Conocí a Luis Sagasti en un debate acerca
de los límites del género en la literatura, un tema del que se habla en estos
días. Ya había publicado Bellas Artes
con Eterna Cadencia y, cuando fue su turno de hablar, adelantó algo de la que
sería su próxima novela: Maelstrom.
En la sala oscura con focos iluminando a los disertantes, Sagasti mencionó una
constelación, nombró estrellas y con un gesto señaló el cielo. En ese momento recordé
El Hacedor de estrellas de Stapledon,
escrito en 1937.
En esta nueva novela (¡géneros!), Maelstrom, el autor se transparenta en
el narrador, al menos en lo que quiere que sepamos. Nos confiesa que le gusta
dar clases, le gusta la mitología y también cuela alguna opinión acerca del
mérito de un relato: «Una novela, un cuento donde lo importante ni siquiera se
narre» [...] «pero que supone, claro, la presencia del mar que hay debajo…».
Así, la novela se construye en varios
niveles; adquiere volumen. Uno es el intercambio de mails, que toma una
dinámica epistolar, entre su narrador-autor y Gustavo, un amigo a quien lo une
un afecto tranquilo pero que a veces lo aburre un poco. Al narrador no le
interesan demasiado sus investigaciones. Sin embargo el hallazgo por parte de
Gustavo de una placa con nombres grabados ubicada en un rincón oculto de un
jardín, el Jardín de Andrómeda en Santiago de Compostela, lo lleva a involucrarse,
no tanto con acciones: las andanzas de su amigo le despiertan reflexiones.
Esas reflexiones constituyen en sí otro
nivel en Maelstrom. Acerca de cuánto
se han tomado a la tremenda los dioses griegos; del cielo que ven los chinos:
nos ilustra que la antípoda está sobre nuestras cabezas y no debajo, como
suponemos. También hay un análisis brillante acerca de Van Gogh y La noche estrellada. Y mucho más.
El desplazamiento de Gustavo, primero por
España y luego por Argentina, buscando a la gente nombrada, va marcando un mapa
(otro nivel) en la trama. En cada uno de
esas ciudades y pueblos, Madrid, Santiago, luego Temperley, Bahía Blanca y más
puntos en el mapa, aparecen personas y situaciones que pueden ser pistas y que derivan hacia
nuevos lugares. Lo llevan a cazar perros de pueblo en una salida nocturna para
alimentar a los leones de un circo. Lo llevan también a un grupo de apoyo que
forman los parientes, madres en su mayoría, de presos peligrosos en donde se
cuestiona si son malos o tal vez no.
Hacia el final los amigos se reúnen, en
medio de desilusiones, de jugosas pistas por parte de Gustavo y la persistente confianza
del narrador acerca de las intuiciones. Quién le aclara que los objetos (las
pistas) en sí no valen mucho o valen en base a la historia que los rodea. Y «que la piezas amalgamadas (de un
rompecabezas) forman una masa de gravedad irresistible; las otras, entonces,
encastran sin ofrecer… resistencia». Y «que la pieza capital se esconde a
medida que el dibujo cobra identidad». «Sin
secreto la obra no funciona», asevera el narrador.
Pero Maelstrom
adquiere su volumen más cierto cuando Sagasti enlaza con soltura el relato en
un diseño, que, como la «presencia del mar que hay debajo» se enrolla en el Mar
de Noruega para formar el Maelstrom, un
remolino gigante, un ocho que no se cierra dejando abiertos puntos de fuga. Así, en las últimas
páginas, el autor da rienda suelta a sus habilidades: une lo que no vemos para
delicia del lector pero no para su conformidad. Y este patrón o diseño, este
volumen en la novela, quedará por naturaleza unido al cielo : «El cielo lleno
de lenguaje».
La desesperación que trasunta su amigo en
encontrar un orden simétrico o cualquier orden, es el mismo que nos hace
encajonar los textos según la etiqueta. Sagasti crea una narración donde la literatura
adquiere volumen, de modo que cada uno leerá Maelstrom en la dimensión que desee. Al cerrar el libro se puede
mirar el cielo que mira Sagasti y aquel que miró Stapledon en El Hacedor de Estrellas.
Una
pregunta al autor
P: ¿Hasta dónde llega el rencor de un dios?
R: El rencor es
un odio envejecido; como esas chapas oxidadas en el techo que dejan pasar el
agua cuando llueve, así el resentimiento de un dios. Una gotera
infinita sobre nuestro ánimo, aunque ni rastros queden de la lluvia.
Luis Sagasti (Bahía Blanca, Argentina, 1963)
es docente y crítico de arte. Ha publicado varias novelas y ensayos: Los mares de la luna (2006), El
canon de Liepzig (1999), Perdidos en el espacio (2011), Bellas
artes (2011) y Maelstrom (2015).
Autor: Luis Sagasti
Editorial: Eterna Cadencia
Páginas: 176
Precio: 17, 50 eur (rústica)
Reseña escrita por Claudia Aboaf
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