Agota Kristof fue una escritora húngara que con 21 años tuvo que atravesar la frontera para abandonar su país (y su lengua materna) con una niña de 4 meses y llegar por casualidad a Suiza. Allí fue donde adoptó una lengua enemiga, como ella misma cuenta en La analfabeta, el francés, del que se sirvió para escribir sus obras. Podríamos hablar del aspecto formal de sus libros, pero sinceramente, no hablaré mucho de ello, solo lo necesario, porque la autora se merece que hablemos de ella y sus libros tal y como escribe ella, yendo al grano:
Claus y Lucas (El Aleph, 2014). El libro está compuesto de tres partes, las cuales fueron escritas por Kristof como novelas independientes: El gran cuaderno (1986), La prueba (1988) y La tercera mentira (1992). El libro, muy resumidamente (por cierto, se recomienda no ver la película El gran cuaderno, estrenada en 2013, antes de leer los libros, y después…, bueno, eso ya es cuestión de cada cual), nos narra la vida de dos gemelos en un periodo de guerras. El nivel de las tres novelas va de más a menos, El gran cuaderno es de imprescindible lectura, es una obra maestra, y aquí obra maestra no es una forma de hablar. Está escrito en presente, desde el punto de vista de los gemelos, y en él, se narran los sucesos de los dos hermanos cuando son dejados a su abuela, una mujer analfabeta y de dudosa humanidad. En la segunda, narrado en tercer persona, la novela da un giro, los gemelos se separan, y nos encontramos con nuevos personajes, nuevos lugares y nuevas situaciones, aunque la esencia de la historia permanece. La tercera novela, es la que más confusión nos puede ocasionar, está narrada tanto en primera como en tercera persona, y nos encontraremos pasajes en pasado y en presente, y esto es lo que puede hacernos sentir por momentos perdidos, pero finalmente el círculo se cierra y nos hace comprender muchas cosas.
Sobre el estilo es mejor ser escueto, pues el de Agota Kristof no necesita muchos adornos para describirlo: utiliza frases cortas y aplastantes, diálogos ágiles y cortantes, y crea una atmósfera de una cruel ternura.
La analfabeta (Alpha Decay, 2015). El libro está compuesto de once relatos que son pasajes que forman parte de su vida, convirtiéndose así en una especie de biografía, donde nos cuenta cómo la lectura en su infancia se convirtió casi en una enfermedad, qué le produjo la muerte de Stalin, la huida de su país a través de la frontera con un bebé de cuatro meses convirtiéndose en refugiados, su trabajo en una fábrica de relojes en Suiza (donde vive en la actualidad) que le permitía crear poemas:
«Para escribir poemas, la fábrica está muy bien. El trabajo es monótono, se puede pensar en otras cosas y las máquinas tienen un ritmo regular que ayuda a contar los versos. En mi cajón, tengo una hoja de papel y un lápiz. Cuando el poema toma forma, lo anoto. Por la noche, lo paso a limpio en una libreta»
…, o cómo convertirse en escritor, donde se cuenta su vida literaria, desde sus primeros poemas en húngaro publicados en una revista literaria, a la creación de su obra teatral y narrativa, ya escritas en francés.
No importa (El Aleph, 2008). Claus y Lucas fue el libro que encumbró a Agota Kristof, o quizás, para ser más justos, deberíamos decir que fue El gran cuaderno; sin embargo, los 26 relatos que componen No importa no tienen nada que envidiar a Claus y Lucas. Ya desde el primer relato, «El hacha», somos testigos del estilo característico de la autora: frases cortas y contundentes. Algunos de los relatos se abren más a un registro poético, por ejemplo, «La muerte de un obrero» tiene una gran carga poética:
«Inconclusa quedó la sílaba, sin significado, flotando entre la ventana y el jarrón de flores.
Inconcluso el gesto de tus frágiles dedos dibujando la mitad de una N mayúscula sobre las sábanas.
—¡No!
Creías que te bastaba con mantener los ojos abiertos para que la muerte no pudiera alcanzarte. Los abriste al máximo, hasta el límite de tus fuerzas, pero llegó la noche y te tomó en sus brazos.[…]»
Aunque lo que caracteriza a todos los relatos es un carácter más filosófico o, si se quiere, más intimista, nos muestra más de la propia autora, pero sin perder el estilo despiadado de Kristof:
«Me río al ver cómo los comensales se inclinan con voracidad sobre el estofado de liebre que yo mismo conseguí en los exiguos campos de sus países de origen.
Y que, en realidad, no es más que su gato doméstico preferido.»
Ayer (El Aleph, 2009). Este quizás sea el libro de ficción más autobiográfico de la autora (si es que a alguien le sigue importando hoy en día cuánto del autor hay en un texto), donde ella misma se ve reflejada un poco en el protagonista, y otro tanto en la co-protagonista, ya que él tiene pretensiones de ser escritor mientras trabaja en una fábrica exiliado de su país, y ella, la co-protagonista, tiene un marido al que ha tenido que acompañar a eso otro país mientras añora volver algún día a su patria. El protagonista, Tobías Horvard, se ve obligado a escapar de su país por un crimen que cree haber cometido, dejando atrás su lengua materna (tan querida por la autora) y su nombre, ya que en este otro país se lo cambia por el de Sandor Lester (el nombre de su padre secreto, y el apellido de su madre prostituta). Tobías comienza a rehacer su vida al lado de Yolanda hasta que aparece Lina, el amor de su infancia, que no solo le trae recuerdos, sino las ganas de volver a amar; pero Lina conoce el pasado de Tobías, algo que ya no se puede cambiar allí en su patria donde ella piensa volver con su marido e hijos.
Definir la forma de escribir de Agota Kristof no es que entrañe una dificultad insalvable, sino que se haga como se haga siempre será inexacta y de alguna forma injusta, por eso, lo mejor es leerla y vivir la experiencia de su lectura, que sin lugar a dudas, dejará marca; pero si tuviésemos que definir su estilo en una frase, nos quedamos con las palabras de Giorgio Manganelli: «La prosa de Kristof anda como un títere homicida».
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