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Eve Arnold. Bar girl in a brothel in the red light district. Havana, Cuba, 1954. |
What difference is
there between a glass of absinthe and a sunset?
Oscar Wilde
Soy un claro devoto de las
historias que retratan ese fascinante mundo de la “alcohología” o el “beodismo”.
Que el alcoholismo es un serio problema nadie lo pone en duda. La ingerencia
desmedida de cualquier sustancia etílica provoca infinitas situaciones curiosas,
hostiles, descorazonadoras, autodestructivas, graciosas, estimulantes... En la
literatura podemos encontrar numerosas historias impregnadas en alcohol y, por
supuesto, escritores que siempre tuvieron cerca una botella.
El ser humano es un ser imperfecto, la vida lo es.
Tenemos la (des)gracia y la suerte (¿?) de contar con múltiples, aunque
milimétricas, taras emocionales y físicas. Quizá por ello sucumbir al vicio
resulta demasiado fácil. En otras palabras, somos débiles, y esas debilidades,
que nos convierten a la postre en carne y hueso, en llanto y pérdida, han sido
y son retratadas de forma magistral a través de la literatura. Desde hace ya
mucho tiempo me siento atraído por esas historias cuyo eje vertebrador sea la
búsqueda del perdón, la redención, cuyos protagonistas sean seres perdidos,
desconfiados, almas que vagan sin rumbo, personas que se equivocaron
reiteradamente y no supieron atenerse a las consecuencias. La mayoría de los
personajes que pueblan estas novelas de pérdida viven angustiados por su
propia existencia, se quejan, se frustran. Todos ellos buscan esforzarse para
ser ellos mismos o, al menos, reflejar la sombra de lo que un día fueron. Y es
entonces cuando el alcohol se puede convertir en su fiel compañero, pues les
ayuda a olvidar, a convertir su vida interior en un simple recuerdo.
Entre las obras que mejor han sabido captar esa fragilidad
de espíritu mezclada con la dipsomanía se encuentra La leyenda del santo bebedor (Anagrama),
de Joseph Roth. Publicada poco
después de su muerte, en 1939, la historia de Andreas Kartak te conmueve desde
la primera página. Rápidamente simpatizas con él, sientes compasión por él,
misericordia. Y lo haces porque sabes que intenta enderezar una existencia que
parecía condenada a la miseria más absoluta, al anonimato en vida. Andreas es
un clochard, un sin techo, un bebedor
que un buen día conoce a un hombre bajo los puentes del Sena y que le ofrece
200 francos. ¿Por qué? ¿Para qué? Él no podrá devolverle tal cantidad, bien lo
sabe. No obstante, confía en que su suerte cambie, algún día tendrá que
cambiar. Pero como bien sabemos, no todo es oro lo que reluce, y la aventura Kartak
es una aventura protagonizada por la absenta y el vino y las mujeres. El
alcohol se apoderó de su mundo hacía tiempo, cambió su prioridad vital, y por
más que desee cumplir con su promesa se traiciona a sí mismo constantemente por
un deseo del que nunca podrá escapar, perversión de un alma que ansía recuperar
el control. Roth te inunda de melancolía, te hunde. Todo te sabe amargo y
suspiras, lastimosamente. Es brutal.
Y del dramatismo de Roth y Kartak, uno puede disfrutar de
buenas carcajadas gracias a otras historias etílicas canallas. Recuerdo la
lectura de un artículo de Alberto Vázquez titulado «El asunto Fante» —al que
quería llamar en realidad «El
asunto Fante o cómo un mediocre y un perdedor alcanzaron la gloria de la
literatura norteamericana», según cuenta— en el que se dilucida, de
algún modo, la relación entre John Fante
y Charles Bukowski. Estos dos
escritores (malditos para algunos) fueron los “padres” —sobre todo Fante— del
llamado “realismo sucio”. Si bien, en el caso de Bukowski esa “suciedad” fue protagonista
en la mayoría de sus escritos, Fante simplemente era un autor carente de
recursos. Un mediocre y un alcohólico. Ambos perdedores. Sin embargo, los dos son extrañamente considerados referentes indiscutibles de la narrativa
norteamericana del siglo XX. En el caso de John Fante, la historia de Arturo
Bandini, protagonista de Pregúntale al
polvo (Anagrama), es un claro ejemplo de esa mezcla perfecta de humor
cínico y dolor que Bukowski elevara a otro nivel. Tomando prestadas las
palabras de Ramón de España, «el
pobre Bukowski ha pasado a la historia como un borracho que escribía en sus
ratos libres, y de él se recuerda sobre todo una visión sórdida de la
existencia, una gran crudeza sexual y una prosa a menudo descuidada.»
No negaré que la figura de Bukowski
produzca ciertas asperezas o repulsiones entre el público más “fino”, entre
aquellos que buscan lecturas propias de la llamada literatura kleenex (esa
que nos divierte y/o entretiene, pero que en realidad no nos aporta gran cosa).
Aún con todo, y pese a ser un perdedor que daba tumbos y que portaba la bandera
de lo etílico, la literatura bukowskiana resulta muy atrayente por varios
motivos (los cuales, creo que le dieron ese status de pilar
literario). En primer lugar, los retratos de esos personajes de nuestra
sociedad ocultos tras las barras de los bares, en los moteles de carretera,
prostitutas y camellos, hombres de poca monta y mujeres ligeras de cascos, son
una auténtica revelación para el lector, ya que se adentra en lugares que
sabemos existen pero que no nos atrevemos a conocer y no queremos reconocer.
Todas esas heridas y resentimientos dan paso a una literatura frenética que nos
absorbe como si fuéramos un buen trago de whisky (seco, con cierto aroma a
madera ahumada y viejo). Además, y esto sí es digno de alabanza, la
firmeza y el poder de las palabras que confería en cada una de sus obras,
queramos o no, «tenían una extraña habilidad para llegarte al corazón» (como
rememora Ramón de España).
Esos relatos excéntricos, con toques de
alcohol y podredumbre, siempre han estado presentes en mi biblioteca personal y cuando pensaba que esa
literatura alcohólica y canalla empezaba a desaparecer (o al menos, a ser
devuelta a su condición de marginal y/o clandestina), recuerdo que fue una
grata sorpresa la obra Abluciones: apuntes para una novela (Libros del Silencio), de Patrick deWitt. Sobre este libro leí
muchos comentarios previos: «resuena por los cuatro costados la esencia de
Charles Bukowski»; «hilarante infierno de adicción y tedio»; «la lectura de
esta novela lo dejará convertido en un alcohólico irredento», etc. Lo cierto es
que todo ese compendio de surrealistas situaciones que se suceden a lo largo de
la lectura de esta novela —entre bares, viajes en carretera con un remolque,
orgías dispares y penurias vitales— me provocaron carcajadas. Sin embargo,
resulta curioso que uno se ría del relato de un hombre perdido que ve pasar su
pobre vida ante sus ojos detrás de la barra de un bar en Los Ángeles. Nuestro (anti)héroe,
un camarero con aspiraciones a escritor narra los retazos de su extraña vida,
inmersa entre botellas de whisky y escarceos amorosos poco románticos en la
trastienda del bar. La obra se estructura en fragmentos que cuentan cómo un
hombre se despoja de toda humanidad a causa de las drogas y el alcohol. Esta novela
engancha por su brutal honestidad y extravagancia, por sus divertidos retratos
de los personajes que deambulan por un mísero y lóbrego bar, por la poeticidad
con la que intenta redimirse el protagonista y por las frases perfectas. Lástima
que este debut del autor canadiense no haya dado más de sí —Los hermanos sisters (Anagrama) es fácilmente olvidable—.
Intersantísimo artículo, muy reflexivo y analizando una literatura extraña pero como bien dices atrayente y nada carente de historias relevantes. Es un tema curioso y que nos recuerda que esas novelas son indispensables en la biblioteca. Particularmente me gustan las que tienen esos personajes tan atrayentes, que son héroes y villanos al unisono. Una suerte la entrada y espero leer la parte II
ResponderEliminarMe apunto dos libros. Coincido en tus apreciaciones sobre Buk y Fante.
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