Vuelve uno con otro espíritu después de las vacaciones, un espíritu que me anima a sincerarme, a reconocer que soy un machista redomado en lo que se refiere al humor. Me resultan mucho más graciosas (y no demasiadas en número) las mujeres al natural que aquellas que supuestamente son graciosas en la televisión o en los libros. Eso no me convertiría en un machista si no considerase, por el contrario, que los hombres tienen más sentido del humor o que conecto mejor con él que con el de las mujeres, lo que no quita para que las considere lo mejor que pisa este planeta (puesto que solo podrían birlarles las hormigas –un verdadero prodigio– y alguna que otra bacteria extremófila; y lo sé, está confesión me condena a ser un misógino de libro). Pero los prejuicios se derrumban a golpe de excepciones, y hete aquí que voy y me encuentro con Lancha rápida, de Renata Adler, me rompe los esquemas y pienso que para una cosa que se nos daba mejor a los hombres, quizá ni siquiera en eso seamos mejores. Demonios.
Pongámonos algo más serios. Lancha rápida es un libro magnífico se mire por donde se mire. Es relato fragmentario, sin ningún amago de ser narrativo en el sentido clásico del término: no hay relato lineal que seguir, ni quiera porque se intercalen otros entre medias. No. Es de esos libros a los que hace tiempo, cuando, después de decir que era un libro estupendo, alguien te preguntaba: ¿y de qué va? Y yo respondía: de nada, pero... Ahora este nuevo espíritu me insta a no justificar mis respuestas, y decir: de nada, y mantener una mirada condescendiente (incluso altanera, por qué no) durante tres, cuatro segundos, darme la vuelta y seguir con mi bourbon e iniciar una conversación, sin duda más interesante, al otro lado de la barra.
En Lancha rápida la narradora es una periodista que vive en los Estados Unidos, que se codea con lo más granado de la ciudad, que viaja aquí y allá, y que nos ofrece una secuencia discontinua de anécdotas, de diálogos, reflexiones y vivencias, quizá todas inventadas por Adler, seguramente todas vividas por ella misma. Lo maravilloso de este libro es su capacidad para resultar absolutamente verosímil y la frescura con la que Adler narra cada una de las vivencias, los personajes, incluso esas listas un tanto perecquianas que rematan los fragmentos y que sirven para poner guindas a lo que es ya una experiencia lectora muy recomendable.
El humor es el hilo conector de los fragmentos, incluso cuando no hay humor y se narra algún hecho que no es humorístico en absoluto. Es precisamente en esos momentos cuando más se hace notar el humor, pues el regusto del humor previo y por venir suaviza el horror. Otros dirán que el nexo es el cinismo de la protagonista, su aparente –confesada en la teoría pero no ejecutada en la práctica– incapacidad para enfrentarse a los dilemas morales o incluso su análisis sin concesiones, duro, amargo, de la sociedad estadounidense de los 60 (no muy alejada seguramente de la actual: los mismos valores, la misma potencia capitalista). Pero es el humor el que articula el discurso. El humor no es solo un escudo mediante el que disculparse por ese retrato de la sociedad estadounidense, es también una actitud, y en Renata Adler se advierte esa capacidad nunca impostada, siempre natural, para el humor. Eso no convierte de inmediato a un libro en una obra buena, pero el humor es tan escaso en la narrativa que cuando alguien sabe emplearlo casi sin necesidad de pensar en ello, el texto avanza mucho mejor ante nosotros.
En ese retrato de los años 70 –el libro lo publicó Renata Adler en 1976– se concentran muchas de las desilusiones posteriores al espíritu de finales de los 60, de esa filosofía hippie que poco a poco fue diluyéndose a medida que aquellos jóvenes que cantaban al amor, la libertad y la paz se hacían con cargos importantes en empresas, abandonaban sus comunas y se compraban pisos en el Upper East Side neoyorquino. La protagonista de Lancha rápida es hija de esa generación, y por lo tanto sufre las consecuencias de una educación posiblemente demasiado permisiva y carga con una constante inadaptación pero, por contra, sabe interpretar con éxito esa postura limítrofe entre dos aguas, si bien no sabe muy bien cómo desembarazarse de ella.
Dicen que Lancha rápida –y la obra de Adler en general– influyó sobre narradores posteriores como el mismísimo Foster Wallace. Si es así, bienvenido sea. La fragmentariedad de su narrativa es algo así como una partida de dominó. Comenzamos con las piezas esparcidas y las vamos colocando sobre la mesa con una cierta lógica (más rítmica y tonal que discursiva) hasta que poco a poco van encajando en nuestra mente y configuran en ella una imagen total y esclarecedora que subyace a la fragmentariedad. Obtenemos al final de la lectura una idea de conjunto que hace que el libro se convierta en novela y no es un simple anecdotario.
Una gran propuesta esta de Sexto piso por Renata Adler. Estamos deseando leer otras obras de ella. Seguro que no nos defraudarán.
Autor: Renata Adler
Traductor: Javier Guerrero
Editorial: Sexto piso
Páginas: 216
Precio: 20 eur (rústica)
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