viernes, 27 de marzo de 2015

Las chicas de The New Yorker


The New Yorker no solo se convirtió, prácticamente desde su fundación hace noventa años, en un símbolo de una Nueva York cosmopolita y literaria sino también el objetivo más ansiado por escritores de los cuatro puntos cardinales y por iconos del periodismo como Tom Wolfe, quien acarició un día la idea de hacerlo volar por los aires. Algunas de las más importantes voces femeninas del pasado siglo publicaron en ella sus textos.

Siguiendo la estela de los miembros de la generación perdida, Mavis Gallant puso un día rumbo a París para ya nunca abandonarlo. Huérfana de padres y de patria encontró en la capital francesa la inspiración y la tranquilidad para escribir algunos de los ciento dieciséis relatos que le publicó The New Yorker. Al contrario que Beckett, el inglés continuó siendo su medio para la creación ya que Gallant defendía que era el idioma en el que ella imaginaba sus historias, un idioma en el que reflexionó sobre la orfandad, el nacionalismo y las identidades. Esa desbordante imaginación creó personajes fascinantes, desarraigados, solitarios, una suerte de alter egos que le permitieron rediseñar su propia vida; siempre oscilando entre la ironía, el humor y la tragedia. Así como Hannah Arendt fue la testigo de excepción para The New Yorker en el proceso contra Eichmann en Jerusalén, Gallant cubrió las revueltas de mayo de 1968 en la capital francesa. En julio de 2012 la revista publicó fragmentos de The Hunger Diaries, sus escritos sobre su viaje a la España franquista de los años cincuenta.


Maeve Brennan supo deshacerse de la alargada sombra de insignes compatriotas como Joyce, Beckett o Flann O’Brien. Estadounidense de adopción y neoyorquina en sus columnas, no dejó que el tiempo y el Nuevo Mundo desdibujaran sus recuerdos. Creó un personaje para su espacio en The New Yorker, La dama interminable, gracias al que descubrió a sus lectores rincones y secretos de Nueva York desconocidos durante décadas. Su elegancia y dulce apariencia hacían imposible imaginarla deambulando por sórdidos barrios y hoteles. Ya anciana solo parecía encontrar consuelo en los lavabos de señoras de The New Yorker; su hogar, su refugio durante más de treinta años. Su prosa breve y costumbrista escondía una mirada aguda, irónica e incisiva. Las fuentes del afecto, que reúne tres ciclos de relatos protagonizados por distintos personajes que habitan en una misma calle dublinesa, es el perfecto ejemplo del increíble talento de Brennan.


Dorothy Parker, la hija rebelde de una rama pobre de los Rothschild, se deshizo del pasado judío y se convirtió en la reina Ginebra de la Mesa Redonda, haciendo del hotel Algonquin el lugar de reunión para un singular grupo compuesto por los más variopintos personajes de la escena artística neoyorquina, entre los que se encontraban Harpo Marx y Harold Ross, fundador de The New Yorker. En 1925 entró a formar parte de la revista, donde escribió durante cuatro años la popular columna Reading and Writing, bajo el pseudónimo de Constant Reader. Hasta 1963 se publicaron más de cien textos suyos en The New Yorker, entre los que había críticas, perfiles periodísticos, poemas y relatos. Parker siempre destacó por su humor satírico y su ingenio dando una imagen de superficialidad en la mayor parte de las ocasiones; pero también supo profundizar sobre los conflictos raciales (donó toda su herencia a la fundación de Martin Luther King Jr.) y sobre la soledad en la tercera edad. Somerset Maugham afirmaba que el «toque» de la escritura de Dorothy Parker residía en la capacidad que tenía de encontrar de qué reírse en los momentos más trágicos. Parker fue extremadamente crítica con su propia obra; siempre acarició la autodestrucción. Fiel reflejo de ello fue su alcoholismo y sus distintos intentos de suicidio. En los años cuarenta se publicó en Estados Unidos la imprescindible antología de su obra The Portable Dorothy Parker.


Bárbara Pérez de Espinosa Barrio

No hay comentarios:

Publicar un comentario