lunes, 2 de noviembre de 2015

Adormecer a los felices, de Diego Trelles Paz: violencia, literatura... y Bolaño


La literatura de Bolaño, esa que ahora algunos comienzan a denostar por no sé qué extrañas razones, ha ejercido, lo queramos o no, una influencia decisiva sobre los autores latinoamericanos que crecieron con sus libros. Bolaño echó el cerrojazo al Boom –ya era hora por otro lado, pues esa matraca ha durado lo suyo, y quien esto escribe ha leído mucho a esos autores–, y retrató la América Latina que todos vivían: la de la suciedad, el polvo del desierto, las detenciones ilegales, las torturas y la violencia en las calles. A eso le sumaba un estilo sencillo y limpio que ayudaba a que todo sonase más sincero. La narración de lo sórdido no necesita de la espectacularidad, más bien al contrario.

Uno de aquellos autores que creció bajo la sombra de Bolaño fue el peruano Diego Trelles Paz. Debutó en España de la mano de Candaya con El círculo de los escritores asesinos, una novela muy interesante para un autor de su edad, en la que se entrecruzaban diversas voces de forma inteligente, y se apreciaba ya a un buen autor en ciernes. Antes había publicado un conjunto de relatos titulados Hudson el redentor que no tuvimos ocasión de leer en España. Publicó en 2012 Bioy, una novela en la que se apreció un cambio en su voz. Se hizo más dura y adquirió un tono oscuro y muy pegado a la calle que le valió algunos premios. En su último libro publicado, Adormecer a los felices, un conjunto de relatos publicados por Demipage, mantiene algunos de los elementos de Bioy pero se desmarca de ellos apelando a la forma y al humor. 



Adormecer a los felices lo componen once relatos heterodoxos en cuanto a la forma pero que, sin embargo, comparten una serie de señas de identidad. En ellos están la violencia del mandato fujimorista y el silencio de los demás –nada nuevo en un contexto de estas características–, está también la vida literaria, no la de los libros, que es la única que debería valer, sino esa otra de los pasillos, los cafés y las zancadillas. Y hay lenguaje de la calle, mucha jerga, esa que tanto defendió Cortázar en su día, del que Trelles es seguidor confeso. Hay también poesía, sobre todo la de Vallejo (más bien su influencia) y la de Martín Adán. Todos esos elementos se combinan en los distintos relatos y en conjunto dotan al libro de cierta unicidad, aun cuando parece haber, por otro lado, una tendencia en Trelles a que cada relato sea diferente de los otros en lo formal.  

En varios de los relatos una presencia muy fuerte de Bolaño, puede incluso que excesiva. Se trata de «El aprendiz» y «Vinilo», donde los temas de Bolaño e incluso su forma de narrar –por ejemplo, esa facilidad que tenía, como Borges, para describir argumentos de novelas o películas en tan solo unas líneas­– es muy patente, al igual que esa atmósfera sombría donde las drogas y la violencia lo ensombrecen todo. Esa voz de Bolaño se atenúa en otros relatos, y es de agradecer porque la de Trelles es elegante y tiene potencia, especialmente cuando emplea el habla de la calle, algo que se deja notar en «Intermezzo», uno de los mejores relatos del volumen, un diálogo entre dos gángsteres de poca monta que podía haberse incluido en un episodio de Los soprano pero con acento peruano y plagado de jerga mexicana. En ese relato también está Bolaño presente con sus detectives pero Trelles en este caso logra hacer suyo el relato. También aparece el recurso de la diversidad de voces en «Los farsantes», un relato en el que se muestra la podredumbre del mundo literario que Trelles sitúa en Perú pero que es aplicable a cualquier otra posición geográfica.

La violencia y la denuncia política son, desde Bioy, marca de la casa en Diego Trelles, de modo que no podía faltar en estos relatos. Probablemente donde mejor lo muestra es en el relato «El azar de Melody», donde el sorpresivo final es un mazazo y una llamada de atención sobre la violencia. En las guerras y las revoluciones normalmente no pagan los que debieran, e incluso salen premiados, algo que también se palpa en «Nunca he sabido cómo hacer para odiarla».


Los dos personajes a los que más me he creído de los relatos son Madame Arnoux, una francesa xenófoba para la que el mundo se detuvo hace décadas y que, como suele ocurrir, sale indemne de todo, y el pobre Vladimir de «Vladimir y la resistencia», donde aparecen Los perros románticos –nueva referencia a Bolaño– y, una vez más, los tejemanejes del mundo académico por ocupar sillones y, si es posible, como dice el narrador en algún momento, mejor subiendo en ascensor que a pie por las escaleras.

Otro de los elementos importantes en estos relatos es el humor. Tanto es así que el libro termina con un chiste. El humor que se cuela en los relatos es muchas veces negro, sarcástico, y es un buen contrapunto al ambiente de los relatos, que por lo general son más bien sombríos o puramente trágicos. Esa nota discordante del humor en la tragedia es lo que la suaviza y la hace más creíble. A uno le cuesta creerse a esos personajes que nunca sonríen.

Antes de cerrar esta reseña me gustaría ensalzar un aspecto de los relatos de Diego Trelles que hoy muchos seguro que no ven con buenos ojos y que yo, sin embargo, considero un acierto. Se trata de los finales cerrados o semicerrados. Existe esa norma no escrita entre los autores actuales de que los relatos deben quedar siempre abiertos, que sea el lector el que interprete, suelen decir con orgullo. Siempre me pregunto, ¿por qué ha de ser así? Muchos de los mejores cuentos que se han escrito tienen finales cerrados y eso no hace que uno cierre el libro y se olvide para siempre de ellos. La mayoría de esos relatos (y ahora me refiero a los clásicos) son capaces de dejar esa estela de pensamiento que ronda la cabeza durante un tiempo después (a veces años, incluso) de modo que sigues buscando sentidos nuevos al relato e interpretaciones diferentes a lo que ofreció el autor. Que nos den el regalo en una caja cerrada no quiere decir que no podamos abrirla y jugar con lo que hay en su interior. Incluso, si nos apetece, podemos desmontarlo y volver a reconstruirlo. En ese sentido los relatos de Diego Trelles funcionan muy bien. Tienen finales, a menudo cerrados o con apariencia de cerrados, que dejan un poso en el lector e invitan a seguir reflexionando sobre ellos y es ahí cuando un relato funciona, cuando la maquinaria de las emociones que ha despertado ese relato sigue moviéndose después de leerlo, y sigue aún cuando uno se va a la cama, y al levantarse a la mañana siguiente, y quizás quince años después, mientras uno está pensando en otras cosas.


Título: Adormecer a los felices
Autor: Diego Trelles Paz
Editorial: Demipage
Páginas: 188
Precio: 16 eur (rústica)



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