lunes, 23 de noviembre de 2015

La vida seguirá siendo un infierno. Breves notas sobre Henry Miller


«No tengo dinero, ni recursos, ni esperanzas.
Soy el hombre más feliz del mundo»

Solemos juzgar a las personas, a menudo sin conocerlas siquiera. Algo que leímos o que oímos quién sabe dónde ni cuándo nos sirve para fijar una imagen preconcebida de la persona que es foco de nuestra atención. Necesitamos etiquetar previamente, creer que alguien es un grosero o un pervertido, un samaritano o un boy scout. Nos encanta criticar, normalmente de forma grotesca, casi despectiva, y no nos damos cuenta de que todo en esta vida es una apariencia, que no podemos dar nada por sentado, pese a sabernos poseedores de la verdad absoluta. Siempre he sido de la opinión de que los actos de cada uno, su trabajo, hablan por sí solos. Eso tiene su peligro, claro, porque, insisto, todo puede disfrazarse. Hay quienes exageran incluso su personalidad hasta el punto de convertirse en aquel personaje originado de la burla ajena, actúan y dan lo que se espera de ellos.

Fernanda Pivano describe al principio de Lo que más me gusta es rascarme los sobacos (Anagrama) —la célebre entrevista que le realizó a Charles Bukowski en 1982— parte del paisaje de esa ciudad que muchos creen simboliza el lujo, el glamour, la vida fácil y las fiestas más alocadas: Los Ángeles. Ciudad de contrastes como pocas, Pivano versa sobre Malibú, donde la mayoría de los actores hollywoodienses son propietarios de alguna mansión, y lo hace porque de ahí, «se bordean las escolleras de Pacific Palisades, donde Henry Miller murió demasiado pronto a los ochenta y ocho años».

«Murió demasiado pronto a los ochenta y ocho años». Adoro esta frase, pues deja entrever la vitalidad de uno de los autores más controvertidos de las letras estadounidenses y probablemente de las letras en términos generales. Cuando uno pregunta sobre Henry Miller lo que seguramente obtenga por respuesta es que era un obsceno, un viejo verde, un ser errático, obsesionado por el sexo… Y no se equivocarían —sobre todo los moralistas—. No obstante, ¿es eso todo? ¿La literatura de Henry Miller era/es pornografía? Huelga decir que su novela Trópico de Cáncer, publicada en 1934, le llevó a juicio por obscenidad y que fue prohibida en los Estados Unidos hasta 1961, pero… ¿es eso suficiente para recordarlo?

Solemos juzgar a las personas, y a Henry Miller siempre se le ha juzgado como un ser díscolo, un escritor maldito, clandestino, calumniado, paradigma del disidente y anarquista. Todo ello, simplemente, por haber quebrantado esas leyes imaginarias de la decencia y la virtud que todo hombre y mujer debe poseer para ser considerada una buena persona. «Con frecuencia se me ha criticado y ridiculizado como un profeta de la fatalidad», escribió el mismo. Yo creo que hizo lo que quiso y como quiso, y eso me basta. Miller escribió sobre la difícil situación del individuo, lo que significa que escribió sobre la difícil situación de la sociedad (de ayer, hoy y mañana). Miller escribió sobre la moral, la falsa y teórica, exploró las relaciones entre los seres humanos y abordó de manera incisiva algo que, a la postre, sería una tónica en su trabajo: el conformismo vs. la libertad.

En el prólogo de Inmóvil como el colibrí (Navona), fechado el 16 de febrero de 1962, el escritor ofrece algunas de las claves para entender su literatura y ese duelo entre lo establecido —y lo canónico— y la rebeldía —o independencia—: «El artista —y con este término me refiero sólo a los auténticos— sigue siendo un sospechoso, sigue considerándose una amenaza para la sociedad. A los que se conforman, los que aceptan el juego, se los mima». Miller tiene claro, clarísimo que, «el lenguaje de la sociedad es el del conformismo; el de la persona creativa es el de la libertad»; y advierte sobre ello, puesto que, «mientras quienes componen el mundo cierren los ojos ante la realidad, la vida seguirá siendo un infierno». Como verán, éstas no son las palabras de ningún perturbado sexual, más bien son las palabras de una persona preocupada por el devenir de la humanidad, aunque ya se sabe que es mucho más fácil denigrar que aplaudir.

En la serie de textos que comprenden este libro que Navona ha tenido a bien rescatar, dentro de su misión por recuperar la obra inédita del autor, encontramos a un Henry Miller con un tono paternalista. Ofrece consejos, reflexiones y se permite el lujo de decir algunas “verdades”. Como siempre, no se muerde la lengua ni reprime su pluma. No es ese su estilo, no lo fue nunca. Y al leer esta suerte de cavilaciones uno se topa realmente con un ser que cree en las virtudes del hombre, en el deseo de desenmascarar la hipocresía de la sociedad puritana. Sonará un tanto extraño, pero Henry Miller tiene fe en nosotros: «Cada uno de nosotros es único y se debe reconocerlo como tal. Lo de menos que podemos decir de nosotros es que somos americanos o franceses o lo que sea. Antes que nada todos somos seres humanos, diferentes unos de otros, y estamos obligados a vivir juntos, a cocernos en la misma olla». Aunque quizá me adelanté al señalar ese “nosotros”, ya que para el autor de Sexus, Nexus y Plexus, son los «espíritus creativos» los que «impiden el hundimiento del mundo». En esto es tajante: «Si no se les hace caso, si se los reprime, la sociedad se convierte en una colección de autómatas».

¿Dónde está el problema? O mejor dicho, ¿dónde ve Henry Miller el problema o uno de los problemas de nuestra perdición como individuos? Al parecer, poco hemos cambiado desde el origen de los tiempos. «El hombre civilizado se diferencia poco del hombre primitivo», señala, para añadir a continuación que la cuestión principal es que el hombre/ser humano «no ha aceptado el mundo, como tampoco ha mostrado deseo alguno de participar de la realidad que lo envuelve. Está aún atado al mito y al tabú, esclavo aún de la víctima de la Historia, aún enemigo de su propio hermano». La cuestión, por tanto, se traduciría del siguiente modo: nos encanta sentirnos desdichados. Es mejor entonar el discurso victimista, señalar con el dedo acusatorio al culpable o culpables de todas nuestras desgracias. Siempre ha sido así en la mayoría de los casos, de ahí, quizá, el hecho de que Miller pensara que: «El hombre sigue ligado al último callejón sin salida».



Su obra siempre estuvo impregnada por ese tono crudo y sensual que escandalizó a la sociedad norteamericana de su tiempo. Ese vitalismo y ese deseo de vivir aún bajo todas las limitaciones es muy probable que le impidiera mayor reconocimiento, aunque a él, fiel a su actitud desafiante y a esa etiqueta de “autor maldito”, imagino que le importaba un bledo todo el circo mediático que, como advirtiera Julien Gracq, lleva a «la transmutación extraña de lo cualitativo en cuantitativo que obliga al escritor de hoy a ser la representación, como suele decirse, de una superficie, a veces incluso antes de tener talento.» Miller, su vida y su trabajo, abogaba por la paz, entendida ésta como la toma de conciencia de la propia libertad individual y por el sentimiento de comunidad; aceptarnos a nosotros mismos, en definitiva. Transgresor, irreverente, alma inquieta… Su literatura nunca abandonó la fe en el lenguaje y en el conocimiento a pesar de que la vida, por desgracia, seguirá siendo un infierno, pues siempre creyó que el ser humano «anhela otra borrachera, posiblemente dos o tres, antes de enseñar la bandera blanca. Aún le satisfacen las explicaciones que nada explican, los experimentos que, como sabe en su corazón sólo son medidas a medias y en consecuencia más productoras de mal que de bien. Aún está dispuesto a dar cabida a nuevos dioses, nuevas religiones…».

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