la experimentación formal y lingüística: no hace falta leer ninguna crónica erudita para apreciar en un primer vistazo que las historias están planteadas como una sucesión de párrafos independientes, escenas, interrelacionadas. La narración es una concatenación de momentos, como con acierto se ha señalado, «una cascada de párrafos», iniciados en cursiva y sangrados a partir de la segunda línea. Su vida no era un continuum, sostenía él.

Pero el estilo de Arno es mucho más que un dibujo de párrafos: contiene digresiones, reflexiones, transcripción fonética de diálogos, (que requieren, en ocasiones, su lectura en voz alta para llegar a comprenderlos del todo), y mucho monólogo interior. Arno habla continuamente consigo mismo, piensa en voz alta y transcribe sus pensamientos en cualquier momento, cuando le apetece, cuando le viene bien. Así, aparece una segunda voz narrativa, y ello pese a que los tres textos están contados en primera persona. Hay pues un Arno Schmidt literario –narrador– y un Arno Schmidt literato –escritor– que vigilia, critica y habla con ese otro Arno.

Parece complicado pero resulta en realidad, una vez identificado el mecanismo, que no artificio, una obra de una vivacidad y dinamismo extraordinarios. Uno desea encontrarse con la siguiente lindeza, con el siguiente «paréntesis» y la búsqueda imprime a la lectura una necesidad de correr que la carga de energía.

Öreland: el 22.3, por la mañana, so– (¡bah! ¡justo ahora lo tengo que partir!) ñé esto; ¡ni una palabra cambiada! (¡Igual que el resto de los sueños en el Leviatán! En tal sentido  soy un Bardur). Conque:

Arno escribe lo que le da la gana y como le da la gana.

Consecuencia inmediata de este otro monólogo, que como no podría ser de otra forma, es absolutamente libre, es la presencia permanente de la ironía, un agudísimo sentido del humor, libérrimo y totalmente lacerante. Prepárense para reír a carcajadas:

¡Claro está que comparado con los nuevos poetastros de nuestra sangre y nuestra tierra Balzac es un Dios! Considérense como ejemplo las siguientes alabanzas y recomendaciones que figuran en las solapas de los libros: “Encanto ingenuo que cautiva por su sencillez sin pretensiones” (cuando ya no puede disimularse la total estupidez del autor). 
“un libro viril y franco” (cuando el autor laboriosamente y lleno de turbación muestra algo que podría tomarse por testículos).  
“libro que por fin viene a llenar una vieja laguna” (cuando el asunto tratado no lo ha sido ya en Homero, sino que data  solo de la época de Hesíodo)”.

En otro orden de cosas, ha de estimarse a Arno Schmidt por ser dignísimo representante de una nómina de escritores, que podríamos llamar cultos, literatos que desenvuelven sus textos en unas claves que en ocasiones parecen para iniciados. En este sentido, Arno se asemeja a Nabokov: la narración solo se entiende completamente si el lector maneja algunos datos previos. Pero en el caso de Schmidt la erudición es tal que hay veces en las que uno tiene la sensación de que se la están colando, que algo ha de haberse inventado. No sólo intercala textos en francés, español, inglés, gaélico o noruego, incluso emplea jerga en lenguas distintas del alemán, sino que cita, o más bien menciona, autores, prohombres, textos, accidentes geográficos, acontecimientos históricos... El lector asiste atónito a una colección de referencias prácticamente inabarcable, que, les confieso, me llevó a sentarme, una vez terminada mi lectura de Los hijos de Nobodaddy, ante un ordenador a verificar que efectivamente tales reseñas eran cuando menos ciertas.

Y no solo eso. En la línea de lo previamente señalado sobre la libertad de su escritura, Arno aprovecha sus narraciones para introducir las más variopintas escenas, críticas, ideas y propuestas. Así, escribe una acerada diatriba de un libro de antropología, propone un test de cultura general, resuelve un problema matemático, inventa un título arcaico para un relato fantástico, describe profusamente las medidas, pesos, y número de troncos para construir una cabaña, realiza una crítica pictórica…

Este hombre parecía no tener fin.  

Por último, sin duda lo más hermoso de Los hijos de Nobodaddy, lo que no genera conflicto, carcajada o estremecimiento es la comunión con la naturaleza:

Yo soy un sacerdote de los prados, un profeta de las hojas de los árboles, un devoto del viento.

Su medio, como se encarga de recordarnos una y otra vez a lo largo de los tres libros que componen la trilogía, es el espacio natural y su amada, la luna. Los hombres le sobran:

Yo soy decidido partidario de la esterilización de los hombres –nótese que no digo castración– y del aborto legalizado. ¡Mil millones de habitantes es la cifra que razonablemente podría tolerarse! 
¡Odia a tu semejante como a ti mismo! 
Nada hay más horrible y lamentable que dos pueblos que se lanzan el uno contra el otro cantando himnos nacionales (Una definición de hombre: “Ese animal que grita hurra”).

Como no podría ser de otra forma, el Estado, la sociedad, la religión, las instituciones en general, le generan un infinito desprecio, le mueven a la burla mordaz, en muchas ocasiones divertidísima. Su estado ideal es la soledad, lo que justifica que el último de los libros de la trilogía plantee un escenario de individualidad que ni siquiera se insinúa como algo negativo. La vida en solitario es lo natural.  

Frente a tal despliegue de misantropía Arno compone escenas bellísimas basadas en la simple contemplación de la luna y las estrellas, en los bosques húmedos y la penumbra. Pedalea sobre su bicicleta, se para y observa el crepúsculo,  siente la niebla a su alrededor, el viento le hiela los huesos, y él se convierte en un poeta. Sólo por estas escenas ya merecería la pena la, en ocasiones, esforzada lectura.  

La luna, cual nuevo Aquiles, arrastraba el rígido cadáver de una nube alrededor de la Tierra; nuestra Troya. 
Unos arbustos envueltos en sus glaucas capas aparecían en los caminos y me hacían señas, temblorosos y nostálgicos, e inclinaban sus cabezas cuando yo pasaba; parecían espectadores de pie a lo largo de los prados y se agitaban donosamente como esbeltos gimnastas o me mostraban impúdicamente sus largas lenguas de clorofila o se ponían de pronto a silbar y lanzar agudos trinos: los arbustos.
La vasija celestial del barbero estaba colgada de un pino cuando deambulando pasé debajo de ella.

Imágenes que no caben en el texto, que lo desbordan, que llenan los ojos y el cerebro. Pura droga.

Hagan conmigo una reflexión. ¿Cuántos libros leen al año? ¿Cuántos libros más van a leer a lo largo de su vida? 

Déjense de libritos. Lean a los genios. Lean a Arno Schmidt. 

Título: Los hijos de Nobodaddy 
Autor: Arno Schmidt 
Traducción: Luis Alberto Bixio; Fernando Aramburu; Florian von Hoyer y Guillermo Piro.
Editorial: Random House (Debolsillo)
Páginas: 400
Precio: 11, 50 eur (bolsillo)



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