Tras unos años de olvido, de marcado ocaso, Tánger resurge como
una de las ciudades más interesantes que hay sobre el Mediterráneo. Se suceden
las reformas y las inevitables inversiones extranjeras pero lejos de
convertirla en una metrópoli irreconocible los propios tangerinos desean
conservar el encanto y la historia de zonas como la kasbah o la medina.
Aunque la influencia islamista es cada día más visible es
imposible borrar los vestigios de una ciudad donde convivían hasta no hace
tantas décadas católicos, ateos, musulmanes y judíos. Tal vez hoy parezca
imposible creer que allí existiese un lugar donde se toleraran costumbres que
eran criticadas en Europa o Estados Unidos. Muchos intelectuales eligieron
Tánger como refugio, como segundo hogar en donde poder dar rienda suelta a la
creación y sus más variadas pasiones. Si su cegadora e indescriptible luz atrajo a
pintores como Matisse, la libertad que se respiraba en sus calles conquistó a Capote,
Genet o Paul Bowles.
El Estatuto Internacional de Tánger parecía garantizar un espacio
dedicado a la libertad. Varios miembros de la generación beat, Ginsberg,
Kerouac o Burroughs, decidieron exiliarse en aquella ciudad cuando Estados
Unidos empezó a asfixiarlos y no sabían dónde reencontrarse con la inspiración
Borroughs escribió durante su estancia intermitente –entre 1953 y
1961- Festín desnudo en un momento en
que sustituyó la heroína por el hachís. A pesar de los años pasados y de la
influencia que tuvo la magnética y caótica Tánger en su obra Borroughs no se
mezcló apenas con los marroquíes. Como tampoco lo hicieron Capote, Tennessee
Williams o la originaria “pobre niña rica”, la millonaria Barbara Hutton. En su
mansión de la kasbah escritores, pintores y actores daban rienda suelta a sus más
oscuros deseos alejados de todos aquellos que podrían juzgarles.
Los Bowles y Truman Capote
Pero tras el paso de los beats
y los hippies el único que permanecía allí era el gran anfitrión, Paul Bowles. El
protegido de Gertrude Stein se convirtió en un mito para los tangerinos, a los
que trató durante gran parte de su vida con el desprecio del colonizador. Los
marroquíes eran para él un pueblo salvaje, un pueblo al que no tenía sentido
alguno enseñar la cultura occidental.
Sus ideas políticas fueron en gran parte responsables de su
exilio. En Tánger tanto él como Jane, su enigmática mujer, experimentaron
sexualmente hasta extremos insospechados. Los lugareños y los extranjeros se
mezclaba solo cuando caía la noche, fumaban kif en el café Haffa o compartían
excesos y fiestas que nadie quería recordar a la mañana siguiente.
A pesar de su reticencia, de su reclusión, Bowles ejerció de
padrino de varios escritores locales, como Mrabet, Hamed Charhadi o Mohamed
Chukri. Tradujo varios de sus libros del dialecto árabe y se sumergió por
primera vez sin reticencias en su cultura de adopción.
Amor por un puñado de
pelos, de Mohamed Mrabet, es uno de los grandes
exponentes de la literatura marroquí. En ella se dan cita personajes
marginales, la magia y, sobre todo, un protagonista amoral. Tal como señala
Juan Goytisolo, el más marroquí de nuestros autores, Amor por un puñado de pelos camina entre el relato moderno y el
cuento oriental. En pocas semanas sale al fin a la venta una nueva edición de
mano de Cabaret Voltaire.
Otro de los protegidos de Bowles era Charhadi, pastor y
exconvicto, que le narró su singular biografía. Una vida llena de agujeros es un ejemplo más de relato de la
pobreza que asfixia a casi toda la juventud tangerina.
Pero el gran autor tangerino de origen marroquí es sin duda
Mohamed Chukri. Es él quien descubre al mundo lo que realmente sucede lejos de
la muralla en la que se mezclaban millonarios, artistas y espías. Quien recorre
cada rincón del Zoco Chico, de Dar Barud, donde respira el verdadero alma de la
ciudad mediterránea. Quien habla de la delincuencia, la mendicidad, la
suciedad, la prostitución.
Mohamed Chukri
Chukri
nació en el Rif pero rápidamente escapó de las garras de un padre despiadado.
Tal vez de manera inconsciente ese niño analfabeto sabía que Tánger sería su
despertar, primero a la supervivencia y luego al mundo de las letras que le
salvó en ocasiones de sí mismo.
Su obra clave, El pan a secas,
narra la huida de Chukri tras el estrangulamiento de su hermano a manos de su
padre. Tras varios trabajos Mohamed decide participar de la picaresca
tangerina. Pero será la prostitución y el contrabando lo que le permitirán
conseguir sus dosis de kif, de mujeres
y alcohol. Solo en la cárcel Mohamed encontrará refugio en los libros y cuando
regrese a Tánger ampliará su mundo, conjugando lo oriental y lo occidental, la
miseria y el lujo.
En
El pan a secas se encuentra al amigo de Jean Genet, al
verdadero Chukri, seco, certero, maestro de un lenguaje descarnado. Un Chukri
que abre los ojos a los intelectuales, y a las autoridades de su país que, para
acallar la verdad que cuenta El pan a secas, prohíben
su publicación en Marruecos hasta la pasada década. Inútil intento, ya que
gracias a Paul Bowles se empezó a hablar más allá de Tánger de esta obra
maestra.
Bowles, a quien Chukri debía tanto, seguía encarnando para él en
ocasiones lo peor del colonialismo y encontró más afinidades con Jean Genet,
que también recaló en ese rincón de perdición que era Tánger. El lado oscuro
los une a ambos más que la literatura, en una suerte de hermanamiento casi
maldito. El mejor testimonio de esa insólita amistad es Jean Genet en Tánger, de Chukri (Cabaret Voltaire).
Jean Genet
escribía en Diario del ladrón:
“Hubiera querido embarcarme para Tánger. Las películas y las novelas han hecho de esta ciudad un lugar terrible, una especie de garito en que los jugadores negocian los planos secretos de todos los ejércitos del mundo. Desde la costa española, Tánger me parecía una ciudad fabulosa. Era el símbolo personificado de la traición“.
Pero no solo
los marroquíes y los extranjeros eran el motor intelectual de la ciudad. La
Librairie des Colonnes, abierta desde 1949, fue el centro de encuentro de los
hijos de las comunidades española, judía y francesa que buscaban entre sus
estanterías una literatura que les acercara al continente al que ellos
pertenecían realmente. Entre aquellos chicos, de los que ya pocos residen en
Tánger, destacaban Emilio Sanz de Soto, historiador de cine y crítico de arte,
y su íntimo amigo Ángel Vázquez, que trabajó en esta librería y que fue autor
de una de las mejores novelas españolas del siglo XX.
Vázquez da
inicio a su primera novela, Se enciende y se apaga una luz, con unas palabras de Gil de Biedma: De mi pequeño reino afortunado me quedó esta
costumbre de calor y una ligera propensión al mito. El Tánger de Vázquez es
también el de Chukri, para el que era “la más extraordinaria y misteriosa
ciudad del mundo”.
Su obra cumbre, La
vida perra de Juanita Narboni,
es una de las novelas más innovadoras e interesantes del pasado siglo, un
testimonio profundo y abrumador sobre el fracaso y la soledad de una mujer
desgraciada.
Hay
pocas protagonistas femeninas, tan rotundas, tan vivas y, sobre todo, tan
injustamente olvidadas como Juanita Narboni. Ángel Vázquez vertió en su amada
Juana todo su ser, todo Tánger. El ocaso de ese enclave internacional que
rezumaba libertad sexual, cultura, dolce farniente,
se aceleró a medida que de sus calles desaparecían los rótulos de los comercios
españoles. Cuando las sombrererías -como la de la madre de Vázquez- dejaban
paso a pequeñas tiendas regentados por árabes. Los marroquíes reconquistaron
sus calles y los españoles, franceses, ingleses y judíos se vieron arrinconados
en sus mansiones.
Vázquez
dejó atrás los recuerdos de su belle époque, sus tardes en la librería des
Colonnes, los bizcochos de La Española y las noches sin fin en el Café
Haffa. Trasplantado a otra realidad, a una península demasiado lejana,
Vázquez se deja morir, al igual que su ciudad natal languidece al otro lado del
Estrecho.
Juanita
Narboni entona un monólogo fascinante, de una complejidad pocas veces vista en
la literatura española hasta entonces. Vázquez desnuda el alma de la hija de
una familia venida a menos tangerina, donde, como en el resto del mundo, lo que
priman son las apariencias.
Vázquez
deslumbra dando forma a un precioso homenaje al rico lenguaje que existía en
Tánger. Juanita no solo hace suyas ciertas expresiones árabes -demostrando un
inusual interés y respeto por la cultura autóctona- sino que gracias a ella
conocemos el maravilloso mundo de la jaquetía, el dialecto judeoespañol que se
hablaba en el norte de Marruecos. Los objetos se convierten en los últimos
vestigios de la vida de Juanita, los guantes de su madre muerta que parecen
ahogarla, una fotografía extraviada, los muebles del dormitorio de su hermana
fugada y casquivana… Y qué queda en esa casa, tan solo Juanita defendiendo el
honor de su familia. Una tarea inútil e ingrata ya que nadie parece recordar
las elegantes veladas en el Teatro Cervantes ni el porte de las Narboni.
En
ese nuevo Tánger que lucha por recuperar parte del esplendor pasado siempre
habrá lugar para sus vecinos más fascinantes. Una lista interminable que
encabezan Bowles, Chukri o Ángel Vázquez.
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