martes, 24 de marzo de 2015

Marguerite Duras (I/IV): origen y autoficción

Para Marguerite Duras escribir constituye un gesto existencial, una necesidad inherente. Ella escribe como quien se enfrenta a la muerte: despojada, auténtica, guiada por un impulso vital tan vano como sublime. «Ella no sabe quién escribe ―comenta Yann Andrea, el compañero de los últimos 15 años―. Hasta el último día dice eso: yo no sé quién escribe, no sé lo que es escribir. Y sin embargo ella escribe, es lo que hace cada día de su vida, aun cuando no está escribiendo, escribe. Ve algo. Es irresistible. Sabe que no merece la pena, que nunca escribir tendrá lugar de absoluto, que a Dios jamás se le podrá alcanzar y sin embargo hay que hacerlo, intentar esa humildad de cada día, escribir, tratar de alcanzar la palabra. Dictar palabras. Y después ya se verá. Después, una vez queda escrita la página, ella relee la página y dice: me conmociona escribir semejantes cosas».

Entrar en el universo de M.D es tan apasionante como necesario sobre todo si consideramos el impacto telúrico que sigue teniendo su obra sobre las plumas actuales. Así que intentaré ofreceros algunas claves que, espero, faciliten vuestro encuentro con una artista tan intuitiva como pasional, tan libre como contradictoria. Para amenizar la lectura, he dividido el artículo, cuya extensión un tanto excesiva se debe al entusiasmo que me suscita esa autora, en cuatro capítulos:

1. Origen y autoficción: «No somos nadie en la vida que vivimos, solo somos alguien en los libros».
2. La guerra y definición de su postura literaria: «(…) me había vuelto verdaderamente otra persona».
3. Escribir más allá de los libros: «A menudo usted dice: yo no hago literatura, yo no hago cine, yo hago otra cosa».
4. Una escritura libre y primitiva: «He hecho libros incomprensibles y han sido leídos».

1. Origen y autoficción:

«No somos nadie en la vida que vivimos, solo somos alguien en los libros»


Marguerite Duras (1914 -1996) nace cerca de Saigón en la Indochina francesa. En aquel entonces Duras no existe. La joven Marguerite se apellida Donnadieu, apellido del padre que fallecerá demasiado pronto, dejando a la madre viuda con tres hijos menores de edad; «el hermano mayor», irremediablemente vago y mentiroso, «el preferido» incondicional de la madre; la propia Marguerite; y, por último, «el hermano menor», eterna víctima tanto de la injusticia de la madre como de la maldad incurable del mayor. Al igual que el padre, «el hermano menor» morirá demasiado joven, cristalizando el amor absoluto y ambiguo que le tenía su hermana. 

Todos esos datos biográficos se plasman en dos obras de referencia que constituyen una puerta de entrada idónea para el lector neófito: Un Dique Contra El Pacífico (1956) y El amante (1984). Aunque ambas novelas pertenezcan respectivamente al principio y al final de la carrera de la escritora, ambas tratan de la vida en las colonias, del confinamiento en el círculo familiar controlado por aquella madre descaradamente injusta, tan cariñosa como brutal, tan exigente como torpe y paranoica. Ambas pueden leerse como un relato de la vida en las colonias y una novela de aprendizaje, pero un aprendizaje que va más allá del amor y de la sensualidad. Lo que guía a la protagonista es el deseo obsesivo de huir de esa vida de miseria y obsesión. Por mucho que le dé título al libro, el amante chino no es sino la víctima de ese cruel instinto de supervivencia. 


La familia alimenta la ambigüedad: agitan a Marguerite con un espejismo de noviazgo mientras pasean en el auto rutilante, cogen la gramola, el diamante, el champagne… Él, por supuesto, paga hasta el último céntimo sin que se le agradezca nunca nada. Le humillan, le usan. La madre, para polarizar el rencor social que la corroe, Marguerite para alimentar su sueño de irse lo más lejos posible de aquel «amor que teníamos los unos para los otros, y el odio también, terrible, en esa historia común de ruina y muerte que era la de aquella familia» (El amante). 

Desde un punto de vista literario, Un Dique se inscribe todavía en la estela de la novela del xix, respetando cierto orden cronológico. Esta primera obra maestra cuenta cómo la madre se desvive en una lucha tan estéril como rabiosa, construyendo diques para impedir que el agua pase ineluctablemente a las tierras que le vendió un gobierno desleal. El libro asume descripciones eminentemente líricas donde el paisaje asiático exhala su «olor a lluvia, a jazmín, a carne», mientras la vida interior de los personajes sigue bastante presente. 

En cambio, El amante ya celebra la madurez del «estilo Duras», que alcanza su cumbre en los años 80. La voz narrativa alterna entre primera y tercera persona, la cronología se quiebra entre elipsis y flashbacks, la memoria se desenfoca hasta crear otra realidad: la del libro. Mientras que en El amante el afán de realismo se ve descartado de forma patente, el realismo formal de Un Dique resulta engañoso y sería un error ver en esa obra maestra una mera autobiografía. «La novela de mi vida, de nuestras vidas, sí, pero la historia no», asesta Duras a su entrevistador del Le Nouvel Observateur del 28 de septiembre 1984, afirmación que corrobora la indignación de su propia madre –la de la vida real– tras leer Un Dique y no reconocer en él ninguna onza de verdad.  


«El libro hace el milagro, y es que, enseguida, lo que queda escrito ha sido vivido. Lo escrito sustituye a lo vivido». Para Duras no se trata nunca de un trabajo de memoria sino de una constante labor de recreación, de autoficción. En ese aspecto su obra influye directamente a los escritores franceses contemporáneos, y la autoficción es uno de los recursos literarios al que recurren algunas de las voces más potentes del panorama literario actual. Tanto es así que, a lo largo de su vida los límites entre ficción y realidad, entre la propia vida y el libro, se harán cada vez más porosos, alcanzando la amalgama radical. «No somos nadie en la vida que vivimos, solo somos alguien en los libros». 

Y es que M.D. no quiere ser testigo de nada. Ese rechazo al realismo, que se percibe en vilo en Un Dique, se asentará definitivamente con la experiencia de la guerra, la cual desempeña un papel determinante en la postura literaria de la escritora y la definición de su estilo.

Alexandra Templier

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