«Yo soy un cronista y
un intérprete de la decadencia, amante de lo patológico y de la muerte, un
esteta anhelante de abismo.»
Thomas Mann
La sed de sentirse libre,
ligero de cargas, el impulso de huir que finalmente nos lleva hacia la muerte,
lo inarticulado, lo indeterminado, lo eterno: hacia la nada. «Reposar en la
perfección es el anhelo de todo el que se esfuerza por alcanzar lo sublime; y,
¿no es acaso la nada una forma de perfección?», se pregunta Thomas Mann a
través de uno de sus personajes más celebrados como es Gustav von Aschenbach.
La muerte en Venecia (Edhasa),
publicada por primera vez en 1914, es la historia de un alma agotada inducida
hacia la destrucción, y las ansias de ésta por huir de aquello que le aflige y
apena, consecuencias creadas por las perturbaciones de un mundo hostil a los
valores que ella apreciaba. Ni qué decir tiene que en el campo de la invención
literaria Mann es un maestro. Un examen atento de la composición de la novela revela los recursos técnicos puestos por él en juego para infundir en el lector
el estado de ánimo que le predisponga a acompañarle en esa esfera decadente,
donde lo ilícito, pecaminoso y morboso siempre están presentes. El autor alemán escribió una obra en un estilo de
mosaico, preciso, minucioso y brillante a la vez, que describe con eficacia la
atmósfera crepuscular y agónica de una colorida Venecia. «Dios ha muerto, queda
Venecia: Venecia, que ciega los agujeros, cierra los costales, obstruye las
salidas, detiene las hemorragias, las fugas», dirá Jean Paul Sartre en El secuestrado de Venecia (Gadir), aunque
refiriéndose a otro tiempo, a otra alma agotada, aunque luchadora, como fue la del artista Tintoretto.
«Ésa era Venecia, la bella
equívoca y lisonjera, la ciudad mitad fábula y mitad trampa de forasteros, cuya
atmósfera corrupta fue testigo, en otros tiempos, de una lujuriante floración
artística e inspiró a más de un compositor melodías lascivamente arrulladoras», escribe Thomas Mann. No es de extrañar que la acción de esta historia sobre un escritor maduro que
busca renovar su inspiración transcurra en la más bella, la más rica, la que
posee los mejores pintores, los mejores críticos, los aficionados más
ilustrados: aquí (Venecia, claro está) es donde debe jugar su partida, sin una
sola repetición; aquí, en un corredor de ladrillos, entre un delgado gallón de
cielo y el agua muerta, bajo la ausencia resplandeciente del sol, la Eternidad
será ganada, perdida, en una sola vida, para siempre. Venecia significa todo
aquello cuanto desea Aschenbach, todo aquello cuanto detesta. Es una paradoja
constante, fruto de esa crisis de la razón que asola al ser humano desde la
post-modernidad.
Existe una evolución más que significativa en la novela
de Mann. Evolución no sólo del personaje principal, sino de la visión y
comprensión del mundo. El aprendizaje es la clave. Un aprendizaje de lo que
significa vivir en el mundo, amar y ser amado, la muerte, el todo y la nada. El escritor alemán realiza un análisis exhaustivo de la condición humana.
La búsqueda interminable de la perfección, de lo sublime, del entendimiento. El
ser humano tiene miedo cuando no conoce y no puede controlar su destino; por ello
siempre busca respuestas a todo. Desde tiempos inmemoriales esa ha sido su
única ambición; ilustres pensadores, filósofos, matemáticos, físicos... han
perseguido ese objetivo. Aschenbach no deja de ser uno de ellos, busca su
sentido en la vida. Y Mann lo presenta así, como un alma perdida que necesita
reubicarse de nuevo en este crepúsculo de los dioses. Sin embargo, no todos
logran hallar la respuesta a sus plegarias, por más que en este caso sean la belleza
y el amor las que nos guíen hacia ese sentido de la vida que se representa aquí en la figura de un joven polaco, de nombre Tadzio. Será él,
un muchacho de rostro pálido y graciosamente reservado, con rizosa cabellera
color miel, de nariz rectilínea y boca adorable, de expresión de seriedad
divina y deliciosa, la causa de las pasiones y temores de Aschenbach, su razón de ser.
Tadzio representa a la belleza clásica, posee un encanto
tan único y personal que es difícil encontrar en la naturaleza y en las artes
plásticas. Un dios hecho hombre, un hombre caracterizado de joven, un joven
convertido en una obra maestra a ojos de
su admirador Aschenbach. El valor de la
belleza, cómo ésta nos impacta, cómo su contemplación puede derrumbar nuestros
cimientos —que no eran tan firmes como creíamos, o
necesitábamos creer para sentirnos seguros, a salvo del mundo hostil—
decide Mann que tome la forma de un muchacho. Era necesario que así fuera, pues
la belleza debe, indefectiblemente, conmover, lo cual me lleva a pensar en unas palabras de Jorge Luis Borges: «Tengo para mí que la belleza es una sensación física,
algo que sentimos con todo el cuerpo. No es el resultado de un juicio, no
llegamos a ella por medio de reglas: sentimos la belleza o no la sentimos.»
Mann nos dice que Aschenbach ofreció su vida al arte, que no amaba el placer
como tal, que estaba a disgusto e inquieto cada vez que intentaba concederse un
descanso, y que sólo se sentía feliz cuando trabajaba, que tenía una vida
basada en el autodominio y obstinación; una vida ardua, hecha de perseverancia
y abstenciones. Pero, recordemos: «no hay reglas.» Es por eso que, cuando
Aschenbach ve por primera vez al joven Tadzio se siente perturbado con asombro
de su belleza, de su perfección. Se da cuenta de que ya no podrá obtener el
control de su vida. «Pues nada angustiaba más al enamorado que la posibilidad
de que Tadzio se marchara, y no sin temor se daba cuenta de que, si esto
ocurría, él no sabría ya cómo seguir viviendo.»
El maestro es incapaz de vivir
sin él, sin su joven admirado. Es la perfección que buscaba, y si lo pierde
caerá en un profundo caos de miseria y horror. Sus emociones, pensamientos y
comportamientos son otros, pues siente pasión. «La pasión paraliza el
discernimiento y cede, con total seriedad, a incentivos que una mente lúcida
aceptaría sólo con humor o bien rechazaría disgustada.» El problema, por tanto,
se encuentra en el enfrentamiento entre lo que está bien y lo que está mal, lo
que es correcto e incorrecto. «Pues la pasión, al igual que el crimen, se
aviene mal con el orden establecido y el bienestar de la vida cotidiana, y
cualquier dislocación del sistema burgués, cualquier confusión o calamidad que
amenace al mundo le resultarían forzosamente gratas, porque conserva una vaga
esperanza de sacar provecho de ellas.» La fórmula es bien sencilla: Razón, orden
y virtud contra instintos; lo cual me lleva a creer que Aschenbach sabe que su camino no es otro que la muerte, todo
le indica que así será: «Y su alma conoció la lujuria y el vértigo de la
aniquilación.»
Para entender mejor esta novela del premio Nobel, que escribió basada en negaciones y degradaciones de mitos establecidos —la novela satiriza la búsqueda de los ideales clásicos y, además, expone una
fuerte crítica a la sociedad decadente de su época, carente de valores y de
humanidad—, así como el resto de su obra, es conveniente realizar algunos apuntes sobre sus influencias más
notables, como la que recibe por parte de uno de los padres de esa idea de
"muerte total", Friedich Nietzsche. La constelación
Schopenhauer-Nietzsche-Wagner es decisiva para comprender el universo de Mann,
su concepción del mundo. Su amor por cada uno de ellos es constante y fiel
hasta el último de sus escritos, hasta su muerte. Pero al mismo tiempo, la
radicalidad, si es que la hay, de los tres es, de algún modo, desactivada y
retocada hasta integrarla en la humanitas,
en lo mundano y real. De esta forma, el pesimismo de Arthur Schopenhauer es
transformado, domesticado hasta tal punto de representarse como una especie de
tranquilizador humanismo pesimista. Y en cuanto a Richard Wagner, Mann le considera como la gran simbiosis, el gran compendio de genialidad y charlatanería, pues representa la ambigüedad del artista alemán y moderno, un crítico de la Alemania que le parece típicamente alemán a los extranjeros.
En Consideraciones
de un apolítico (Capitán Swing), la personalidad nietzscheneana de Mann emerge con
toda su fuerza en lo que podríamos denominar su "germanidad antialemana",
hecho que compartiría de forma similar, aunque mucho más impertinente y
arrogante, Arthur Schopenhauer, como deja bien claro en El arte de insultar (Alianza): «Hago constar aquí, para el caso de
mi fallecimiento, que desprecio a la nación alemana debido a su exaltada
estupidez y que me avergüenzo de pertenecer a ella.» Es por ello que se podría afirmar que el autor de Los Buddenbrook muestra en esa actitud una
ambigüedad literaria entre la exaltación de la vida y el amor por la muerte,
entre la destrucción moral y la severidad moral, cosa evidente en La muerte en Venecia. El escritor alemán se ve inmerso en un doble juego que Guido Morpurgo-Tagliabue definió como un mito
de confesión y de mistificación, una tragedia auténtica y, al mismo tiempo,
bufa, una tragedia escrita que recubre a la vivida. Mann intuye incluso la
existencia de un panegírico de signo opuesto.
En definitiva, las obras de Mann, como La muerte en Venecia, obtienen una lucidez clara, penetrante y fina en su análisis y su musical evocación, por más que el contexto global del momento no guarde mucha esperanza y alegría al crear una situación llena de tiranía y muerte, donde se menosprecian aquellas concepciones de lo bueno, de lo malo, lo bello, lo feo, y un sinfín de etcéteras que nos llevan a preguntarnos por ese "contexto global", por la actitud de Mann en su época. De nuevo, todo deviene en paradoja y contradicción. Es nuestro sino, pues sabemos que existe algo más que somos incapaces de ver en una sociedad carente de valores y de humanidad. Comienza así nuestro sigiloso viaje hacia la muerte evocando aventuras y pasiones.
En definitiva, las obras de Mann, como La muerte en Venecia, obtienen una lucidez clara, penetrante y fina en su análisis y su musical evocación, por más que el contexto global del momento no guarde mucha esperanza y alegría al crear una situación llena de tiranía y muerte, donde se menosprecian aquellas concepciones de lo bueno, de lo malo, lo bello, lo feo, y un sinfín de etcéteras que nos llevan a preguntarnos por ese "contexto global", por la actitud de Mann en su época. De nuevo, todo deviene en paradoja y contradicción. Es nuestro sino, pues sabemos que existe algo más que somos incapaces de ver en una sociedad carente de valores y de humanidad. Comienza así nuestro sigiloso viaje hacia la muerte evocando aventuras y pasiones.
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