viernes, 30 de octubre de 2015

Una reivindicación de Herta Müller: la dolorosa experiencia vital

Una somera aproximación a la nómina de los premios Nobel de literatura de los últimos tiempos pone de relieve, además del criterio político y/o geográfico en la selección, una relación de autores que exponen a través de sus textos la versión más triste, sórdida, difícil  e incluso dramática de su mundo que es, en algunas ocasiones,  el nuestro.

Y aunque las diferencias son notables, pues resulta difícil comparar la brutalidad de Coetzee, (que suele generar en quien escribe este texto la dolorosa sensación de haber sido empujada por una escalera) con la supuesta candidez de Alice Munro, quien con su aceradísima visión de las relaciones personales genera conflictos lectores a nivel mucho más personal, (estomacal por reconocimiento), lo cierto es que no parece salvarse ninguno de esta pretensión de dar visibilidad a lo peor de nuestra civilización. Suponiendo que sea esta sociedad nuestra algo civilizado. Herta Müller es excelsa representante de esta línea de laureados.


Dos son las claves esenciales para entender su literatura: su miedo y su lengua materna.

Herta Müller y el miedo

Desbordada por una experiencia personal que considera absolutamente presente, Herta Müller escribe, habla de sus experiencias como rumana de las décadas próximas a la caída del régimen comunista. Pero en ella, en Herta, las historias son más sus historias que las de su pueblo, el miedo es siempre su miedo personal y los objetos que amenazan al protagonista, que tiñen su escritura de grises y humedades, de mugre y miseria son siempre objetos de sus recuerdos.

El contexto  de sus historias es importantísimo, con la excepción de Todo lo que tengo lo llevo conmigo; todas se  desarrollan  y justifican en la Rumanía de  Ceaucescu, pero están presididas por la narración, –en la medida en que sus libros son narraciones–, la experiencia personal: Herta habla de sí misma. Y lo hace de forma peculiar.

Recrea un mundo horrible del que brotan imágenes muy hermosas, con objetos personificados que viven más allá de quien los describe, objetos feos y sucios, óxido y orines, alambres y alcantarillas, noche y humedad que, no obstante, levantan una palacio resplandeciente que exige releer para asimilar la hermosura que contienen,  sin duda, mecanismo de supervivencia en el corazón del horror. Herta se exorciza.

En El rey se inclina y mata, conjunto de relatos autobiográficos, Herta Müller expone las claves para entender la vigencia de ese miedo, que se manifiesta en presente, y que matiza sin excepción sus textos:

Cuanto más se adaptan mis ojos a Alemania, más vinculado veo el ahora con el pasado. No tengo elección… A veces me gustaría preguntar en voz alta. ¿Alguien ha oído hablar de los daños irreparables? Hace mucho que dejé atrás Rumanía. Pero no he dejado atrás el desamparo de las personas en la dictadura, siempre intencionado y dirigido desde arriba, ni la herencia que la dictadura ha dejado en tantos ámbitos y que tan claramente salta a la vista. Por más que los alemanes orientales ya no digan nada al respecto y que los occidentales ya no quieran oír nada más, a mí el tema no me deja en paz. Cuando escribo tengo que detenerme allí donde más herida estoy en mi interior, de otro modo no tendría por qué escribir siquiera.

Por otra parte, construye un mundo introspectivo pero siempre desde fuera: pinta el corazón de sus personajes, de sus personas, hablando de las cosas que les rodean. No hay referencia en Herta a sentimientos o sensaciones; a ese miedo atenazador; sin embargo a ellos se refieren sin excepción sus lunares y verrugas, sus dalias y sus pipas de girasol, sus gatos.

Tengo la sensación de que son los objetos los que determinan cuándo, cómo y dónde le vienen a uno a la cabeza situaciones y personas del pasado. Los objetos hechos de un material incorruptible, duradero y sin vida -muy distinto de nosotros, pues- determinan su propio retorno a nuestra cabeza. Los objetos toman impulso para asestar un golpe en círculo y, cuando aparecen de repente, son como un chispazo en el pasado. Llevan el pasado al extremo a través del presente.[…]Es impresionante cómo los objetos de ahora hacen irrumpir en mi memoria las historias de entonces. En ellos está latente lo supratemporal, centellean con sus vívidos detalles antes de devolverlos a los objetos. Cuanta más atención dedico a observar el presente, más irremisiblemente se convierten paradigma de lo pasado. (Del capítulo «Agarrar una vez… soltar dos veces» en el libro El rey se inclina y mata).

La amenaza del régimen y la angustia vital de los perseguidos se revelan en la piel del zorro de la casa de Adina; su progresiva transformación lo es del miedo de la protagonista, de su angustia vital. De su asfixia. El lunar de Pavel que recoge las claves de la proximidad de la amenaza, la brizna de hierba de Ille y las semillas de melón de las mujeres de la ciudad, la manzana de Adina y Clara, el río. Y sobre todo las dalias, silenciosas como la propia Herta en su infancia rural y los álamos como cuchillos.

Sin embargo, y pese al tono oscuro de esos objetos, pese a que los cuadros se pintan siempre desde la desventura, el resultado pregona en realidad una Herta poeta más que narradora, una autora que hace que «se desboque la cabeza» como ella misma pretende. Una escritora que consigue pasajes arrebatadores con medios que podrían parecernos en principio poco adecuados.



Herta y su lengua materna

Y eso también lo logra Herta con su peculiar estilo: su presente como exclusiva forma verbal, su staccato continuo, sus imágenes independientes. Cada frase, una lucha. Una reflexión, medida al extremo, pues las palabras no son universales.

En otro pasaje de «El rey se inclina y mata» expone que su proceso creativo está condicionado por su redescubrimiento del alemán, su lengua materna, al emigrar a Timisoara, e integrase en el rumano:

Entonces el rumano fue para mí como mi propia lengua. A diferencia del alemán, no obstante, las palabras abrían unos ojos como platos cuando, sin querer, las comparaba con mis palabras alemanas. Sus intrincaciones eran sensuales, osadas y arrebatadoramente bellas.[…] Por supuesto, la lengua materna sigue siendo inalienable en lo que significa para uno. En conjunto, se sigue creyendo en su medida, aunque la mirada de la lengua nueva lo relativice todo. Uno sabe que esa medida, por arbitraria que sea, sigue siendo lo más seguro y necesario con lo que uno cuenta.[…]Hoy sin embargo sé que ese proceso paulatino, ese estado vacilante que me obliga a penetrar más allá del nivel de mi pensamiento, también me concedía el tiempo suficiente para admirar la transformación de las cosas mediante la lengua rumana.

El proceso creativo, la recreación de su peculiar universo se convierte así en una ardua  batalla por acertar con la palabra justa, con la medida exacta de lo necesario, de lo que es preciso escribir, milimétricamente, para que el demonio encuentre la puerta de salida. Se quede en el papel.

Y el resultado, digámoslo de nuevo, es arrebatador:

Al  bar ha llegado una noche que en plena ciudad se quita reloj y hora tal como alguna sombra de dimensiones humanas se quita la vida en el río. A la ciudad ha llegado un invierno lento, envejecido que introduce su frío en la gente. Hay en la ciudad un invierno en el que la boca se enfría, en el que las manos, ausentes, sostienen y dejan caer lo mismo, porque las puntas de los dedos se ponen como cuero. Hay en la ciudad un invierno en el que agua ni siquiera se congela, en el que los viejos llevan su vida pasada como un abrigo. Un invierno en el que los jóvenes tienen que odiarse como a la desdicha cuando entre sus sienes surge la sospecha de la dicha. Y, no obstante, buscan su vida con los globos del ojo desnudos. En torno al río hay un invierno en el que en vez del agua, solo la risa se enfría. En el que tartamudear ya es haber hablado, y un grito a voz en cuello es ya la palabra dicha a medias. En el que toda pregunta se ahoga en la laringe y, siempre muda y más muda, golpea los dientes con la lengua. (La piel del zorro).

Los premios Nobel: discutibles, políticos, geográficos… Afortunadamente nos hacen visibles a determinados escritores que tal vez no habrían trascendido de no haber sido señalados con el reconocimiento. En tanto el criterio de selección de los galardonados siga siendo este, podremos estar tranquilos: nadie necesita que le hagan visible a McEwan o Murakami.

Herta es difícil. No  porque cree artificios que exijan especial concentración (tan en boga entre nuestros modernos lectores/blogueros). Herta es difícil porque es dura, porque no concede respiro. Porque asfixia e impone una lucha con su escritura. Herta no es para débiles. Pero la recompensa es gratificante.

Artículo escrito por Nuria Castaño Monllor.

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