miércoles, 18 de marzo de 2015

Marguerite Duras (II/IV): el trauma de la guerra y la definición del estilo Duras

El descubrimiento del horror, con los campos de concentración e Hiroshima, marca un momento bisagra en la vida de Duras, el pasaje definitivo a la edad adulta: «Son recuerdos muy precisos, muy claros, me había vuelto verdaderamente otra persona». Por aquel entonces, nadie puede obviar la gran pregunta que plantea súbitamente la Historia: ¿cómo escribir después de Auschwitz e Hiroshima? Mientras Adorno y Celan condenan el lirismo de quien «se atreve a mirar o a escribir sobre Auschwitz de un modo hipotético-especulativo desde el punto de vista del ruiseñor o del zorzal», Duras enuncia la muerte inapelable del realismo: «Se acabó». 

Lo considera un recurso agotado y opta por una postura más impresionista: ya no se puede contar la Historia, ahora toca escribir el impacto que esta inflige. Así, ni Los cuadernos de la guerra ni El dolor ni Hiroshima mon amour hablan directamente de los campos de concentración o de la bomba atómica. Son elementos implícitos y omnipresentes que alimentan el dolor trágico de los protagonistas sin ocupar nunca el primer plano. Este lo habitan los sentimientos. 

El dolor habla de la desesperante espera del marido detenido, el dolor de la que espera, el dolor de la que empieza a dudar del amor que profesa al marido indefinidamente ausente, el miedo de dejar de quererle. Marguerite habla de ella misma, del impacto de la guerra sobre su vida y la de su entorno. Sustituye a la Historia la historia íntima y universal de los sentimientos, hasta llegar a suplantarla del todo. El marido también se ve extraído del realismo mediante el uso, típicamente durasiano, de las iniciales. Así Robert Antelme, se vuelve Robert L., y empieza enseguida a formar parte del imaginario de la autora, en el que Lol V. Stein, A.M.S o Emily L. bailan fantasmagóricamente. 

Asimismo, cuando el cineasta Alain Resnais le encarga el guion para Hiroshima mon amour, insiste «Usted haga literatura. Olvídese de la cámara». Y así lo hace Duras. La obra empieza aniquilando de forma anticipada cualquier reproche de impostura: «ÉL –Tú no has visto nada en Hiroshima. Nada. ELLA – Lo he visto todo. Todo». Y es que, de nuevo, en el marco minimalista que conforman esas dos voces, Duras obvia la Historia; lo que escribe es la pasión que viven dos adultos acosados por el dolor de los recuerdos de la guerra. 

La actriz Dominique Blanc en una escena de El dolor.
A partir de ese trauma histórico y personal, su escritura no dejará de radicalizarse hasta que el «estilo Duras» alcance su apogeo en los años 80. Muy anclada en su época, cabe recalcar que la escritora se beneficia de las tendencias contemporáneas del behaviorismo y el Nouveau Roman. Sin embargo, la crítica no se refiere nunca a ella como una escritora de aquella estética sino como la figura emblemática. El mal de la muerte (1982) constituye sin duda un paradigma de ello:

Debiera no conocerla, haberla encontrado en todas partes a la vez, en un hotel, en una calle, en un bar, en un libro, en una película, en usted mismo, en usted, en ti, al capricho de tu sexo enhiesto en la noche que grita por un cobijo, por un lugar en el que desprenderse de los llantos que lo colman. 

Así empieza la novela, en un marco eminentemente abstracto. Se divisa una habitación y se menciona el rumor del mar –elemento acuático omnipresente en la vida y en la obra de la escritora–. La voz narrativa oscila entre condicional y presente sincrónico mientras los personajes se ven reducidos a sus propias voces. Bajo el anonimato de los pronombres ELLA y ÉL dialogan. La palabra es la auténtica protagonista de la historia. Voces humanas brotan en ese espacio difuso para decir la soledad, el amor y la muerte a la que se ve condenado el que es incapaz de amar. El silencio, el ritmo pianissimo de este momento suspendido y el rumor de las olas confieren densidad a esa atmósfera evocadora. Se dice. Y se espera. Ya solo toca esperar. ¿A quién? ¿A la muerte? ¿A Godot? Imposible nombrar lo que se intuye en ese estado de suspensión. Pero no cabe duda de que ese algo es lo importante. Aquel innombrable que asoma en los silencios, en la profundidad del aire. «Sabe que no merece la pena, que nunca escribir tendrá lugar de absoluto, que a Dios jamás se le podrá alcanzar y sin embargo hay que hacerlo».

Hay que hacerlo. Y si los libros ya no pueden, entonces habrá que buscar fuera: el teatro y, sobre todo, en el cine.

Alexandra Templier

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