Nos dijo alguien en una entrevista (era editor, claro) que
la mayoría de los escritores eran gente neurótica y, a menudo, inaguantable. Y
a pesar de ello (o quizá gracias a ello) son capaces de escribir cosas
fantásticas. Cuando sus obsesiones se imbrican con la escritura pueden dar
lugar a artefactos capaces de romper con lo preestablecido y alejarse de los
límites de la creatividad.
Muchos de esos libros ni siquiera tienen trama
porque suelen ser experimentos radicales en los que importa más la indagación
en la forma y en el método que el tema. Pero al final todas ellas son obras
que de un modo u otro nos hacen pensar en temas en los que habitualmente no
centramos nuestra atención. Hemos querido llamar a estas obras libros
obsesivos ya que en ellos los autores parten de una obsesión y la llevan hasta
sus últimas consecuencias. No se trata de una ocurrencia que alguien plasma en
dos páginas, sino de un experimento a tumba abierta, a lo que salga, y dan
igual los lectores o el qué dirán. Lo único que importa es llegar hasta el
final, lo que se convierte en un acto de escritura valiente y honesto, algo que admiramos.
Esperamos que esta pequeña lista os sirva de guía para
descubrir muchos de estos libros obsesivos:
Especies de espacios y Me acuerdo, de Georges Perec (editoriales Montesinos y Berenice): El
rey de esta lista, sin duda. Todos sus libros partían de alguna idea previa que
el autor francés desarrollaba hasta sus últimas consecuencias. En Especies de
espacios, se trata de describir los distintos espacios (reales o figurados) por
los que puede transitar una persona (habitación, piso, edificio de pisos,
barrio, ciudad, país…). Me acuerdo es una lista extensísima de todos aquellos
recuerdos que Perec extrajo de la memoria que aún le quedaba de cuando era
niño. Un ejercicio caótico pero admirable de memoria y escritura. Ningún futuro
escritor debería perderse a Perec.
Los colores primarios,
de Alexander Theroux (La Bestia Equilátera). El libro ofrece precisamente lo que anuncia su título.
Son tres capítulos en los que el color toma cuerpo, pero no solo en un sentido explícito. Se trata de enumeraciones descomunales de objetos, personas, sensaciones, dichos o cuadros, relacionados con
cada uno de los colores primarios (azul, rojo, amarillo). En la lectura, sin
embargo, se observa que hay un cierto plan establecido para esas enumeraciones,
lo que impide que llegue a abrumarnos (aunque casi lo consigue). Al salir de esa lectura demente comenzamos a mirar los colores con otros ojos, con los que Theroux nos propone.
Inquieto, de
Kenneth Goldsmith (La uña rota). Hablábamos hace poco de este libro por aquí. Es la
descripción minuciosa de cada uno de los movimientos que el autor realizó
durante un día (además, el Bloomsday del año 1997). Al principio esa descripción intenta ser rigurosa y, hasta cierto punto, «científica». Pero, a medida que van pasando el día y el experimento, esa
descripción comienza a fracturarse y surgen nuevas formas de ofrecernos esos
movimientos, incluso llega a mostrárnoslos a la inversa. Todo ello, gracias a unos lingotazos de Jack Daniel´s que se echó
al coleto Goldsmith durante su escritura. Una experiencia poética en toda regla.
El sentido
interrogativo, de Powell Padgett (Alpha Decay). Se trata de un libro construido a partir
de una serie de preguntas que nunca termina. Y no hay una sola respuesta en el libro. Las respuestas debe buscarlas el
lector dentro de sí mismo. Se trata, de algún modo, de una sesión de autoindagación a partir de las
preguntas que propone Padgett, que oscilan entre lo banal y lo extravagante. Es
admirable su capacidad para plantear cientos de preguntas durante páginas y
páginas en las que nosotros solo podemos leer la pregunta y tratar de ser
honestos con nosotros mismos. Una buena forma de enfrentarse a uno mismo.
Las ciudades
invisibles, de Ítalo Calvino (Siruela). Un clásico este de la literatura obsesiva. Y es que Calvino era otro de esos autores que innovaba en cada libro que escribía. En esta obra, Marco Polo describe al gran Khan las ciudades que ha visto durante sus
viajes, ciudades maravillosas. Son ciudades a cada cual más fantástica, todas ellas con nombre
de mujer, que él agrupó en categorías que a su vez referían a diferentes temas (ciudades semánticas, ciudades de muertos, ciudades de la memoria...). El libro es una delicia. Ojalá existiesen algunas de esas ciudades
imaginadas por Calvino-Polo.
Autorretrato, de
Edouard Levé (451 Editores). Hablábamos hace poco de él aquí. Es una autobiografía narrada de un
modo muy particular. No se trata de una descripción cronológica de anécdotas
banales y de tres o cuatro ajustes de cuentas, que es lo que suelen ser las autobiografías al uso. Es más bien un ejercicio de
autoconocimiento en el que Levé desgrana, a partir de frases muy cortas y con un
ritmo frenético, muchas de sus filias y fobias, sus costumbres, sus temores, sus
amores y algunos de sus odios. Uno de los mejores libros, creemos, que se han
escrito en este siglo. Cuando uno termina su lectura está deseando escribir un libro igual sobre sí mismo.
El rey pálido, de
David Foster Wallace (Literatura Random House). Este es el único libro de la lista que puede considerarse
una novela. ¿O no? El tema de la novela es el tedio, y Foster Wallace lo llevó
hasta el extremo último, que es el mismo libro en sí. Se trata de generar tedio en el lector a toda costa. Y, ¿qué hay más aburrido que un inspector de hacienda? Posiblemente nada. Pues él se mete en la piel de un aprendiz de inspector y nos describe de forma pormenorizada trámites
burocráticos, revisiones de los impuestos de los ciudadanos y demás actividades
divertidas que lleva a cabo uno de estos tipos que suelen ser la alegría de las fiestas.
La invención del mundo,
de Olivier Rolin (Reverso). Lo que hizo el autor francés fue recopilar los periódicos de
más de ochenta países de un solo día. Contrató la traducción de todos ellos y unos meses después comenzó a construir una obra fragmentaria
en el que se muestran muchos de los sucesos de aquel día recogidos en esos periódicos. Pero para añadir una cierta estructura, Rolin reunió los temas en capítulos y escribió cada uno de ellos con un estilo diferente. Un
libro descomunal que por momentos llega a abrumar, pero que sirve para comprobar las posibilidades que ofrece una idea inicial y lo que puede depararnos el azar.
Impresiones de África
y Locus Solus, de Raymond Roussel (Siruela y Capitán Swing). No
podía faltar en esta lista otra de las estrellas del libro obsesivo. Y es que un tipo que da la vuelta al mundo en una caravana pero no sale de ella porque solo escribe tiene que ser obsesivo a la fuerza. Para
construir estos dos libros, Roussel se valió del siguiente proceso: elegía dos
palabras similares (billard y pillard, por ejemplo, en francés) y con
ellas construía dos frases idénticas con esas palabras pero en las que el
significado fuese completamente diferente, y a partir de ahí construía
historias que debían comenzar por una de las frases y terminar con la otra. Lo
dicho, dos joyas de los libros obsesivos.
Momentos de
inadvertida felicidad, de Francesco Piccolo (Anagrama). Quizá es el menos obsesivo de
esta lista, pero sí el más amable de todos. Al modo de Me acuerdo de Perec, Piccolo hace repaso de muchas de las cosas que
le hacen feliz, esas que normalmente nos pasan inadvetidas pero que casi sin
darnos cuenta despiertan una sonrisa que no esperábamos. La suyas son,
obviamente, personales, pero el libro ayuda a que pensemos en aquellas otras
cosas aparentemente insignificantes que nos hacen felices. A mí, por ejemplo,
encontrarme cada día por la mañana en el camino al trabajo con personas a las
que no conozco pero que ya me son familiares.
Disfrutad con estos libros obsesivos. Son libros para
asombrarse con las posibilidades de la escritura y no tanto para buscar una
trama o unos personajes magníficamente construidos. Tratad de asomaros a ellos
y descubriréis otras formas de hacer literatura, que nunca viene mal. Y si
tenéis sugerencias para añadir a la lista, serán bien recibidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario