Algunos
autores pasan a la posteridad como grandes genios por haber escrito una o dos
obras de gran calado. Otros, que quizá en conjunto hayan influido más sobre las
generaciones de escritores coetáneos a ellos son, por caprichos de la
literatura, la crítica, y también, cómo no, de los lectores, desconocidos para
el público general. Por eso, no sorprende ver que cuando a alguien ajeno al mundo del libro se le habla de
Camus, de Sartre o de Breton reconoce a estos escritores sin asomo de duda, aunque tan solo sea de oídas. Son, por el contrario, mucho menos conocidos, los nombres de Alfred Jarry, Stéphane Mallarmé o
Raymond Queneau aun cuando son posiblemente los escritores que más han influido
en la literatura francesa del pasado siglo, y no es esa cuestión baladí,
teniendo en cuenta la fábrica de talento literario que es ese país.
Hablamos hoy de Queneau. No voy a hablar de la creación de OuLipo, posterior a esta novela, Los últimos días, la cual ya incorpora muchos de los aciertos posteriores del genial Queneau, que se inició con los surrealistas y que tras discutir con Breton (nada que pueda sorprendernos, pues Breton no era lo que se dice un tipo con talante) desarrolló su propia literatura y arrastró con ella a muchos otros después, porque su gran mérito fue no decaer nunca: su genio se mantuvo firme durante toda su vida.
Los últimos días es una novela coral en la que se
diferencian dos grupos de personajes. Por un lado, unos jóvenes que llegan de
Le Havre a París para estudiar en la Sorbona. Entre ellos destacan el timorato
y virgen Tuquedenne, aspirante a filósofo y declarado dadaísta, Hublin, su
mejor amigo, aficionado a las artes ocultas, y Rohel, quien persigue faldas sin
cesar. Por otro lado nos encontramos con un trío de ancianos: un timador de
poca monta, un profesor de Geografía jubilado y un hombre de buena posición
social y económica. También hay dos o tres personajes aparentemente
secundarios pero de gran importancia, especialmente Alfred, un camarero que narra en
primera persona y que adivina el futuro de los parroquianos del café en el que trabaja gracias a sus cálculos
sobre la posición de los planetas y la estadística. La trama salta de aquí allá
y en ella se cruzan el miedo a la muerte de los ancianos, el miedo a la vida de
los jóvenes, la ambición desbordada y el paso del tiempo y sus consecuencias.
En Los últimos días encontramos la vida en
el París de los años 20, una vida que sucede en cafés, en habitaciones
alquiladas por familiares sin escrúpulos o en las calles, donde los personajes
pasean sin cesar, lo que lo asemeja en cierta manera al fantástico El peatón de París, de Léon-Paul Fargue,
publicado hace unos meses por errata naturae y que nos muestra un París que bulle de gente, donde se mezclan rufianes y gente bien, prostitutas y ancianos.
Queneau
demostró con esta novela que era un escritor total. Las tramas se imbrican unas
con otras de forma natural, sin aspavientos (por momentos un servidor se acordó
del injustamente olvidado Felipe Alfau y su novela Locos) y la novela es toda una lección de cómo deben construirse
personajes, a veces sin necesidad de descripciones, sino simplemente a partir de los
diálogos y de la conducta de cada uno de ellos. Es esa potencia de los
personajes la que consigue que el lector no deje de pasar las páginas
deseando ver qué va a ser de ellos.
No
podían faltar en la novela algunos rasgos del experimentalismo de Queneau, que
no conforme con escribir una novela modelo para los amantes de la novela
clásica, se permite licencias por entonces poco exploradas, como el cambio de narrador (más concretamente de la persona narrativa), la repetición casi literal de fragmentos en distintos capítulos pero
adaptándolos a los distintos personajes que viven esa situación, como si fuesen
espejos enfrentados (algo muy similar a lo que han hecho varias décadas después sus compañeros de OuLiPo en Es un oficio de hombres), y las relaciones calculadas al milímetro entre los personajes que más bien parecen
una lección sobre la teoría de conjuntos. Añade además, y esto será marca de la
casa durante toda su obra, neologismos que salpican la novela y que la dotan de
una frescura que ha envejecido bien, a lo que ayuda, y mucho, la buena traducción de Pablo
Moíño, quien comienza a ser habitual traductor de los autores oulipianos.
Se
trata por tanto de una muy buena novela, que anticiparía otras del mismo cuño, como
su más conocida Zazie en el Metro o
las que firmaría como Sally Mara, entre las que se encuentra la estupenda e
irreverente Somos demasiado buenos con
las mujeres, para mí su novela más interesante. No os perdáis Los últimos
días. Cualquier aspirante a escritor debería fijarse en Queneau, cualquier
lector debería caer en sus páginas sin poner condiciones.
Autor:
Raymond Queneau
Traductor:
Pablo Moíño
Editorial:
Gallo Nero
Página:
288
Precio:
19 eur (rústica)
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