miércoles, 5 de noviembre de 2014

La historia de los marcapáginas

Nos gustaría sentarnos con uno de esos libros que nos atrapan sin remedio y leerlo de principio a fin, comiéndonos las páginas y el tiempo como si no hubiese un mañana y pudiésemos evitar hacer frente a esa desgracia de las clases lectoras que supone el trabajo. Por eso, si atacamos un libro de un número considerable de páginas debemos dejar alguna marca que nos indique dónde detuvimos la lectura. Habrá quien sea capaz de recordar en cada momento en qué página se quedó en su última lectura, pero los mortales necesitamos señales que nos lo indiquen. Y de eso hablaremos hoy, del origen de los marcapáginas, de sus variantes y del inevitable coleccionismo al que incitan.

Antes de hablar de los marcapáginas debemos detenernos en una costumbre de degenerados (que deberían ser encerrados en un calabozo para siempre) que consiste en marcar el punto final de la última lectura doblando una esquina de la página. Esta costumbre, a la que los ingleses llaman dog ear (oreja de perro) por la similitud que presenta la esquina doblada con la oreja doblada de un perro, es uno de esos hábitos que suelen adquirirse con libros que no son de uno (especialmente los de biblioteca) o con volúmenes de poco valor. Creo que ha quedado claro que no somos partidarios de ese método antediluviano, tosco y digno de insultos que no proferiremos aquí por estar en horario infantil.

Otra solución de andar por casa es el uso de la solapa de la cubierta para marcar la página en la que nos habíamos quedado. Es una solución práctica, pero si el libro tiene un considerable número de páginas (vamos, si es un tocho) la solapa acaba doblada y el volumen termina ocupando el doble. Al final lo práctico deviene en fiasco.

Pero pongámonos serios. 

No se sabe con certeza cuándo comenzaron a usarse los primeros marcapáginas. Sin embargo, parece evidente que desde bien temprano ha tenido que existir algún método para señalar el último punto de la lectura en el que se quedó el lector. Pensemos, por ejemplo, en los rollos de papiro egipcios, que podían medir hasta 40 metros. Lo que sí se sabe es que en la Alta Edad Media (en los siglos xiii a xv) se usaban marcapáginas que se fabricaban con la vitela que sobraba de hacer las cubiertas de los libros. En algunos casos muy sofisticados estos marcadores ayudaban incluso a recordar la columna en la que se había quedado el lector.
    
También de esta época es un volumen de la Historia Escolástica de Peter Comester en el que una de las páginas de cuero está recortada de forma longitudinal cerca del borde de modo que queda una tira que sirve perfectamente para señalar el último punto de lectura.

El primer marcapáginas del que se tiene constancia documental es el que incluía una Biblia que Christopher Barker, el editor oficial de la Biblia en Inglaterra, regaló a la reina Isabel en 1584. El marcapáginas era de seda y tenía una borla dorada en su extremo, acorde con su destinataria. A partir de 1600, de hecho, la mayoría de las biblias ya venían con una cinta de seda para indicar el punto de lectura.

El verdadero auge de los marcapáginas tuvo lugar en los siglos xviii y xix y corrió paralelo a la disponibilidad de libros. Los más habituales son esos que todos asociamos con libros más antiguos o con ediciones prestigiosas, que son los que van incluidos en el cuerpo del libro y constan de una tira de seda que parte de la zona superior del lomo y se prolonga hasta sobresalir un par de centímetros por debajo de la página.

Sin embargo, a partir de 1850 aparecieron y se difundieron rápidamente los marcapáginas independientes de los libros, lo cual contribuyó además al coleccionismo de estos objetos. Los más famosos de la época fueron los fabricados, ya gracias a máquinas, en Coventry por Thomas Stevens, quien llegó a diseñar hasta novecientas tramas diferentes de seda, como el que se ve a la izquierda. Tan famosos fueron sus diseños que a sus tramas se les denominó Stevengraphs.  

Por aquella época era costumbre que las hijas, para demostrar sus habilidades en la costura a sus madres, diseñaran marcapáginas, ya fuesen de seda o cosidos sobre papeles de colores, muchos de los cuales servían después de regalo en Navidades. A partir de 1870, con la aparición de la cromolitografía, comenzaron a diseñarse marcapáginas de papel. Las empresas vieron muy pronto el potencial que tenían para servir de soporte publicitario y lo pusieron en práctica:


Muchos de estos marcapáginas policromados se diseñaron también para ser regalados. Y no solo estaban hechos de papel. Aparecieron otros de cobre, oro, plata, caucho, madera… y de casi cualquier material que uno pueda imaginar, como el de tela que semeja una corbata escocesa de abajo. Muchos de ellos fueron diseñados por algunas de las joyerías más famosas, como Gorham, Kirk & Sons o Tiffany y tenían forma de puñal o de espada, de modo que no solo servían como marcapáginas, sino que además permitían separar las páginas, ya que antiguamente los libros venían con los pliegos sin cortar y esta era una excelente forma de aunar dos funcionalidades en un único objeto.


Entre 1914 y 1945 también sirvieron a los gobiernos para lanzar mensajes patrióticos, para animar a los hombres a alistarse al ejército y para encender los ánimos en las épocas de guerra.

A partir de los años 60 del siglo pasado, los marcapáginas comenzaron a ser valorados como objetos artísticos y mucha gente se lanzó al coleccionismo de esos amigos de los lectores. La persona que más marcapáginas posee en el mundo es un holandés llamado Frank Divendal, que poseía 103.009 diferentes en 2012, cuando batió el récord Guiness. Tal es la fiebre por hacerse con marcapáginas clásicos, que se han llegado a pagar, por ejemplo, 375 dólares por uno de 1903 que llevaba un anuncio de Coca Cola.

Nosotros no somos inmunes a esa fiebre, pero la llevamos con más sosiego. Vaya aquí una pequeña muestra de nuestros preciados tesoros, la mayoría fruto de nuestros viajes allende las fronteras de Madrid. 



Imágenes obtenidas de:
www.silverbookmarks.com
www.bookthink.com
www.miragebookmark.ch

3 comentarios:

  1. No solo sirven para señalar por dónde vas. Se pueden convertir en un amuleto, en un fetiche, en una especie de sinopsis visual del libro. El problema está en si usas uno de otra obra. Puede haber conflicto. ¿Te imaginas un marcapáginas de un libro de Borges dentro de las memorias de Belén Esteban? Este tema puede dar lugar a un relato que ríete de Kafka.
    Veo que entre los marcapáginas te falta el mío. Tengo de sobra. ¿Se lo dejo a Cayetano junior para cuando os veáis?
    Un saludo.

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    1. Yo juego mucho a eso, Cayetano. A veces intento usar un marcapáginas que le vaya bien a un libro, pero a veces hago justo lo contrario, igual que en las estanterías de mi casa tengo a Vargas Llosa al lado de García Márquez y a Góngora con Quevedo. Son esos pequeños gustos que se da uno y que pocos entienden :)

      Por supuesto, el marcapáginas será muy bien recibido. Déjaselo a tu primogénito, que tengo que hablar pronto de negocios blogueros con él.

      Un abrazo.

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    2. Hecho. En cuanto lo vuelva a ver se lo paso para que te lo dé.
      Un saludo.

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