Que William Shakespeare es un genio de la
literatura no es noticia. Pero que sea mucho más que eso quizá sea
controvertido para algunos, si bien en mi opinión eso esté claro. Que alguien,
a finales del siglo xvi, sea capaz
de escribir una obra como El mercader de
Venecia raya lo sobrenatural. El bardo inglés no es un mero escritor: es un
genio transtemporal que desafía los límites del intelecto humano.
El mercader de Venecia parece la típica obra al uso de la época. Una
pieza teatral ejemplarizante, con moralina cristiana, amoríos y personajes
bufos que aderezan la acción. La fingida trama se resume en pocas líneas:
Basanio, un mercader veneciano, le pide dinero prestado a Shylock, un
despiadado y rico judío. Si no cumple el pago en el tiempo previsto, el pérfido
hebreo puede cobrarse con una libra de carne del honrado mercader. Al final de
la obra, incapaz de hacerse cargo de la deuda, Basanio ha de pagarle a Shylock.
El asunto llega a los tribunales, donde el judío es engañado por sus propias
palabras y su soberbia resulta humillada y vencida. Lo de siempre: el malvado
sionista paga por sus crímenes, y los honrados cristianos ganan, se casan y se
hacen ricos.
Hasta aquí todo normal, salvo porque
Shakespeare se está burlando de esos supuestos valores, aunque lo camufla bien
para no despertar sospechas en la puritana alta sociedad británica… ni entre
muchos, muchísimos lectores y críticos, que no atisbaron siquiera el chiste
hasta bien entrado el siglo xx,
cuando la sociedad europea alcanzó el grado de ética y de inteligencia
emocional resuelto ya por Shakespeare cuatrocientos años antes.
Para empezar, Basanio no es precisamente el
paradigma del mercader honrado. Sabedor de que el gobierno veneciano nunca
accedería a las demandas de Shylock, establece unas condiciones mercantiles
fraudulentas. Y es que desea casarse y necesita dinero, aunque solo sea por
acallar los rumores de homosexualidad que salpican su relación con Antonio, su
mejor amigo.
Pero vayamos con Shylock, a quien no puedo
imaginar ya de otra manera que no sea con el rostro de Al Paccino.
Caricaturizado como lo hacían los nazis en los carteles antisemitas, se nos aparece
como un arquetipo de judío malvado. Sin embargo alberga más sentido de justicia
y de tolerancia religiosa que sus coetáneos, quienes le califican de avaro y
cruel por el mero hecho de ser judío. El juicio que le organizan es una farsa,
una burla shakesperiana a la justicia de la época, con Portia, la prometida de
Basanio, haciéndose pasar por abogado y sacándose de la manga una excusa tan
burda por la que Shylock no puede cobrarse su deuda que resulta imposible creer
que Shakespeare no la haya colocado ahí adrede. Y lo que es más, el bardo nos
regala el mejor discurso de toda la obra de labios de Shylock, cuando intenta
reclamar, sin éxito, su compensación, y reclama el mismo trato,
independientemente de credos y razas:
Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenan, ¿acaso no morimos? Y si nos agravian, ¿no debemos vengarnos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también en eso.
Estos versos de son tan conocidos que hasta en
la saga fílmica Stark Trek los citan en cuatro ocasiones.
La comparación de Shakespeare con Cervantes es
de sobra conocida (y posiblemente, innecesaria). Pero por mucho que admire a
nuestro compatriota, ejemplos como El
Mercader de Venecia (o La Tempestad,
que también tiene lo suyo) hacen que la obra cervantina parezca muy buena, y la
de Shakespeare, sobrenatural. Su crítica camuflada desmonta los valores
hipócritas de aquellos que se creen mejores que el resto debido a su confesión
religiosa y su etnia, y aboga por una justicia real y efectiva para todos.
Parece ser que el sueño del poeta de Avon todavía no se ha cumplido,
lamentablemente.
Autor: William Shakespeare
Editorial: Hay diversas ediciones y traducciones.
Son recomendables las de Austral, Alianza o Cátedra, ediciones de bolsillo de calidad y a precio reducido.
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