Tras los terribles atentados de París los gobiernos y sus
servicios de inteligencia y ejércitos se preparan para un incierto y aterrador
futuro. Se alzan nuevos muros, crece la desconfianza pero también la
solidaridad hacia los musulmanes que sufren las consecuencias de esos ataques.
En estos frenéticos días de imágenes e información continua surgen
preguntas acerca de los orígenes de la tragedia, sobre el pasado de aquellos
que con una demoniaca tranquilidad se autoinmolaron. Parece imposible creer en
el mal innato y no podemos dejar de preguntarnos en qué momento perdieron el
candor de un niño, en qué momento se estropearon.
¿Fueron sus propias familias las que les enseñaron a disparar, lo
que era el rencor, las que les hablaron de genealogías que eran en realidad
fábulas manipuladas? ¿O tal vez fue la pobreza, la soledad? Los extremistas
detectan con una facilidad estremecedora a aquellos que necesitan encontrar algo
o a alguien a quien aferrarse.
Yachine, protagonista de Los
caballos de Dios, lo resume, una vez muerto, en las primeras páginas de
esta novela de Mahi Binebine, «Por lo
demás, no me quedé mucho tiempo en la vida, porque en la vida no había gran
cosa que hacer».
Después de la cadena de atentados suicidas que se sucedieron en la
noche del 16 de mayo de 2013 en Casablanca, que acabaron con la vida de 43
personas, pocos se preguntaron por el origen de los terroristas. Los medios
mencionaron que eran unos jóvenes de la barriada de Sidi Moumen, el infierno en
la tierra en ese rincón de Marruecos, «la
confluencia natural de todas las decadencias», en palabras de Yachine.
Mahi Binebine, pintor, escultor y escritor, y, tal vez, junto a
Tahar Ben Jelloun, el mayor intelectual del reino alauí, quiso saber más sobre
esos chicos. Y es en ese preciso momento cuando nació Yachine.
Este crece rodeado de miseria y desesperanza y, sin poder acudir a
la escuela, encuentra en sus amigos y el fútbol los únicos elementos que le
conectan con la infancia. Tras el encarcelamiento de su padre, su madre, como tantas
otras mujeres marroquíes, hubo de buscar el alimento de sus hijos fuera de
casa. Yachine idolatra a su hermano Hamid, quien paga
caprichos gracias al dinero que gana con el tráfico de hachís y quien se
encarga de pervertir a los niños. Los primeros encuentros homosexuales, tan
frecuentes en el país, nunca son consentidos. Se toleran, se esconden como se
hace con otras tantas perversiones que creen expiar orando en las mezquitas
todos los viernes.
Pero
el desencanto y el fracaso se asientan con más firmeza en sus vidas a medida
que cumplen años. Los trabajos precarios, la apatía, los amores no
correspondidos son el caldo de cultivo perfecto para el extremismo. La llegada
de Abu, un misterioso hombre que habla de Chechenia, el Corán y el paraíso
revoluciona la vida de estos jóvenes. Abandonan unas adicciones para aferrarse
a la promesa de la posteridad, de convertirse en mártires del yihadismo.
La
juventud retratada por Binebine entronca con la infancia de Mohamed Chukri. Él
encontró en la escritura y la literatura la tabla de salvación para una vida
llena de abandonos y errores. A estos chicos, después de experimentar con el
sexo y la droga, solo les queda la rabia y el hastío y observar el perfil de la
próspera Casablanca desde las montañas de basura que es la orografía de Sidi
Moumen.
Sidi Moumen
Yachine,
ya muerto, recuerda: «Abu Zubeir sabía las palabras adecuadas, las palabras glotonas
que se asientan en la memoria y, expandiéndose en ella, fagocitan los
desperdicios acumulados.»
Binebine recrea valientemente el proceso de captación de Yachine y
sus amigos. Las rutinas, las primeras dudas sobre el camino elegido, los
entrenamientos. Estremece ver cómo se aferran a una disciplina, la primera con
la que se han encontrado en su vida.
Pocas veces se enfrenta uno tan de cerca al horror en la
literatura: «Nos lavamos y nos afeitamos
el cuerpo apurando bien, preparándonos para la muerte como para una boda».
Binebine
construye con gran delicadeza y acierto la voz de Yachine, borda su transición
de niño a frágil adulto. Una tarea que inicialmente parece imposible al
contemplar las barreras psicológicas y estilísticas. Este habla desde la muerte
de Sidi Moumen, de su pasado, de ese falso paraíso que decían les esperaba.
Llega a contemplar su propia tumba y la de su hermano.
La película del mismo nombre dirigida por Nabil Ayouch y galardonada,
entre otros, con la Espiga de Oro de la Seminci en 2012.
Leer
Los caballos de Dios es caminar
por cualquier barriada marroquí, es ahogarse con su aire irrespirable, taparse
los ojos para no ver a niños que trabajan por dos dírhams o que se prostituyen.
Leerlo es ampliar la reflexión, profundizar en el debate. Una novela
imprescindible no solo de la literatura árabe.
«Te quiero infinitamente, pero me voy, amor mío, porque no tengo elección. ¿Hasta cuándo se puede soportar la humillación de haber nacido en Sidi Moumen? No hay vuelta de hoja, voy a morir. Te vengaré de quienes saquearon tu infancia y enviscaron tus sueños en el barro. Les haré pagar a tocateja los años de esclavitud que nos impusieron. Padecerán igual que padecimos nosotros. A todos esos colaboracionistas que se portan como avestruces les alzaré la cabeza y los degollaré como a corderos. Que sus hijos lloren igual que lloramos nosotros».
Traducción:
María Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego
Editorial: Alfaguara
Páginas: 160
Precio: 17 eur (rústica); 9 eur: ebook)
Páginas: 160
Precio: 17 eur (rústica); 9 eur: ebook)
gracias por la recomendación
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