«No tengo dinero, ni
recursos, ni esperanzas.
Soy el hombre más feliz
del mundo»
Solemos juzgar a las
personas, a menudo sin conocerlas siquiera. Algo que leímos o que oímos quién
sabe dónde ni cuándo nos sirve para fijar una imagen preconcebida de la persona
que es foco de nuestra atención. Necesitamos etiquetar previamente, creer que
alguien es un grosero o un pervertido, un samaritano o un boy scout. Nos
encanta criticar, normalmente de forma grotesca, casi despectiva, y no nos
damos cuenta de que todo en esta vida es una apariencia, que no podemos dar
nada por sentado, pese a sabernos poseedores de la verdad absoluta. Siempre he
sido de la opinión de que los actos de cada uno, su trabajo, hablan por sí
solos. Eso tiene su peligro, claro, porque, insisto, todo puede disfrazarse.
Hay quienes exageran incluso su personalidad hasta el punto de convertirse en
aquel personaje originado de la burla ajena, actúan y dan lo que se espera de
ellos.
Fernanda Pivano describe
al principio de Lo que más me gusta es rascarme los sobacos (Anagrama) —la
célebre entrevista que le realizó a Charles Bukowski en 1982— parte del paisaje
de esa ciudad que muchos creen simboliza el lujo, el glamour, la vida fácil y
las fiestas más alocadas: Los Ángeles. Ciudad de contrastes como pocas, Pivano
versa sobre Malibú, donde la mayoría de los actores hollywoodienses son
propietarios de alguna mansión, y lo hace porque de ahí, «se bordean las
escolleras de Pacific Palisades, donde Henry Miller murió demasiado pronto a
los ochenta y ocho años».
«Murió demasiado pronto a
los ochenta y ocho años». Adoro esta frase, pues deja entrever la vitalidad de
uno de los autores más controvertidos de las letras estadounidenses y
probablemente de las letras en términos generales. Cuando uno pregunta sobre
Henry Miller lo que seguramente obtenga por respuesta es que era un obsceno, un
viejo verde, un ser errático, obsesionado por el sexo… Y no se equivocarían
—sobre todo los moralistas—. No obstante, ¿es eso todo? ¿La literatura de Henry
Miller era/es pornografía? Huelga decir que su novela Trópico de Cáncer,
publicada en 1934, le llevó a juicio por obscenidad y que fue prohibida en los
Estados Unidos hasta 1961, pero… ¿es eso suficiente para recordarlo?
Solemos juzgar a las
personas, y a Henry Miller siempre se le ha juzgado como un ser díscolo, un
escritor maldito, clandestino, calumniado, paradigma del disidente y
anarquista. Todo ello, simplemente, por haber quebrantado esas leyes
imaginarias de la decencia y la virtud que todo hombre y mujer debe poseer para
ser considerada una buena persona. «Con frecuencia se me ha criticado y
ridiculizado como un profeta de la fatalidad», escribió el mismo. Yo creo que
hizo lo que quiso y como quiso, y eso me basta. Miller escribió sobre la
difícil situación del individuo, lo que significa que escribió sobre la difícil
situación de la sociedad (de ayer, hoy y mañana). Miller escribió sobre la
moral, la falsa y teórica, exploró las relaciones entre los seres humanos y
abordó de manera incisiva algo que, a la postre, sería una tónica en su
trabajo: el conformismo vs. la libertad.

En la serie de textos que
comprenden este libro que Navona ha tenido a bien rescatar, dentro de su misión
por recuperar la obra inédita del autor, encontramos a un Henry Miller con un
tono paternalista. Ofrece consejos, reflexiones y se permite el lujo de decir
algunas “verdades”. Como siempre, no se muerde la lengua ni reprime su pluma.
No es ese su estilo, no lo fue nunca. Y al leer esta suerte de cavilaciones uno
se topa realmente con un ser que cree en las virtudes del hombre, en el deseo
de desenmascarar la hipocresía de la sociedad puritana. Sonará un tanto
extraño, pero Henry Miller tiene fe en nosotros: «Cada uno de nosotros es único
y se debe reconocerlo como tal. Lo de menos que podemos decir de nosotros es
que somos americanos o franceses o lo que sea. Antes que nada todos somos seres
humanos, diferentes unos de otros, y estamos obligados a vivir juntos, a
cocernos en la misma olla». Aunque quizá me adelanté al señalar ese “nosotros”,
ya que para el autor de Sexus, Nexus y Plexus, son los «espíritus creativos»
los que «impiden el hundimiento del mundo». En esto es tajante: «Si no se les
hace caso, si se los reprime, la sociedad se convierte en una colección de
autómatas».
¿Dónde está el problema? O
mejor dicho, ¿dónde ve Henry Miller el problema o uno de los problemas de
nuestra perdición como individuos? Al parecer, poco hemos cambiado desde el
origen de los tiempos. «El hombre civilizado se diferencia poco del hombre
primitivo», señala, para añadir a continuación que la cuestión principal es que
el hombre/ser humano «no ha aceptado el mundo, como tampoco ha mostrado deseo
alguno de participar de la realidad que lo envuelve. Está aún atado al mito y
al tabú, esclavo aún de la víctima de la Historia, aún enemigo de su propio
hermano». La cuestión, por tanto, se traduciría del siguiente modo: nos encanta
sentirnos desdichados. Es mejor entonar el discurso victimista, señalar con el
dedo acusatorio al culpable o culpables de todas nuestras desgracias. Siempre
ha sido así en la mayoría de los casos, de ahí, quizá, el hecho de que Miller
pensara que: «El hombre sigue ligado al último callejón sin salida».
Su obra siempre estuvo
impregnada por ese tono crudo y sensual que escandalizó a la sociedad
norteamericana de su tiempo. Ese vitalismo y ese deseo de vivir aún bajo todas
las limitaciones es muy probable que le impidiera mayor reconocimiento, aunque
a él, fiel a su actitud desafiante y a esa etiqueta de “autor maldito”, imagino
que le importaba un bledo todo el circo mediático que, como advirtiera Julien
Gracq, lleva a «la transmutación extraña de lo cualitativo en cuantitativo que
obliga al escritor de hoy a ser la representación, como suele decirse, de una
superficie, a veces incluso antes de tener talento.» Miller, su vida y su
trabajo, abogaba por la paz, entendida ésta como la toma de conciencia de la
propia libertad individual y por el sentimiento de comunidad; aceptarnos a
nosotros mismos, en definitiva. Transgresor, irreverente, alma inquieta… Su
literatura nunca abandonó la fe en el lenguaje y en el conocimiento a pesar de
que la vida, por desgracia, seguirá siendo un infierno, pues siempre creyó que
el ser humano «anhela otra borrachera, posiblemente dos o tres, antes de
enseñar la bandera blanca. Aún le satisfacen las explicaciones que nada explican,
los experimentos que, como sabe en su corazón sólo son medidas a medias y en
consecuencia más productoras de mal que de bien. Aún está dispuesto a dar
cabida a nuevos dioses, nuevas religiones…».
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