Puede llegarse a un libro por
razones insospechadas y, de repente, ese autor al que uno debería haber leído
hace años, está ahora ahí delante, de modo que uno se pone el babero, coge
tenedor y cuchillo y se lanza al abordaje del suculento filete. Algo así me ha
ocurrido con E.L. Doctorow, de quien no había leído nada; pero no podía dejar
pasar de largo su último título, El
cerebro de Andrew, que para alguien que lleva la neurociencia en la sangre,
es un cebo demasiado poderoso para no picar.
El cerebro de Andrew es una obra en la que ya desde el comienzo uno
agradece que su propuesta formal no vaya a ser común. Se trata de un diálogo
terapéutico, en el que Andrew cuenta su vida a un psiquiatra. Se desarrolla,
por lo general, asentándose en cortos
capítulos en los que Andrew, un profesor de ciencias cognitivas, narra algunos
de los episodios más significativos de su vida. Hay dos o tres capítulos en los
que tenemos ante nosotros escritos de Andrew, pergeñados cuando está alejado
unos días del psiquiatra, que después los lee la consulta, delante de él.
Doctorow juega durante toda la
novela con el lector. No sabemos si lo que cuenta Andrew es realidad o ficción,
aunque tampoco nos importa porque lo peor de todo es que hasta el más mínimo
detalle que Doctorow pone en boca de Andrew podría ser real: eso es lo temible
de este mundo desquiciado. Es obvio que desde el momento en que sabemos que el
protagonista visita a un psiquiatra, sus argumentos no van a ser confiables. Por
eso Andrew se convierte en un simulador o, como lo llama el marido actual de su
exmujer, el Simulador, así, con mayúscula inicial, lo acuse de parecer amable y
desasosegado, pero de ser en realidad un manipulador. Cuando el psiquiatra le
pregunta si eso le molestó, Andrew responde:
No podía enfadarme ni ofenderme, y no solo porque ya supiera eso de mí mismo, sino porque además, en mi cerebro hay una cesura, debido a la cual el honor, entre otras virtudes, es algo con lo que no conecto. No tengo ni una pizca.
Lo que nos lleva al tema de la
supuesta falta de libre albedrío que simula nuestro cerebro y a los argumentos
que Andrew emplea para justificar sus actos o sus negligencias, que normalmente
tienen que ver con argumentos de tipo científico, bastante estirados y sacados
de contexto. Es en este punto, no puedo evitarlo, donde el libro me resulta más
discutible, y es que aunque Doctorow ha leído algunas cosas sobre el cerebro y cita a algunos de los científicos
más influyentes en el campo, los argumentos que suele dar Andrew son más bien
baladíes, cuando no son erróneos, lo cual es extraño para un personaje al que
se presenta como experto en ciencias cognitivas. También se hace complicado que
el psiquiatra no conozca algunas de las cosas que Andrew le cuenta sobre
ciencias cognitivas a lo largo de las charlas. Quizá ese afán reduccionista y
simplificador de Doctorow en ese aspecto del personaje es lo que menos creíble
resulta en la novela, aunque uno comprende que funciona como estereotipo y que
ayuda al autor a reflexionar sobre la mente humana y sus insondables
vericuetos.
Por tanto, salvando esas
reticencias documentales que, lo reconozco, son de un lector quisquilloso (pero
con gusto por el rigor), la novela es un muy solvente ejercicio formal y una
sutil y profunda reflexión sobre la mente humana y sus alrededores.
Recomendable.
Autor: E.L. Doctorow
Traductores: Isabel Ferrer y Carlos Milla
Editorial: Miscelánea
Páginas: 174
Precio: 16,90 eur (rústica)
Imagen de Doctorow tomada de Wikipedia. Créditos: Mark Sobczak.
No hay comentarios:
Publicar un comentario