jueves, 31 de diciembre de 2015

Litros de alcohol, y letras (I)

Eve Arnold. Bar girl in a brothel in the red light district. Havana, Cuba, 1954.

What difference is there between a glass of absinthe and a sunset?
Oscar Wilde

Soy un claro devoto de las historias que retratan ese fascinante mundo de la “alcohología” o el “beodismo”. Que el alcoholismo es un serio problema nadie lo pone en duda. La ingerencia desmedida de cualquier sustancia etílica provoca infinitas situaciones curiosas, hostiles, descorazonadoras, autodestructivas, graciosas, estimulantes... En la literatura podemos encontrar numerosas historias impregnadas en alcohol y, por supuesto, escritores que siempre tuvieron cerca una botella.

El ser humano es un ser imperfecto, la vida lo es. Tenemos la (des)gracia y la suerte (¿?) de contar con múltiples, aunque milimétricas, taras emocionales y físicas. Quizá por ello sucumbir al vicio resulta demasiado fácil. En otras palabras, somos débiles, y esas debilidades, que nos convierten a la postre en carne y hueso, en llanto y pérdida, han sido y son retratadas de forma magistral a través de la literatura. Desde hace ya mucho tiempo me siento atraído por esas historias cuyo eje vertebrador sea la búsqueda del perdón, la redención, cuyos protagonistas sean seres perdidos, desconfiados, almas que vagan sin rumbo, personas que se equivocaron reiteradamente y no supieron atenerse a las consecuencias. La mayoría de los personajes que pueblan estas novelas de pérdida viven angustiados por su propia existencia, se quejan, se frustran. Todos ellos buscan esforzarse para ser ellos mismos o, al menos, reflejar la sombra de lo que un día fueron. Y es entonces cuando el alcohol se puede convertir en su fiel compañero, pues les ayuda a olvidar, a convertir su vida interior en un simple recuerdo.

Entre las obras que mejor han sabido captar esa fragilidad de espíritu mezclada con la dipsomanía se encuentra La leyenda del santo bebedor (Anagrama), de Joseph Roth. Publicada poco después de su muerte, en 1939, la historia de Andreas Kartak te conmueve desde la primera página. Rápidamente simpatizas con él, sientes compasión por él, misericordia. Y lo haces porque sabes que intenta enderezar una existencia que parecía condenada a la miseria más absoluta, al anonimato en vida. Andreas es un clochard, un sin techo, un bebedor que un buen día conoce a un hombre bajo los puentes del Sena y que le ofrece 200 francos. ¿Por qué? ¿Para qué? Él no podrá devolverle tal cantidad, bien lo sabe. No obstante, confía en que su suerte cambie, algún día tendrá que cambiar. Pero como bien sabemos, no todo es oro lo que reluce, y la aventura Kartak es una aventura protagonizada por la absenta y el vino y las mujeres. El alcohol se apoderó de su mundo hacía tiempo, cambió su prioridad vital, y por más que desee cumplir con su promesa se traiciona a sí mismo constantemente por un deseo del que nunca podrá escapar, perversión de un alma que ansía recuperar el control. Roth te inunda de melancolía, te hunde. Todo te sabe amargo y suspiras, lastimosamente. Es brutal.

Y del dramatismo de Roth y Kartak, uno puede disfrutar de buenas carcajadas gracias a otras historias etílicas canallas. Recuerdo la lectura de un artículo de Alberto Vázquez titulado «El asunto Fante»al que quería llamar en realidad «El asunto Fante o cómo un mediocre y un perdedor alcanzaron la gloria de la literatura norteamericana», según cuenta— en el que se dilucida, de algún modo, la relación entre John Fante y Charles Bukowski. Estos dos escritores (malditos para algunos) fueron los “padres” —sobre todo Fante— del llamado “realismo sucio”. Si bien, en el caso de Bukowski esa “suciedad” fue protagonista en la mayoría de sus escritos, Fante simplemente era un autor carente de recursos. Un mediocre y un alcohólico. Ambos perdedores. Sin embargo, los dos son extrañamente considerados referentes indiscutibles de la narrativa norteamericana del siglo XX. En el caso de John Fante, la historia de Arturo Bandini, protagonista de Pregúntale al polvo (Anagrama), es un claro ejemplo de esa mezcla perfecta de humor cínico y dolor que Bukowski elevara a otro nivel. Tomando prestadas las palabras de Ramón de España, «el pobre Bukowski ha pasado a la historia como un borracho que escribía en sus ratos libres, y de él se recuerda sobre todo una visión sórdida de la existencia, una gran crudeza sexual y una prosa a menudo descuidada.»

No negaré que la figura de Bukowski produzca ciertas asperezas o repulsiones entre el público más “fino”, entre aquellos que buscan lecturas propias de la llamada literatura kleenex (esa que nos divierte y/o entretiene, pero que en realidad no nos aporta gran cosa). Aún con todo, y pese a ser un perdedor que daba tumbos y que portaba la bandera de lo etílico, la literatura bukowskiana resulta muy atrayente por varios motivos (los cuales, creo que le dieron ese status de pilar literario). En primer lugar, los retratos de esos personajes de nuestra sociedad ocultos tras las barras de los bares, en los moteles de carretera, prostitutas y camellos, hombres de poca monta y mujeres ligeras de cascos, son una auténtica revelación para el lector, ya que se adentra en lugares que sabemos existen pero que no nos atrevemos a conocer y no queremos reconocer. Todas esas heridas y resentimientos dan paso a una literatura frenética que nos absorbe como si fuéramos un buen trago de whisky (seco, con cierto aroma a madera ahumada y viejo). Además, y esto sí es digno de alabanza, la firmeza y el poder de las palabras que confería en cada una de sus obras, queramos o no, «tenían una extraña habilidad para llegarte al corazón» (como rememora Ramón de España).

Esos relatos excéntricos, con toques de alcohol y podredumbre, siempre han estado presentes en mi biblioteca personal y cuando pensaba que esa literatura alcohólica y canalla empezaba a desaparecer (o al menos, a ser devuelta a su condición de marginal y/o clandestina), recuerdo que fue una grata sorpresa la obra Abluciones: apuntes para una novela (Libros del Silencio), de Patrick deWitt. Sobre este libro leí muchos comentarios previos: «resuena por los cuatro costados la esencia de Charles Bukowski»; «hilarante infierno de adicción y tedio»; «la lectura de esta novela lo dejará convertido en un alcohólico irredento», etc. Lo cierto es que todo ese compendio de surrealistas situaciones que se suceden a lo largo de la lectura de esta novela —entre bares, viajes en carretera con un remolque, orgías dispares y penurias vitales— me provocaron carcajadas. Sin embargo, resulta curioso que uno se ría del relato de un hombre perdido que ve pasar su pobre vida ante sus ojos detrás de la barra de un bar en Los Ángeles. Nuestro (anti)héroe, un camarero con aspiraciones a escritor narra los retazos de su extraña vida, inmersa entre botellas de whisky y escarceos amorosos poco románticos en la trastienda del bar. La obra se estructura en fragmentos que cuentan cómo un hombre se despoja de toda humanidad a causa de las drogas y el alcohol. Esta novela engancha por su brutal honestidad y extravagancia, por sus divertidos retratos de los personajes que deambulan por un mísero y lóbrego bar, por la poeticidad con la que intenta redimirse el protagonista y por las frases perfectas. Lástima que este debut del autor canadiense no haya dado más de sí —Los hermanos sisters  (Anagrama) es fácilmente olvidable—. 

2 comentarios:

  1. Intersantísimo artículo, muy reflexivo y analizando una literatura extraña pero como bien dices atrayente y nada carente de historias relevantes. Es un tema curioso y que nos recuerda que esas novelas son indispensables en la biblioteca. Particularmente me gustan las que tienen esos personajes tan atrayentes, que son héroes y villanos al unisono. Una suerte la entrada y espero leer la parte II

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  2. Me apunto dos libros. Coincido en tus apreciaciones sobre Buk y Fante.

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