Los sueños siempre nos han fascinado. Hoy sabemos que no son
más que descargas aleatorias de grupos neuronales durante la fase REM del sueño
a las que no hay que buscar significado. No está clara su función: aunque cada
vez parece más claro que podrían ser importantes en la consolidación de la
memoria, otros han propuesto que ayudarían más bien a llevar a cabo un olvido selectivo.
Pero, aun siendo conscientes de esto, no podemos evitar esa atracción que
ejercen sobre nosotros, del mismo modo que no podemos evitar el
asombro ante un atardecer frente al mar, por mucho que sepamos que el sol no
deja de ser una masa de gases donde se suceden reacciones termonucleares sin
cesar.
Los sueños han influido en la creación humana, eso es
innegable, y no solo en el mundo de las artes (uno de los ejemplos más
conocidos es el poema «Kubla Kahn» de Coleridge) sino también en el mundo de
las ciencias: gracias a sendos sueños llegaron, Kekulé a la estructura molecular del benceno, y Otto Loewi a la función de la acetilcolina en la
contracción muscular. Muchos chamanes han basado sus predicciones en sueños e
incluso algunos generales han diseñado las estrategias a seguir en guerras a
partir de revelaciones que recibieron durante la noche. Por eso, no es de
extrañar que lo onírico haya sido siempre un material excelente para los
creadores literarios, no solo por ese carácter anómalo que suele revelarse en
los sueños, sino también por la carga de significado personal que suelen
portar, y que se les atribuye a posteriori, lo que revela mucho del autor en
cuestión. Algunos artistas han empleado los sueños como el pilar sobre el que construir
su obra artística, y los surrealistas son los campeones en este aspecto, hasta
tal punto que incluso empleaban artimañas para lograr despertar durante el
sueño, como Dalí, que dormía con la mano sacada a un lado de la cama y una
cucharilla entre los dedos. Cuando alcanzaba el sueño REM, momento en el que se produce
una relajación de todos los músculos del cuerpo, la cucharilla caía al sueño y
Dalí despertaba y trataba de llevar al pincel los sueños que solo unos minutos
antes lo habían acosado.
Lo habitual es que los autores inserten los sueños de forma
más o menos artificiosa en la trama de una novela; son menos los casos en los
que un escritor se haya lanzado a enumerar sus sueños, sobre todo por la carga
de intimidad que se revela con ellos. Sin embargo, algunos autores han dado ese paso. En el último mes han llegado
a las librerías dos libros construidos a partir de sueños, Un mundo propio, de
Graham Greene (La uña rota, traducción de Eugenia Vázquez, 160 pág., 14 euros) y Mansa chatarra, de Francisco Ferrer Lerín (Jekyll & Jill editores, 152 pág., 20 euros). Por eso hemos
decidido reunirlos en una sola reseña y subir la apuesta con algunos libros
compuestos a partir de material onírico, como son los Sueños de Walter Benjamin (abada editores, traducción de Juan Barja y Joaquín Chamorro, 160 pág., 16 euros), los Sueños de Kafka (editorial errata naturae, traducción de Iván de los Ríos, 104 pág., 13,50 euros), y La cámara oscura de Georges Perec (Impedimenta, traducción de Mercedes Cebrián, 288 páginas, 21 euros).

Aunque el autor inglés menciona algunas pesadillas, se diría
que el tono del libro es amable. Por eso, hasta cierto punto se alegra de ese
olvido casi instantáneo que padecemos cuando un sueño ha finalizado:
A veces me pregunto si la memoria no ejerce a menudo de censor compasivo, y así incluso el peor de los terrores de una pesadilla se ha atenuado cuando cerramos los ojos.
El final del volumen termina, no podía ser de otro modo, con
la muerte y unos versos finales que le llegaron en un sueño y que bien podrían constituir su epitafio.
Se trata de un libro con
encanto, donde vemos a un autor como Greene en un registro muy diferente al que
estábamos acostumbrados. Recomendable como curiosidad biográfica y con algunos
momentos literarios interesantes.

Pero no nos engañemos, los textos de Ferrer Lerín son densos
y difíciles, especialmente los que abren el volumen, siempre mostrando una apariencia caótica que, si se lee con cuidado, no es tal. En general, se narran pesadillas, por lo que los ambientes suelen ser
opresivos, desérticos, oscuros y, aunque los textos tienen diferente
procedencia, y Ferrer Lerín los escribió en épocas diferentes de su vida,
mantienen un tono que se mantiene bastante bien a lo largo del volumen,
a pesar de las distintas búsquedas y «atmósferas» que se suceden. Algunos de
los temas son recurrentes (la búsqueda del coche, los encuentros con difuntos,
la cuñada hermosa). El lenguaje poético no cesa, esa búsqueda permanente para abordar el sueño con la palabra, empresa acaso imposible, pero que Lerín,
inasequible al desaliento, ensaya a lo largo de los años.
Vi al monstruo hendiendo el tiempo con su pata mediana. Y me di cuenta de que había concluido por ahora la posibilidad de soñar.
Como decíamos, los textos de Ferrer Lerín no son solo
ejercicios preciosistas en los que lo lírico lo ocupa todo. Hay también espacio
para la reflexión acerca del sueño, de sus diferentes perspectivas e
interpretaciones. No podemos saber si hay una reinterpretación de los sueños ―la
memoria no es inocente―, pero sin duda la carga filosófica de los textos es
innegable. En alguno de ellos se juega, por ejemplo, con esa idea con la que ya
jugaron Borges, en ese magnífico relato del chino y la mariposa, o Cortázar en
«La noche boca arriba», en los que uno, al despertar, no sabe si el sueño es la
realidad o lo es esa que ve al despertar. En cualquier caso, el leitmotiv de
los textos de Ferrer Lerín suele ser la muerte, no en su significado simple y
explícito como cesación de la vida, sino en un plano más relacionado con lo
literario, con la imposibilidad del lenguaje para abarcar lo visible.
Un atractivo adicional del volumen son las fotografías
pegadas (no impresas directamente sobre el papel) que encontramos en diferentes
páginas, y que lo convierten en un libro-objeto, algo en lo que los editores de
Jekyll & Jill parecen haber puesto especial cuidado en todos los libros que
han publicado hasta el momento. Esperamos que sigan por esa senda.
Es Mansa chatarra, por tanto, un libro recomendable, para
disfrutar con la textura de las palabras del autor y lidiar con los múltiples
significados que sugiere, y que se presentan con «pasos de terciopelo».

Si decíamos que los textos de Ferrer Lerín eran complejos,
los de Walter Benjamin no se quedan atrás, pero en este caso se suma además un componente reiterativo que a veces hace algo pesada la lectura, pues algunos de los sueños y
textos que se presentan son muy similares, aunque con sutiles variantes. Es
cierto que en algunos casos esos textos reiterativos parecen pertinentes, como uno
de los sueños en el que Benjamin parece predecir un robo en su casa. En esos
textos, primero se muestra orgulloso de que sus padres recurran a él y se interesen
por el sueño; después, en otro, se muestra indiferente a ese interés por parte de sus padres; y en un tercer texto
se arrepiente de habérselo hecho saber a sus padres porque considera que
constituye una intromisión en un mundo que debía ser ajeno al mundo real. En los
textos teóricos, Benjamin reflexiona sobre sus propios sueños, y también critica
la creación artística a partir del sueño, ya que considera que deberían ser
realidades diferentes, y por eso critica duramente al surrealismo, que le
parece algo banal.
En alguno de los textos hace especial hincapié en que los sueños
no deben transcribirse en cuanto uno despierta, pues durante el despertar aún
se encuentra el durmiente en un estado de ambigüedad, de confusión entre sueño
y realidad que no le permite juzgar con claridad el sueño. Por eso considera
que es necesario desayunar, para después transcribir, ya inmerso en lo
cotidiano, ese sueño que se muestra al durmiente con todos sus significados.
A pesar de que se trata más bien de textos filosóficos, no
están exentos de cierta poética:
Creo que el barco que nos cogía en sueños a menudo se meció ante nuestras camas entre el estruendo de olas de las conversaciones y la espuma del ruido de los platos; luego, a primera hora de la mañana, nos dejaba por fin, enfebrecidos, como si hubiéramos vuelto de ese viaje que estábamos a punto de iniciar.
En el volumen Sueños, de Franz Kafka se reúnen textos en
los que el autor narra algunos de sus sueños. La mayoría se encuentran en
diarios o cartas. En ellos se aprecia el mundo kafkiano que ya se ve en sus
novelas. Kafka no se muestra reacio a describir ninguno de sus sueños. Por eso
aparecen relaciones sexuales con prostitutas (o más bien intentos para
alcanzarlas), las relaciones con Milena, con su marido alentándolas o ignorándolas,
bailarinas grotescas, o cuadros soñados de Ingres. También aparecen de forma
recurrente su padre y Max Brod. Algunos de los sueños son pesadillas
estremecedoras, como una en la que una niña ciega lleva puestas unas gafas
salvajes, mientras que otras tienen un cariz más intimista, como aquella en la que muestra
sentimientos negativos hacia uno de sus amigos; otros son de corte casi
surrealista, como uno en el que unos conejos alborotan a la puerta de su casa;
otros juegan también con la confusión entre sueño y realidad, como uno en el
que siente que hay un perro sobre él y siente terror al pensar que al abrir
los ojos, el perro, igual que el dinosaurio de Monterroso, pueda seguir ahí.
Los sueños que recoge el libro, son interesantes, pero como
la obra de Kafka es desmesuradamente buena, es posible que necesiten ser contextualizados y que, vistos de este modo, sin los textos de alrededor que los arropen, se vean un poco extraños. Aun así se agradece el esfuerzo de la recopilación
llevada a cabo por errata naturae, y el volumen no deja de tener su interés, pero
preferimos a Kafka sin selecciones ni antologías, en esa confusión que supone cualquiera
de sus escritos, una amalgama de fantasía, realidad, imposibilidad y certeza.

Como la memoria es tramposa, no recordamos si Perec narra en
este volumen o en otro una pesadilla que lo acosó durante la escritura de La disparition (El secuestro, en su traducción al español) que consistía en que al
examinar el manuscrito lo veía plagado de letras e, lo que constituía una
auténtica pesadilla teniendo en cuenta que la regla previa a su escritura del libro era
que careciese de esa letra.
En cualquier caso, La
cámara oscura no deja de ser un libro interesante para conocer más sobre
Perec, para adentrarse en las variantes del sueño y sus múltiples significados,
en las posibilidades que plantea a un nivel conceptual, también en lo
artístico, y para disfrutar de la estupenda traducción de Mercedes Cebrián de
este libro. Es de agradecer también la idea de Perec de incluir al final del
libro, y a modo de glosario, un índice de los temas o palabras clave que
esconden sus sueños. Qué podemos decir de un libro de Perec: una maravilla.
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