Prefiero comenzar esta vez la casa por el tejado, dejarme de pamplinas y quitarme el peso del veredicto, ese que cierra todas las reseñas, desde el inicio. Voy a hablar de una
obra mayúscula y que sin embargo, –esto me asusta y me maravilla a partes
iguales– no es la mejor del autor. Gótico
carpintero es una obra que le gustaría escribir a casi cualquier autor con
tan solo una pizca de sensibilidad literaria y que piense que la literatura es libertad creativa, y también un arma arrojadiza, y un entretenimiento y la más seria de
las bromas. Porque todo eso es la literatura de Gaddis. Si os gusta Gaddis,
poco nuevo descubriréis en esta reseña y, por descontado, podéis contar con mi
afecto y una cervecita fría. Si no lo conocéis, estáis perdiendo el tiempo
leyendo esta reseña ramplona en lugar de leer a Gaddis y si odiáis a Gaddis...
ah, si odiais a Gaddis, quedaos, por favor, porque esta reseña es para vosotros.
Comenzar un libro del señor William Gaddis, ese tipo
norteamericano al que nunca se le vio en los cenáculos literarios y que siempre
renegó de la pose de autor, no es tarea fácil. La principal dificultad de su
literatura es que en todos sus libros uno cae sobre la trama como si lo
lanzasen desde un avión en pleno vuelo sobre una isla desierta. Primero
descubres un cocotero, luego una charca de mala muerte donde quizás puedas
echar un par de tragos de agua y posiblemente enfermar (pero aun así bebes), un
animalillo que se esconde detrás de unas matas, unas bayas que quizá sean
venenosas... Sus libros siguen ese mismo patrón y quizás es en Gótico carpintero donde ese esquema esté
más pulido que nunca.
Uno comienza leyendo las primeras páginas y no sabe dónde se
ha metido. Alguien habla con alguien y nunca termina las frases, se interrumpen
el uno al otro, discuten y sermonean empleando interjecciones y muletillas que
se repiten hasta el hastío y uno tiene ganas de estampar el libro contra una
pared y dejarlo abandonado ahí, o hacer como con ese libro que
Duchamp regaló a su hermana por su boda, sacarlo a la ventana y dejar que actúen sobre él los
elementos. Que se entere Gaddis de lo que valen un peine y un lector cabreado.
El límite de las 75 páginas. Es un límite arbitrario pero no descabellado para superar el umbral de Gótico carpintero, ese en el que uno se olvida de esos diálogos aparentemente caóticos y entra por fin en ellos como uno más y ve allí a los personajes, a Liz, al loco de su marido,
al señor McCandless, en la cocina, charlando, mascullando, quejándose de la
falta de whisky, de los sabotajes, de las conspiraciones para hacerse con unas
minas en África, para estafar a un seguro médico. Ya eres espectador y parte,
los oyes como si estuvieses a su lado, formando parte de la conversación.
Una vez que se entra ya no hay escapatoria posible. A aquellos
a los que he recomendado la serie The
Wire (y han sido muchos) siempre les he hablado del límite de los dos primeros
capítulos: o ves esos dos capítulos completos o abandonas la serie para no
retomarla jamás. Con Gaddis ocurre lo mismo. Hay que hacer esa concesión previa
porque el tipo del demonio no te pone las cosas fáciles. Le echaba pulsos a
Thomas Bernhard para ver quién de ellos resultaba más irritante y, al mismo
tiempo, más hipnotizante —una suerte de telebasura a la inversa, como si los extremos,
de algún modo, se tocasen—. Si Bernhard usa como arma esos circunloquios repletos de
idas, venidas y repeticiones sin fin, Gaddis lo hace desde el diálogo, desde
esos intercambios no acotados y que, sin embargo, al cabo del tiempo son
transparentes, nítidos, con sentidos que se expanden como fuegos artificiales.
Y llego a estas alturas sin decir de qué trata el libro.
Explicar la trama no es tarea sencilla y no lo haré. Digamos que hay tres
personajes principales, un matrimonio (ella es heredera de un multimillonario
que digamos que ha hecho negocios sucios) y su marido es un tipo frenético, que
se mete en decenas de negocios sin concretar ninguno, y después está el casero,
que al principio parece no tener nada que ver con el asunto y que, sin embargo,
quizá sí tiene algo que decir. Todo
ello con una labor del traductor, Mariano Peyrou, que tiene que haber sido un
infierno y, al mismo tiempo, una delicia. Pero lo mejor de esta novela, y es lo que en cierto
sentido la hace la más redonda de Gaddis, es el acelerón final a falta de
cincuenta páginas. Es entonces cuando todo cobra sentido y se suceden los
movimientos de las piezas sobre el tablero en el que antes solo
habían estado jugueteando con los lectores.
Los significados en la obra son multitud, y uno puede leer la novela en varios niveles. Por un instante pensé haber
percibido algo, la idea de Gaddis de incorporar al lector en la trama identificándolo con Liz,
la protagonista, como si ella únicamente se dedicase a escuchar, a asentir a
ese autor tiránico que le ofrece las páginas a latigazos que estuviese representado por el resto de personajes que orbitan en torno a ella. Después, cierto suceso en la trama me hizo desechar la idea y ahora, de nuevo, pienso si no será así, y si toda la
novela, aparte de ser una crítica despiadada a los intereses norteamericanos, a
la vida desaforada en pos del dinero y a la entretelas de la política, no es más que una máscara para esconder
un perfil más oculto en el que pugnan la literatura clásica y la posmoderna en
busca del significado. Ahora bien, tratar de explicar esta hipótesis requeriría un tiempo que no tengo y una minuciosidad que seguramente arrasaría la trama.
Intentad leer a Gaddis. No he escogido citas del libro
porque no harían honor a su literatura ya que hay que mirar sus libros como un todo, y no a partir de citas descontextualizadas. Dadle ese límite
de gracia y después hablamos. El intento habrá merecido la pena porque habréis visto
otra forma de enfrentarse a la literatura y, como poco, os habrá hecho mejores
lectores. Merece la pena intentarlo, ¿no?
Autor: William Gaddis
Traductor: Mariano Peyrou
Editorial: Sexto Piso
Páginas: 288
Precio: 21,90 eur (rústica)
Cualquier libro que me haga mejor lectora tiene que estar en mi estanteria. Anoto 75 páginas como margen de gracia.
ResponderEliminarUn abrazo