lunes, 15 de junio de 2015

Cuando Kafka hacía furor, de Anatole Broyard: la memoria de los verdaderos hipsters

Desde principios del siglo XX la bohemia llegó para quedarse. Una vida al margen de convenciones sociales y ligada a la creación artística, lo que incluía no solo a los creadores, sino también a esa camarilla que los frecuentaba y cuya única aspiración era estar cerca de ellos y, por qué no, aprovecharse de sus logros.

Anatole Broyard, conocido crítico estadounidense, escribió unas memorias de los días en los que la bohemia comenzó a instalarse en el Village neoyorquino, lugar que sería el germen de la archiconocida generación beat y que en cierta medida cambió el foco del arte (tanto del literario como del pictórico) desde una Europa en decadencia tras la Segunda Guerra Mundial, a una Nueva York que quería pasar página (los vencedores, y más si vencen en tierras lejanas, lo tienen siempre más fácil, no vamos a engañarnos) y tratar de disfrutar de la vida al máximo. 



En estas memorias Broyard se centra en los años 1947 y 1948, cuando abandona el nido familiar y se instala junto a Sheri, una pintora protegida de Anais Nin. Con ella vive días de sexo raro y extravagancias. Al menos un tercio de las memorias  las dedica a su convivencia con Sheri y su difícil ruptura. También relata encuentros con algún que otro personaje conocido. Broyard fue, por ejemplo, alumno de Erich Fromm, y como todo el mundo por aquel entonces visitó a un psicoanalista. También coincidió en una fiesta con un Dylan Thomas en horas bajas y con su mujer. 

Pero lo más interesante de Cuando Kafka hacía furor es el análisis que Broyard hace de aquellos años. La libertad que se respiraba en el ambiente, esa necesidad de liberarse de los años de la guerra, de encarar las relaciones de un modo distinto. Es magnífico el retrato de las relaciones entre hombres y mujeres (más bien de los hombres con las mujeres que de las mujeres con los hombres pero, entendámoslo, quien escribía era un hombre), y la relajación en ciertas costumbres que comenzó a vislumbrarse por aquellos días. Esas relaciones eran por aquel entonces casi su única razón de ser, hasta el punto de que la sonrisa de una mujer podía ser «la encarnación del significado»

Teníamos el cuerpo de la mujer siempre en el filo del pensamiento, a la chica del calendario en el borde del progreso, de la libertad. Lo habíamos llevado, como un fusil, a lo largo de toda la guerra.    

Aquellos años precedieron a Keouac, Ginsberg, Burroughs y compañía. Broyard, en el artículo que acompaña a las memorias en esta edición de La uña rota, titulado «Retrato del hipster», lamenta aquello de lo que se han lamentado casi todos aquellos que asistieron a la germinación de movimientos novedosos en el arte y en la cultura: su banalización. Las vanguardias terminan siendo asimiladas por la cultura popular y desvaneciéndose. Es ley de vida. Los hipsters se caracterizaban por un amor incondicional por el jazz, la experimentación con el sexo y cierta tendencia hacia el arte, aunque no necesariamente muy marcada. Una prueba evidente de que las novedades no suelen ser bien acogidas por la mayoría es este fragmento que Thomas Wolfe les dedica a los jóvenes del Village en Hermana muerte, donde presencia la muerte de un hombre y describe lo que acontece a su alrededor:   

Una chica y un chico, ambos vestidos con aire insolente y algo vulgar en su manera de hablar y gesticular, lo que daba a entender que se hallaban un palmo por encima de los demás en educación y posición social ­–como los universitarios jóvenes, esa gente joven del Village, pintores, escritores, dramaturgos esa gente joven de la «generación de postguerra», contemplaban al hombre lo miraban con curiosidad y mucha menos piedad de la que uno mostraría ante un animal moribundo, se reían a carcajadas, charlaban y gesticulaban con una desdeñosa y repugnante falta de sensibilidad que resultaba horrible, tanto que me dieron ganas de reventarles la cara de un golpe. 

No parecían caerle muy bien a Wolfe los hipsters. 

Si tenemos que quedarnos con un libro de Broyard, ese es Ebrio de enfermedad, por su canto a la vida y la maestría con la que contó su enfermedad terminal, sin necesidad de caer en sentimentalismos fáciles. Cuando Kafka hacía furor es un libro entretenido, unas memorias amables que contienen un pasaje muy emotivo en el que habla de la enfermedad de un amigo (posiblemente el mejor del libro) pero que se hace demasiado corto debido a la prematura muerte del autor, que priorizó la escritura de Ebrio de enfermedad sobre la de estas memorias, por eso dan la sensación de incompletas. Si Broyard hubiese podido continuarlas no dudamos de que podrían haber sido uno de los testimonios más valiosos no solo de la sociedad estadounidense de postguerra sino de la segunda mitad del siglo XX.  

Título: Cuando Kafka hacía furor
Autor: Anatole Broyard
Traductora: Catalina Martínez Muñoz
Editorial: La uña rota
Páginas: 216
Precio: 16 eur (rústica)

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