Como lectores, somos conscientes de que a veces una reseña, o un par de ellas, no basta para decidirnos por la lectura de un libro, o no; así que, gracias a la colaboración de unas magníficas lectoras hemos decidido crear un artefacto que hemos llamado: reseña conjunta. No os preocupéis, que no es nada extrovertido, solo se trata de compartir la visión múltiple de un libro concreto. En este caso, se trata de dar una visión heterogénea de La piel del zorro, de Herta Müller. Ahora sí que ya no tendréis excusa para decidiros por su lectura o volver a postergarla algún tiempecito más.
Lo que brilla ve.
La dictadura socava lo que destaca. Amenaza desde la vigilancia y purga después todo lo que tiene luz propia. Brilla el mechón en la frente del dictador en todos los diarios y brilla su pupila en todas las fotos y observa desde sus atalayas. Vigila lo brillante que es ajeno.
También esto que brilla es observador: ha de acomodar su vida, su comportamiento, al perseguidor. Ha de intentar dejar de brillar. Y aprende a hacerlo. Herta dice, en definitiva, que todos somos presas de nuestra propia biografía.
Por eso, el zorro ya era cazador.
Nuria Castaño Monllor
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La piel del zorro es para mí poesía estática. Superposición de imágenes poderosas, brutales, bárbaras incluso. Es lirismo tejido al humo de las fábricas y de las calles sucias, en el que se esconden metáforas hermosas con forma de dalias y álamos.
En la división del libro en dos mitades, me conmovió la primera y me aburrió la segunda. Prefiero la atmósfera sofocante y sórdida que se dibuja en las primeras 100 páginas a las vidas grises de unos personajes inacabados cuyas historias, francamente, no me interesaron nada. Creo que Herta Müller es mejor paisajista que narradora y en La piel del zorro quiere hacernos transeúntes de una ciudad rumana que disecciona con su lenguaje impactante de versos libres encadenados. De esta manera, el principal mérito del libro, lo que -lo confieso- me reconcilia con ella, es su capacidad de hacernos sentir la pesadez de los días, la opresión de una vigilancia constante, el frío de las madrugadas obreras o el sueño anclado de la libertad perdida. El gran protagonista es el escenario. Los personajes son sólo actores secundarios, elegidos al azar entre esa masa de hombres que cruza el puente por la mañana, con sus crestas iluminadas por el rayo naranja del primer sol.
Cristina Gil-Casares
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Un libro que «no empieza» durante muchas páginas, algo arriesgado de hacer, pues es en ese «no empezar» donde puede que Herta nos pierda como lectores.
A mí Herta no solo no me ha perdido, sino que me ha atrapado, porque en esas muchas páginas yo he encontrado la mayor magia que un libro puede regalarme: el conseguir meterme en su mundo. El suyo es un mundo que desconozco (por suerte), uno plagado de potentes imágenes y de anécdotas que me serán imposibles de olvidar.
Creo que sería un error el devorar este libro como a veces solemos hacer con otros. Éste es un libro para saborearlo de a poquito, como si del último postre de nuestras vidas se tratara, es un libro para detenerse en la mayoría de sus párrafos, quizá para leer solo dos o tres páginas cada vez que se lo abre.
Leticia Castro
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Confluyen en Herta Müller las más variadas tradiciones. Su condición de germanoparlante en Rumanía la convierte en una extranjera en su país de nacimiento. Como si esa otra gramática le dotara de una profundidad de visión que le permitiera observar a los suyos con una frialdad que realmente no es tal.
Como rumana presenta a la Europa occidental un testimonio incómodo, el de una Europa que parece resistirse a la homogenización. Herta Müller me recuerda tangencialmente a Ajmátova, con esa “intoxicación” causada por la poesía en toda las facetas de su vida y por su firme deseo de transitar por todas y cada una de las sendas prohibidas y controladas por el pensamiento único.
Como rumana presenta a la Europa occidental un testimonio incómodo, el de una Europa que parece resistirse a la homogenización. Herta Müller me recuerda tangencialmente a Ajmátova, con esa “intoxicación” causada por la poesía en toda las facetas de su vida y por su firme deseo de transitar por todas y cada una de las sendas prohibidas y controladas por el pensamiento único.
La piel del zorro es un festín descriptivo, una suerte de biografía colectiva tejida a base de simbolismos. Las verrugas, las semillas, las dalias, los álamos, el mundo en blanco y negro que rodea sus fábricas. Los animales que se rebelan contra el silencio y el automatismo impuesto y las personas que acatan la orden de desmemoria colectiva. Müller brilla en cada una de esas imágenes llenas de cinematografía y lenguaje desbordante. Hubiera deseado leer las cien primeras páginas como si de un volumen de relatos se tratase, para degustar e interiorizar lentamente ese legado histórico y poético. Cuando Herta se convierte en “novelista” descuida el resultado global del libro. Con el paso de los días cobra mayor fuerza la primera parte y olvido poco a poco a los personajes. Müller lo entendería porque parece colocar en un segundo plano la trama y el ritmo
Bárbara PerezdeEspinosa Barrio
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No se mueven apenas Clara, Adina y el resto de personajes. Son las circunstancias, el contexto, los ambientes, los que mueven la ¿novela? El lenguaje es el motor de una obra que no deja espacio a la sonrisa: todo es miedo, silencio y esperanzas tenues, y un mechón de pelo dictatorial que todo ve y todo destruye en la Rumania de Ceaucescu.
La obra presenta dos partes muy bien diferenciadas y ese es su principal (¿único?) defecto. Esa decisión origina una falta de ritmo en la obra que la convierte en dos obras diferentes: un poemario seguido de una novela.
Lo demás, el lenguaje preciso y precioso, la mirada lúcida de sus circunstancias, los párrafos recorridos por la fuerza y el lirismo de una Herta Müller que no oculta –más bien exhibe– lo sórdido y lo burdo, son un auténtico placer para el lector dispuesto a superar la dificultad de su escritura. Lástima esa falta de ritmo y la trama quizás demasiado sencilla.
Pedro Garrido Vega
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Desde luego, después de leer La piel del zorro, no se puede decir que la narrativa de Hertha Müller sea sencilla; sin embargo, merece la pena, y mucho, leer, aunque solo sea una vez en la vida, a la autora rumana.
A través de unas imágenes, que se suceden a lo largo del libro, Müller consigue una de las cosas más complicadas dentro de la creación literaria: crear personajes y acontecimientos vívidos e inolvidables. Nunca podré olvidar ya el collar de hormigas; el mechón en la frente de Ceaucescu; o el hombre que introduce sus testículos en una palangana a petición de su mujer para conocer el estado de su fidelidad. Porque Hertha Müller no parece pretender contarnos nada, sino hacernos sentir como lectores lo que tal vez un día ella llegó a sentir, y eso, tal vez, no se pueda conseguir únicamente a través de sucesivas descripciones.
La única duda que me queda después de leer el libro es si donde está su mayor virtud se encuentra también su mayor defecto, o tal vez si el defecto se encuentre en mí como lector por no saber afrontar la lectura de la premio Nobel con el tiempo y la dedicación que ella necesita; y es que, aunque pertenecen al mismo género (sin saber qué criterios se siguen para el noble acto de clasificar) no es lo mismo escuchar Las cuatro estaciones de Vivaldi, que la tetralogía de El anillo de los Nibelungos de Richard Wagner.
Agustín Márquez
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Autor: Herta Müller
Traducción: Juan José del Solar
Editorial: Siruela
Páginas: 248
Precio: 17,90 eur (rústica)
Foto tomada de The New York Times
Foto tomada de The New York Times
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